Librepensadores

¿Problemas en la Secundaria?

Joan Daniel Oliver

Soy profesor desde hace más de treinta años en un instituto público de Educación Secundaria y confieso que no tengo la solución para el problema de la educación en España. Es más, ni siquiera sé si existe tal problema. Si la educación en España funcionara tan mal, entonces la afirmación de que los jóvenes españoles son la generación mejor preparada sería falsa. ¿En qué quedamos?

Tal vez una clave para poder empezar a entendernos podría ser asumir que la educación en España es manifiestamente mejorable y que tiene problemas concretos que requieren soluciones particulares (y urgentes). Quizás sería conveniente huir de las grandes reformas de todo un sistema educativo que al final no suelen cambiar nada y centrarnos en buscar solución para problemas reales y concretos.

En cambio sí que tengo la sensación de que el sistema educativo funciona peor que cuando empecé y que muchas de las soluciones propuestas desde entonces para mejorar el sistema no han hecho más que empeorar la situación o como mí­nimo generar malestar docente€.

No es mi intención hacer un examen exhaustivo de los múltiples problemas educativos, sino plantear cómo se ha llegado a esta especie de desánimo general que invade al sector educativo (en particular en Secundaria) y que repercute inevitablemente en la calidad educativa. Para ello es conveniente hacer algo de historia.

Cuando empecé a trabajar de profesor, la enseñanza era obligatoria hasta los 14 años y se impartí­a en los colegios de EGB. Después el alumno podía optar por abandonar sus estudios o bien continuarlos yendo al instituto donde harí­a BUP y COU o matricularse en un centro de Formación Profesional. Yo mismo fui alumno de EGB y BUP. Ir al instituido significaba, por lo general, prepararse para la universidad. En cambio, optar por la Formación Profesional, aunque también permitiera acceder a carreras universitarias, posibilitaba acceder más temprano al mercado laboral con mejor preparación que aquel que hubiera abandonado a los 14 años. El sistema tendría sus inconvenientes pero por lo menos al alumno resultaba sencillo elegir la ví­a que debía seguir en función de lo que quisiera ser en el futuro y el profesor tení­a claro el tipo de alumno que tenía delante.

Corrían entonces tiempos con más ilusión, acabábamos de incorporarnos a Europa y nos exigían cambios. Uno de ellos, muy importante, fue que se aumentara hasta los 16 años la enseñanza obligatoria.

Lo lógico hubiera sido potenciar, prestigiar y modernizar la Formación Profesional. Primero para que absorbiera a ese alumnado no escolarizado de 14 a 16 años, mal formado y que aún no podía todavía trabajar legalmente. Y segundo para que nos fuéramos adaptando lo más rápidamente posible a la revolución tecnológica digital que venía pidiendo paso. Al mismo tiempo se hubiera tenido que diseñar cursos puente que permitieran el trasvase del alumnado entre FP y Bachillerato que contrarrestara su prematuro encasillamiento.

Imagino que en ese momento alguien debió de echar cuentas y llegó a la conclusión de que era más barato abrir un aula con una pizarra que montar un taller de informática (por ejemplo). Que también era más fácil y barato disponer de profesores de matemáticas, lengua o historia... que formar nuevo profesorado para que atendiera al alumnado en esa moderna FP que se avecinaba. Si añadimos que el prestigio político que daría hacer una nueva y total Reforma Educativa sería muy superior al de potenciar lo que había, que además era franquista, entonces no había discusión: harí­an una Reforma. Y se hizo la LOGSE.

No me centraré en toda la jerga pedagógico-indescifrable que utilizaron para convencernos de su bondad y que daría material para varios libros de humor negro sino en tres de los cambios que se produjeron, que sobre el papel parecían buenos (incluso alguno de ellos necesario como el aumento de la edad obligatoria de escolarización) pero que, como el paso del tiempo demostró, no fueron inocuos.

Estos cambios fueron: la escolarización obligatoria hasta los 16 años, el traslado desde los colegios a los institutos del alumnado entre 12-14 años y la eliminación de la formación profesional entre 14 y 16 años. Era la ESO.

No sé que mente privilegiada pudo llegar a la conclusión de que lo más adecuado para el tipo de alumnos que abandonaba la escuela a una edad temprana (antes incluso de los 14) y para los alumnos que elegían la formación profesional a esa misma edad (en muchas ocasiones porque no les gustaba estudiar) era darles dos tazas de la misma medicina que habían rechazadomedicina. No solo continuarí­an en la escuela hasta los 16 años sino que además su formación basaría sus líneas maestras en aquello que se estaba haciendo en ese momento en BUP, es decir, pizarra, con la incorporación de alguna asignatura de FP por disimular y para que la reforma pareciese algo totalmente nuevo e innovador. Tampoco es el momento de reflexionar sobre los €œprofundos cambios€ que se produjeron en los diseños curriculares como consecuencia de la reforma. Baste decir que en más de 30 años de docencia se me sigue exigiendo impartir prácticamente lo mismo, aunque más repetido y peor distribuido.

Pero volvamos a lo nuestro. Estos cambios condujeron a que convivieran en una misma aula alumnos que calentaban asiento, esperando a que el tiempo pasara para cumplir los 16 años y marcharse, con otros que tení­an hambre de aprender. La enorme desigualdad que se generó, tanto académica como de interés por parte de un alumnado en plena adolescencia, convirtió las aulas en muchas ocasiones en una especie de bombas de relojerí­a siempre a punto de estallar, que generaba tensión y desánimo en un profesorado que encima no veí­a resultados académicos acordes a los esfuerzos que estaba empleando. Y como solución la administración proponí­a las adaptaciones curriculares (enseñanza a la carta) o que aprendiéramos a motivar a los alumnos. En resumen, si los alumnos no estudiaban, no era porque hubiera alumnos a los que no les gustaba estudiar o porque no les interesaba lo que el sistema proponía que estudiaran, sino que eran los profesores los que fallábamos porque no estábamos preparados para motivarlos. Nos faltaba (o habíamos perdido) la profesionalidad.

Además la llegada masiva de estudiantes inmigrantes, algo indudablemente enriquecedor desde el punto de vista cultural, complicó el día a días, ya que solían llegar con dificultades idiomáticas o con un nivel académico bajo. Muchos de estos alumnos coparon las clases de compensatoria o de diversificación, que actuaban como una especie de válvulas de escape que disimulaban los fallos del sistema y que, por cierto, fueron las primeras en ser eliminadas cuando empezaron esos recortes que según nuestras autoridades nunca sucedieron.

Para acabarlo de arreglar, se sacó a los alumnos entre 12-14 años de los colegios y se los puso en los institutos.

De pronto los institutos cambiaron: de ser centros en los que un alumno entraba voluntariamente (desde el punto de vista legal) con 14 años, en los que el trato con sus compañeros de otros cursos superiores y con sus profesores les hací­a sentirse mayores estimulándoles a madurar y a ser más responsables; pasaron a ser centros en los que se entraba con 12 años, una edad en la que todavía los profesores los debíamos vigilar y controlar y en los que iban a permanecer por obligación como mí­nimo hasta los 16. Creo que para que a alguien se le exija responsabilidad, primero tiene que sentirse libre y aunque los alumnos a estas edades no puedan hacer un discurso razonado sobre la relación entre la libertad y la responsabilidad, lo intuyen perfectamente. ¿Qué necesidad tení­an de esforzarse en ser responsables si no se sentí­an libres? Además, como la educación obligatoria era hasta los 16 años, este control se extendió hasta esa edad. Es decir, infantilizamos al alumnado y por extensión a todo el instituto.

Y encima, desde el punto de vista académico, todo fue a peor. Para evitar que alumnos mayores, multirrepetidores, coincidieran con alumnos más pequeños en la misma aula se les promocionaba automáticamente al siguiente curso, por lo que un repetidor sabía que no haciendo absolutamente nada iba a promocionar mientras el resto de sus compañeros, si querían pasar de curso, tendrían que estudiar. Todo muy ejemplarizante y educativo: se premiaba no hacer nada.

A partir de la instauración de la ESO, los profesores, que mayoritariamente nos oponíamos a esa reforma, tuvimos que reciclarnos: no solo impartirí­amos nuestra(s) asignatura(s) sino que además nos convertirí­amos en vigilantes para evitar que se pelearan, en burócratas para controlar su asistencia, en psicólogos y asesores de familia para atender a los padres... No es de extrañar entonces nuestro desánimo, que encima me temo que íbamos contagiándolo a los profesores más jóvenes.

Las posteriores reformas creo que fueron parches que no alteraron sustancialmente la LOGSE y esta última está muerta antes de nacer por lo que no merecen aquí­ comentarios.

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Insisto, no tengo la solución para los múltiples problemas educativos de España, pero creo que el infantilismo, generado por la LOGSE, que se incuba en Secundaria y que incluso llega a la universidad es un problema que por lo menos tendrí­a que plantearse.

Por último, una reflexión: hoy la mayoría de los institutos de Secundaria tienen las puertas cerradas cuando antes de la LOGSE estaban abiertas. Si uno de los objetivos de la educación es la de formar ciudadanos para que sean más libres y responsables ¿no resulta eso triste y contradictorio?

Joan Daniel Oliver es socio de infoLibre

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