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La ambigüedad de la socialdemocracia

Javier Paniagua

El PSOE es un partido ambiguo, como todos los socialdemócratas europeos. Virando entre revolución y reforma. Se evidenció más claramente desde la dictadura de Primo de Rivera cuando Largo Caballero, el líder de la UGT, aceptó formar parte del Consejo de Estado con el argumento de que eran los propios obreros quién lo habían elegido como representante del Consejo de Trabajo, organismo que sustituyó al Instituto de Reformas Sociales. Es decir, aquel líder de profesión estuquista, que dirigió la central sindical socialista hasta entrada la Guerra Civil, fue considerado el representante del ala izquierdista del socialismo español a quien los comunistas tildaron de “Lenin español” con la esperanza que de acuerdo con la resolución del VII congreso de la Internacional Comunista de 1935 se debería ir hacia la unidad orgánica de socialistas y comunistas. Se pasó de la consigna de “clase contra clase” y de tachar de socialfascistas a los partidos socialistas, por considerarlos colaboradores del fascismo, a defender los frente populares con la inclusión de todos los partidos demócratas contra el fascismo y propiciar la unidad de los partidos marxistas para alcanzar el socialismo, pero procurando ser hegemónicos en el control político. El Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), constituido en julio de 1936, fue la punta de lanza de un proceso que no tuvo en la Europa Occidental grandes seguidores. Y es que como otros partidos socialistas o socialdemócratas, que para el caso son términos homologables, se debatieron desde principios del siglo XX entre el revisionismo y el reformismo, que no son conceptos sinónimos. Desde la socialdemocracia alemana y austriaca comenzaron a cuestionarse las previsiones de Marx sobre el fin del capitalismo y la evolución de la clase obrera. No se discutía la lucha de clases ni la interpretación histórica del materialismo dialectico pero si el camino para alcanzar el socialismo ya que todos los obreros no estaban dispuestos a un proceso revolucionario, tenían una vida y querían mejoras sociales para él y su familia. La lucha socialista requería un camino más lento que culminaría después de arrancar conquistas parciales a los estados liberales. Y para ello habría que competir en los periodos electorales y obtener el máximo posible de representantes en los parlamentos. Se entraba entonces es una estrategia reformista que dejaba atrás la conquista violenta del poder sin que por ello se abandonara la lucha final que entonaba la Internacional.

Se podía ser reformista pero no revisionista del marxismo como Eduard Bernstein y más tarde Kausky desde Alemania o Max Adler u Otto Bauer desde el austromarxismo. Aunque menos, se podía ser revisionista sin ser reformista como Luis Araquistaín o Ramón Lamoneda en el PSOE que veían como inevitable el enfrentamiento radical con los poderes del capitalismo sin que creyeran en la estrategia evolutiva del reformismo. Lenin también fue un revisionista del marxismo y ello le llevó a romper con la socialdemocracia y contribuir a la formación de los Partidos Comunistas. Pero las cosas cambiaron después de la II Guerra Mundial con la expansión del estalinismo y la guerra fría. Los partidos socialdemócratas europeos, incluido los laboristas británicos, viraron hacía posiciones cada vez más revisionistas y reformistas sin que por ello despareciera de determinados círculos académicos y políticos interpretaciones marxistas de carácter revolucionario defensores de la lucha armada que incidió en países latinoamericanos, africanos y asiáticos pero poco en los Estados desarrollados de la Europa occidental aunque con algunos grupos que practicaron el terrorismo o el secuestro como método de sensibilización política o de reivindicación nacional en las décadas de los 70 y 80 del siglo XX como el IRA, ETA, las Brigadas Rojas italianas, el FRAP, los Grapos o la Fracción del Ejército Rojo alemán conocida por banda de Baader-Meinhof. La contribución al estado de bienestar y la aceptación de los mecanismo democrático así como la penetración de otras teorías distintas de Marx ampliaron su campo electoral ante otros sectores no estrictamente obreros. El símbolo fue el Congreso del SPD en Bad Godesberg donde desapreció la denominación marxista de origen.

El final de la Guerra Civil fue también para el PSOE una etapa de explosión de las rivalidades personales y de diferentes interpretaciones sobre la estrategia del partido en la contienda. Ya desde 1935 se atisbaba una profunda división interna entre los dirigentes socialistas. Largo Caballero fue presidente del gobierno de la II República al comienzo de la conflagración hasta mayo de 1937 y, después, la contradictoria figura de Juan Negrín, su sucesor en el gobierno, que acabaría expulsado del partido por la iniciativa de Indalecio Prieto quien controló el PSOE del exilio hasta su muerte en 1962 con la ayuda de los fondos del Vita, nombre del barco donde se concentraron las joyas y los tesoros cedidos o incautados durante la guerra y depositados en el Banco de México. La posguerra dejó un reguero de muertes a representantes socialistas en las instituciones: miles de fusilamientos recayeron sobre alcaldes, concejales, diputados o simpatizantes del PSOE, y en el exilio se vivió con la esperanza de una vuelta rápida al principio, cuando los aliados ganaron la guerra, o con el convencimiento de que la evolución de la sociedad española propiciara una democracia homologable a la de los países europeos por el contexto del Mercado común europeo. La dictadura se consumiría por sí misma y lo único que cabía esperar era su derrumbamiento desde su propio seno. Los socialistas no creen en el sacrificio de las generaciones y eso es un signo distintivo con los comunistas. Fomentar los movimientos de masas como pretendían los comunistas del PCE significaba para los viejos dirigentes del exilio un aumento de la represión y una pérdida inútil de elementos para la reconstrucción futura. El PCE creía que a él le correspondía la hegemonía de la izquierda española y no entendieron después de tanto sacrificio en el franquismo que el PSOE captara mayoritariamente el electorado de izquierdas. Rodolfo Llopis desde Toulouse se opuso a que la ejecutiva del PSOE estuviera en el interior de España mientras Franco se mantuviera en el poder. Pretendía que los dirigentes del exilio representaran el hilo conductor con el pasado y el aval para la reconstrucción del partido. Sin embargo, los jóvenes que presionaban desde el interior poco sabían de la organización ni de la historia del socialismo español. Ellos, y algunos viejos militantes del interior, no estaban dispuestos a esperar que todo cayera como fruta madura. Tenían una cultura más oral que lectora de los textos clásicos o modernos del socialismo y la clandestinidad provocaba entre los antiguos militantes una autocontención que hacía difícil una comunicación fluida de análisis y propuestas. Con la Transición personas de procedencias ideológicas distintas, desde cristianos, anarcosindicalistas, hasta trotskistas y marxistas no identificados con el PCE, vieron en el PSOE una plataforma para la actividad política. El PCE intentó adaptarse con el eurocomunismo en un viraje a posiciones socialdemócratas radicales a medida que el modelo soviético perdía fuerza, pero aun así no consiguió alcanzar ni superar al PSOE. De hecho, algunos dirigentes como Julio Anguita, enclavado en la plataforma de Izquierda Unida promovida por el PCE, interpretaron que la Historia se había equivocado porque eran los comunistas quienes se merecían el primer puesto de la izquierda habida cuenta de sus méritos antifranquistas aplicando un marxismo vulgar en el que la historia tiene un fin determinado diseñado por el partido “auténtico” de la clase obrera.

Los líderes socialistas que se hicieron cargo del partido a partir de 1974 tuvieron que recorrer en pocos años lo que la socialdemocracia europea había hecho en 40, y en medio de una reestructuración constitucional del Estado español. Y entre 1976 y 2016 han ido configurando, en el gobierno y la oposición, un partido adaptado a las circunstancias sociales, económicas y políticas, ampliando su implantación electoral. Pero la estabilidad nunca es eterna y a medida que se cubrían las prestaciones sociales y se socializaba los comportamientos democráticos el PSOE fue disminuyendo su capacidad de convocatoria ante unas nuevas generaciones golpeadas por la crisis. Además aparecieron nuevas formaciones políticas que consideraron que los socialistas había perdido el fuelle reivindicativo. Pero tampoco tenían claro cómo abordar los problemas de la estructura del Estado autonómico, configurado en 1978, que de nuevo resurgió como problema secular con el movimiento independentista catalán. Aludió al federalismo sin saber a qué modelo federal se remitía porque el termino no es univoco y son los varios modelos que se atribuyen su nominación, desde EEUU, Canadá, Alemania hasta Venezuela y las islas Comores. Sánchez se erigía en representante de todos los militantes del PSOE por encima de la estructura autonómica, estaba convencido de que el global de la militancia le había otorgado el liderazgo después de competir en unas primarias en 2014 y ser ratificado en un congreso. Ése era su principal aval para dirigir la estrategia política, basándose en la autoridad que le daban los votos, y desde esa perspectiva entendía que debía encauzar los pactos con otras fuerzas políticas puesto que el Comité Federal le había señalado el no a Rajoy al tiempo que muchos representantes socialistas afirmaban la gran inconveniencia de unas terceras elecciones. Sin embargo, los secretarios generales de la mayoría de las Autonomías no entendían que Sánchez realizara sus contactos sin contar con ellos. Consideraban que los militantes también eran suyos y que en la España actual el poder se pacta, sobre todo cuando los resultados electorales son malos.

Javier Paniagua es historiador y socio de infoLibre

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