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La Europa anticapitalista

Javier G. Sabín

Lo más bonito de nuestra historia es que, desde que en 1789 descubrimos que era posible cambiar el mundo, no hemos dejado de intentarlo.

Si recuerdan Alicia en el País de las Maravillas, recordarán las palabras de aquel picaporte asegurando que pasar no era imposible, en todo caso impasable, ya que nada es imposible. Y esa fue, sin duda alguna, la gran lección de la Revolución Francesa.

Una lección que hoy nos convierte en ciudadanos, pues los súbditos no sueñan con una realidad diferente. Soñar es desobedecer en silencio. Quien sueña, cuestiona; y quien cuestiona, desobedece a través del pensamiento. A veces, un simple por qué basta para destruir la mayor de las tiranías. Por eso los tiranos construyen muros de ignorancia: un pueblo que piensa se encharca dudas y, al final, acaba sumergido en lo más profundo de un mar de ideas.

Pero también las tiranías tienen algo en común con los sueños: solo nos damos cuenta de lo que son cuando ya nos hemos despertado. Nadie veía el absolutismo como una imposición tiránica, pues la razón colectiva no alcanzaba a ver más allá. Los súbditos obedecían y obedecer es no cuestionar. No cuestionaban a sus gobernantes, ni mucho menos la represión brutal de la época. Al contrario. Se aplaudían las torturas: el torturado era un enemigo del sistema y, por tanto, un supuesto enemigo de todos.

Aunque siempre hay algo que nos hace diferenciar la tiranía de la libertad, como ese instante de lucidez que nos hace saber que estamos soñando. Reflexionando un poco, verán la necesidad de los modelos opresores por encasillar el pensamiento colectivo en un marco de estructura infundado. Las teocracias, por ejemplo, lo hacían mediante la creencia del súbdito en una entidad superior (Dios), que a nivel social se articulaba sobre dos pilares: su autoridad terrenal (Iglesia-monarquía) y sus dictados morales (fe). Al final, se formaba un triángulo perfecto en el que la divinidad, situada en el vértice superior, era en realidad la repetición de un esquema social que, según desde donde se mirase, podía invertir sus ejes de estructura. Es decir: Dios podía existir gracias al poder y la fe; o bien el poder podía existir gracias a la fe y a Dios; o bien la fe gracias a Dios y al poder. Una forma específicamente tiránica, ya que los tres vértices se retro-alimentan entre sí al tiempo que ninguno tiene sentido sin el otro. Su única finalidad es, por tanto, la de mantener oprimido al individuo en un bucle de creencias absurdas, con la garantía de un dominio perpetuo.

El triángulo que forma una tiranía solo tiene sentido desde dentro. Desde fuera, se ve como un puro montaje para mantener un orden social alejado de la soberanía popular. Cuando se defiende la libertad y la igualdad, no hace falta plantear un modelo estructural en la que varios elementos se retro-alimenten entre sí: de la libertad nace el pensamiento autónomo y de la igualdad la posibilidad de organizarlo de un modo justo, sin necesidad de estar sujetas a un molde opresor, de creencias insostenibles. Los ciudadanos, de pensamiento libre, pueden cambiar el mundo, pues lo ven desde fuera y entienden su forma; los súbditos, que se reducen a la obediencia, están atrapados en una estructura social tiránica, tan interiorizada que llegan a creer que todo (incluso el universo o las cuestiones existenciales) se limita a reproducir el esquema triangular de la tiranía.

Pero pensemos en los modelos de hoy en día, sociedades capitalistas con vínculos de conexión global. Y vemos que su estructura no es tan diferente: en el siglo XXI, los individuos siguen creyendo en una entidad superior (el capital) que, al no tener valor por sí mismo, también busca articularse sobre dos pilares: un eje de poder material (bancos-multinacionales) y una forma de conducta (consumismo). ¡Y vean como este método de organización necesita que sus vértices, incapaces de sostenerse los unos sin los otros, también se retro-alimenten entre sí como garantía del beneficio de unos pocos frente a la opresión de muchos!

Es el molde de lo absurdo, interiorizado en aquellos que no ven vida más allá del consumo y la producción desmesurada; en aquellos que entienden el dinero como el centro de su existencia, condicionando su manera de vivir según las pautas de los grandes núcleos económicos. El capitalismo es el sistema más propenso al empobrecimiento de una amplia mayoría y, paradójicamente, el que asegura con mayor rigor la obediencia de los desfavorecidos: el pobre no se rebela contra el rico porque el consumismo le interioriza la posibilidad de llegar a ser incluso más rico que él; y el rico, mientras el pobre participa en un casino sin reglas, se reafirma en este mecanismo como el único capaz de garantizar la felicidad del individuo. ¡Pero menuda utopía la de pensar que un casino sin reglas, un mercado sin regular, podrá asegurar el bienestar común! En el fondo solo se lo creen los participantes más fieles a la doctrina del consumo, que, atraídos por el brillo y los sueños de llegar a ser, participan hasta el final de sus días. Consumir y entrar en el juego de los poderes financieros es la base de la obediencia de los súbditos, ellos mismos condenarán a quien no lo haga, y no hay mecanismo de represión que de mejor resultado.

Pero una tiranía siempre necesita conquistar el mundo: ya no solo por la ambición de sus líderes, sino por una cuestión de credibilidad. Para hacer creer que no hay otras alternativas al sistema, hace falta destruir toda forma de organización diferente e imponer el modelo dominante. Como es difícil llegar hasta el último rincón, siempre se crean fantasmas de lo malvado, de lo que nunca se quiere llegar a ser: nunca podremos llegar a ser como las sociedades tribales, por ejemplo. Pero no porque no nos dejen, sino porque han hecho que no queramos.

Desde los 80, el modelo capitalista ha impuesto una hegemonía global que necesita derribar las fronteras de mercado para articularlo como un único casino mundial. Ante la globalización financiera, hay algo que despista: la lucha de clases, hasta entonces propia de la realidad económica de cada país, se traslada al plano mundial. Pero no desparece. Hoy en día, los países del sur, que representan a un 40% de la población en la miseria, son el nuevo proletariado, el que antiguamente se ajustaba al ámbito local de muchos países europeos. Y al mismo tiempo, en Europa se articula una estructura financiera que permite la garantía de un bienestar relativo a costa de la explotación de estos países. Asentar el neoliberalismo en el ámbito europeo es una de las claves del modelo capitalista, pues implicaría ganar la partida a la cuna de los Derechos Humanos y la democracia moderna. Las élites económicas saben que en Europa hay una conciencia muy arraigada de lo público y de la legitimidad popular de las leyes; que no es fácil cambiar los parlamentos por casinos sin reglas. La libertad es el ADN de su cultura moderna.

Y ahí llegamos a 2016, en medio de un pulso interno entre las ideas neoliberales y los valores democráticos de los países europeos. La estructuras del poder financiero se han apropiado de los organismos representativos. Y Europa responde con las movilizaciones populares y la reconquista institucional. El 15M y Podemos en España, Syriza en Grecia, la Nuit Debout en Francia, la Revolución de las cacerolas en Islandia...Son manifestaciones de un mismo fenómeno: la respuesta de esa conciencia popular que, desde 1789, destruyó las teocracias absolutistas, disolvió los grandes imperios y derrotó al fascismo; que reconoce la libertad y la igualdad como los ejes de cualquier forma de organizarse; que entiende que cambiar el mundo es posible y, además, necesario.

Sólo recuperando la público se podrá hacer frente a la apropiación de las conquistas sociales de nuestra historia; garantizando el cumplimiento de los derechos civiles y el reconocimiento de la dignidad ciudadana; manteniendo, al fin y al cabo, lo más profundo y valioso de la cultura europea. Pues como se dijo durante la Revolución Francesa, las leyes de libertad e igualdad no están escritas sobre mármol o piedra, sino en los corazones de los hombres, incluso en el del tirano que las olvida y en el del súbdito que las niega. ________________

Javier G. Sabín es socio de infoLibre

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