Librepensadores

Harakiri institucional

Luis Fernández Caballero Lamana

Como ya sabrán algunos, el harakiri es el suicidio ritual japonés por desentrañamiento. Se realizaba de forma voluntaria para morir con honor en lugar de caer en manos del enemigo y ser torturado, o bien como una forma de pena capital para aquellos que habían cometido serias ofensas o se habían deshonrado.

Quizás la propuesta que aquí se presenta tenga un título algo agresivo que puede llegar a desagradar a los destinatarios de estas letras que no son otros que los partidos políticos españoles, pero en medio de las negociaciones para consumar (o no) la investidura, guerra civil del PSOE mediante, los partidos políticos vuelven a pasar por alto lo que, en mi opinión, es una de las necesidades más imperiosas para luchar contra la corrupción política y no es otra que la definitiva despolitización de las Administraciones Públicas y el desarrollo de la figura del directivo público profesional.

Por este motivo, es hora de que los partidos políticos en España, de forma voluntaria, procedan a efectuar más pronto que tarde un harakiri institucional, bien como gesto de honor en lugar de caer en manos del enemigo (una mayor desafección aún de la ciudadanía hacia sus instituciones) bien como forma de pena capital por las serias ofensas cometidas contra sus conciudadanos y haber incurrido en su propia deshonra como principales herramientas de participación política en una democracia ante la insoportable cantidad y “calidad” de escándalos de corrupción política en los que están inmersos (aunque unos más que otros, no todos son iguales).

Con esta propuesta no se está afirmando que los partidos políticos no sean necesarios, al contrario, quizás sea la época en la que más se necesitan los partidos y la política, así como otras formas de participación, ante los retos que el siglo XXI nos está planteando como la creciente precarización de las condiciones laborales, la desigualdad y la pobreza o la necesidad de articular respuestas políticas ante los nuevos fenómenos sociales y económicos que plantea la globalización y la superación de las fronteras estatales en los procesos de toma de decisiones que afectan a la vida de millones de ciudadanos.

Sin embargo, la configuración constitucional de los partidos políticos en España durante el proceso constituyente tuvo como objetivo romper la asociación que el franquismo hizo entre democracia e inestabilidad política, lo que motivó una concepción del ejercicio de la participación política excesivamente institucionalista precisamente para conseguir la identificación de la democracia con estabilidad política y ello derivó en el desarrollo de un Estado de partidos, en una partidocracia que ha acabado dominando amplios espacios de poder públicos hasta el punto de confundir que todo lo público es político y comprometer el principio de división de poderes, considerando, a su vez, con demasiada elasticidad el concepto de democracia, porque ¿hasta qué punto es democrático que al vencedor de unas elecciones le asista el derecho de disponer libremente de los puestos directivos superiores e intermedios de las Administraciones Públicas, si estos no son representantes de la ciudadanía sino responsables de la gestión pública y de implementar decisiones políticas? y ¿cómo es posible que critiquemos la falta de democracia interna de los partidos y al mismos tiempo no nos demos cuenta de que la forma de provisión de los puestos directivos de las Administraciones Públicas no son más que el traslado de prácticas clientelares de los partidos políticos hacia éstas?

Al contrario que han hecho otras administraciones públicas de nuestro entorno, en España como consecuencia del proceso complejo de formación de las Administraciones Públicas tenemos un modelo de dirección pública politizado, especialmente significativo en el ámbito autonómico y local, tanto en la dirección pública superior, referida a los altos cargos, como a la dirección pública intermedia en el que el sistema predominante es la libre designación o el contrato de alta dirección en la Administración instrumental o entidades del sector público, a pesar de la, cada vez más frecuente, evidencia empírica según la cual la configuración de una dirección pública profesional es esencial para combatir la corrupción y el clientelismo.

Como ya han señalado algunos autores (Lapuente), los países con burocracias más profesionales, como Nueva Zelanda, Noruega o Suecia, donde los empleados públicos, a pesar de carecer de oposiciones y de un régimen laboral especial, son reclutados de forma meritocrática en base a entrevistas o análisis curriculares, pero de forma despolitizada, presentan niveles de corrupción significativamente menores que los países con administraciones menos profesionalizadas o, lo que es lo mismo en este caso, más politizadas, como en el caso de España. Por lo que no es de extrañar la posición de privilegio que estos países ocupan en los rankings de Transparencia Internacional sobre corrupción política.

Dado que el ejercicio del poder público siempre conlleva la posibilidad de abuso y de arbitrariedad, la única manera posible de minimizar el riesgo de abuso reside en que aquellos que deben trabajar y tomar decisiones juntos (políticos y funcionarios) tengan intereses distintos. Eso es lo que ocurre en aquellas administraciones donde las carreras (o los intereses) de políticos y empleados públicos están claramente separados.

Algunos podrán pensar que esta es una propuesta corporativista que se enmarca en la tradicional lucha de legitimidades política y burocrática, pero no es este el caso. No propongo un modelo funcionarial de dirección pública profesional como el que existe en el ámbito de la Administración General del Estado, basado igualmente en la discrecionalidad más absoluta, que sólo de manera formal reconoce el mérito y capacidad y que finalmente supone el gobierno de unas élites funcionariales. Ha de abordarse una verdadera reforma de la dirección pública de nivel superior e intermedio en el sentido de la realizada por otros países tan cercanos como Portugal (no hace falta ir, sino quieren, a países con tradiciones administrativas tan dispares a la nuestra como Dinamarca). Nuestro país vecino ha conseguido la implantación de la Comisión de Reclutamiento y Selección para la Administración Pública, que introduce la meritocracia en todos los niveles territoriales de su estructura administrativa para la provisión de los puestos directivos de nivel superior e intermedio, y en el que no es condición ni requisito necesario para ocupar un puesto directivo ser empleado público. Este órgano tiene prohibido recibir y solicitar orientaciones a los miembros del gobierno estando dotado de autonomía funcional y jerárquica, lo que demuestra la nitida separación entre el poder ejecutivo y la Comisión.

Este tipo de soluciones institucionales deben ser una exigencia ciudadana de lucha contra la corrupción y paradójicamente deben ser los propios partidos políticos, tanto los tradicionales como los nuevos, a los que les corresponde en este momento histórico realizar un esfuerzo de generosidad (harakiri) institucional y permitir la despolitización de las instituciones públicas, y de entre ellas, de las administraciones públicas, resituando su posición institucional.

Siempre se ha dicho que ganar las elecciones no debe suponer un cheque en blanco para que el partido gobernante de unas elecciones haga lo que le venga en gana, pues bien, ganar unas elecciones tampoco debería ser patente de corso para disponer de los puestos de dirección pública de nivel superior o intermedia atendiendo a meros repartos de poder trasladado de las prácticas clientelares de los partidos políticos, eso no es democracia, es clientelismo puro y duro. De seguir con el esquema institucional vigente y no desarrollar reformas de calado institucional, la probabilidad de que volvamos a sufrir en los próximos diez años nuevos escándalos de corrupción e ingentes cantidades de dinero público perdidas por el sumidero de nuestra frágil democracia, aumentarán considerablemente.

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Luis Fernández Caballero Lamana es socio de infoLibre

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