De acuerdo con las estadísticas de Eurostat, España era, al final de la pasada década,
el país de la UE con más viviendas por habitante. Traducida en términos económicos, nuestra pasión por el ladrillo hace que el peso porcentual medio de los activos inmobiliarios en la riqueza de los hogares españoles sea del 80,1 %, y que esta relación
llegue a superar el 90% si nos circunscribimos a la sufrida clase media (Patrimonio inmobiliario y balance nacional de la economía española, Naredo-Carpintero-Marcos; Funcas, 2008).
A primera vista, podríamos pensar que el tremendo peso de los activos inmobiliarios en la economía española se debe únicamente a nuestra
especialización turística, o al frenesí constructor de la década prodigiosa, pero los censos del INE apuntan, además, a otros motivos de tipo cultural relacionados con las migraciones interiores de 1955-1975, la
nostalgia de lo rural, la costumbre de afirmar nuestra identidad vallando un pedazo de tierra o la escasa cultura financiera de los españoles.
En efecto, en los pequeños municipios demográficamente regresivos del interior peninsular a los que en adelante nos referiremos como la España vacía
se concentra más de un millón de viviendas declaradas como secundarias, una cifra comparable a la de la totalidad de los municipios costeros del país si excluimos las grandes ciudades. En la provincia de
Ávila, por ejemplo, hay
tantas viviendas como habitantes, y si excluimos la capital las primeras superan ampliamente a los segundos. Expresado en superficie construida, en el ámbito rural de esta misma provincia existen más de 200 m2 de vivienda por habitante, la mayor parte construidas en los últimos 50 años.
Una parte de este inmenso patrimonio residencial infrautilizado está constituido por las
viviendas familiares de los antiguos emigrantes heredadas por unos hijos que nacieron allí y desean mantener la relación con el terruño, pero en la España vacía no solo se mantiene el patrimonio familiar, también se han construido y se siguen construyendo muchas viviendas. Siguiendo con el ejemplo de la provincia de Ávila, su número se ha triplicado desde el comienzo de las migraciones, aunque en este mismo periodo haya perdido la tercera parte de su población original. Ante hechos como estos, lo que debemos empezar a preguntarnos es
qué pasará cuando nuestros hijos tengan que asumir la herencia envenenada de sus abuelos y de sus padres. Parafraseando a Muñoz Molina, estamos asistiendo al
derrumbe de todo lo que era sólido, y desgraciadamente, las viviendas en el pueblo de nuestros padres también se van a derrumbar. Sencillamente, es casi seguro que la siguiente generación no va a poder mantenerlas, utilizarlas, ni rentabilizarlas de ninguna manera.
Hasta ahora, la actitud más extendida entre los escasos habitantes permanentes de la España vacía y en consecuencia entre sus representantes locales ha sido favorecer la construcción, probablemente porque tenemos tendencia a pensar que cualquier actividad es intrínsecamente buena, crea puestos de trabajo y evita la despoblación, y sobre todo porque la venta de suelo edificable y la construcción se han convertido en las únicas actividades aparentemente rentables en un territorio que parece no tener otros recursos. Los hijos de los antiguos emigrantes no quieren perder el contacto con el pueblo de su infancia, y probablemente piensan que
la vivienda en propiedad sigue siendo la mejor opción para el ahorro familiar, así que se han convertido, junto a los distintos subsidios, en la principal fuente de ingresos de los residentes, aunque no sabemos cuánto durarán ni unos ni otros. Los representantes autonómicos se juegan pocos votos en la España vacía, y se limitan a atender con cuentagotas las insistentes demandas de infraestructuras y servicios de los vecinos, porque no quieren ser acusados de discriminar al siempre desfavorecido medio rural, y los intelectuales y periodistas se lamentan sin cesar del estado de abandono de nuestros pueblos alimentando las actitudes paternalistas de las instituciones y la nostalgia de los posibles compradores que sigue manteniendo viva la llama constructora. Hasta aquí la somera descripción de los hechos y actitudes que podrían estar contribuyendo al deterioro irreversible del medio rural mientras enterramos en cemento y ladrillo nuestras ilusiones y nuestro dinero.
La
España vacía tiene un futuro, pero no se alcanzará construyendo más viviendas sino todo lo contrario, los
excesos inmobiliarios ya son uno de los principales problemas con los que se enfrentan comarcas enteras. La construcción es pan para hoy (o para ayer) y hambre para mañana. Tampoco debemos obsesionarnos con la despoblación. No tiene sentido tratar de detenerla ni mucho menos incentivar artificialmente la llegada de nuevos residentes. El inmenso espacio vacío de la España interior encontrará un nuevo equilibrio conforme vayan evolucionando nuestros hábitos culturales, los medios de comunicación y de intercambio, las necesidades de movilidad personal, la forma de prestar los servicios públicos, la distribución de mercancías etc. En algunos lugares ya se está invirtiendo la tendencia demográfica y el fenómeno se extenderá, pero llegue cuando llegue, lo que es seguro es que
los nuevos residentes no ocuparán las viviendas construidas durante los últimos 50 años, y evitarán las áreas más afectadas por el exceso inmobiliario.
Llegados a este punto y centrándonos en el tema que da título a este artículo,
¿qué podemos hacer para corregir este exceso? No soy partidario de las prohibiciones expresas salvo en ámbitos espacialmente limitados de alto valor ambiental o cultural, especialmente si tenemos en cuenta que el interés a corto plazo de los actuales residentes y de sus representantes locales suele ser vender suelo y construir, y que las instituciones autonómicas ni tienen intereses electorales ni medios de control suficientes para hacer efectivas prohibiciones masivas. En mi opinión se trata de un problema fundamentalmente cultural que debe combatirse con medios culturales, es decir, debates, divulgación, buenas prácticas y educación a todos los niveles. Por eso me he decidido a escribir sobre este tema. No habríamos llegado a esta situación si los españoles hubiéramos sido capaces de
disfrutar de la naturaleza y del encanto del mundo rural sin necesidad de poseer un pedazo de tierra con una casa, o si hubiéramos tenido una cultura financiera más propia del siglo XXI que de los indianos.
Tomás Marín es arquitecto, técnico urbanista y socio de
infoLibre
Para concluir mi comentario anterior quiero añadir, en primer lugar, una aclaración: la mayoría de los habitantes rurales vivimos con los ingresos de una pensión, otros con los ingresos de su trabajo, pero no con un subsidio y en segundo lugar unas preguntas: ¿no cree que la herencia que tienen los jóvenes de hoy está mucho más envenenada por la herencia que reciben como consecuencia de la crisis económica que por la fiebre constructora de sus abuelos y sus padres que nada tiene que ver con la crisis?; ¿la España vacía tiene un futuro? ¿Ese futuro se construirá con debates, educación, etc. si los responsables del país siguen ignorándola y maltratándola como ha ocurrido desde los días del caudillo, que prometió redimirla, hasta hoy?: ¿habrá que esperar a que nuestras casas nuevas se derrumben para sumarse a los escombros de la infinidad de ruinas que ya existen en las zonas rurales? Y para concluir definitivamente ¿por qué no se comienza a pensar que existe un potencial económico y humano en esa España vacía que se está desaprovechando por la incapacidad de nuestros dirigentes políticos cortaplacistas y obtusos?
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Son muchas presguntas, pero intentaré responderlas. 1.-Naturalmente, no creo que el problema descrito en el artículo sea el único ni el más grave con el que van a tener que enfrentarse las nuevas generaciones, pero es un problema que no todo el mundo reconoce como tal, y éste es el primer paso para corregir el rumbo. Por eso hablo de él.2.- La España vacía tiene recursos y futuro, y a mi modo de ver ese futuro dependerá más de nosotros, de la sociedad civil, que de los "responsables del pais". Esta afirmación podría aplicarse a la mayoría de nuestros problemas colectivos, pero quizas estemos entrando en una cuestión que merezca otros artículos y debates más ámplios. 3.- No hay que esperar para empezar a actuar, se actúa todos los dias, pero si queremos que nuestras acciones tengan sentido tambien es imprescindible discutir todos los días sobre la naturaleza de los problemas para ir corrigiendo el rumbo, y es posible que en este momento no estemos de acuerdo, precisamente, sobre naturaleza del problema. Yo creo que las viviendas construidas durante los últimos 50 años en la España vacía no van a facilitar el aprovechamiento de los recursos rurales en el futuro, sino todo lo contrario.
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Estoy totalmente de acuerdo en que es imprescindible poner el problema sobre la mesa y comenzar a actuar, analizar y discutirlo. Iniciativas como las de Teruel existe, Soria Ya o el Instituto Celtiberia de Investigación y Desarrollo Rural o libros como el de Sergio del Molino o Paco Cerdáhan comenzado a desempolvar el problema, pero como señala Sergio del Molino una parte de la población del país se siente al margen de la marcha de ese país porque sus problemas suenan extranísimos en el conjunto de la sociedad y nunca aparecen en el orden del día. También señala que quizá desde Madrid y desde las grandes ciudades no se perciba como tal, pero en términos demográficos la estructura actual de España es poco deseable. Es necesario sacar a la luz un problema que o no se ve o se ve y se quiere ignorar. Y los medios de comunicación son imprescimdibles en esa tarea. Por eso yo le agradecía su artículo, pero como puede comprobar, el eco que estos temas tienen en los lectores es marginal., tanto en este como en otro publicado ya hace tiempo, La muerte es una (mala) decisión pública que aún se puede leer en los Blogs Temáticos de Infolibre. Por eso le reitero mi agradecimiento y volveré a pedir al director de Inbolibre que no sigan ingorandonos, aunque tengan que dedicar un poco menos de espacio a los líos internos de los partidos políticos.
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