Librepensadores

En caso de incendio, utilice las escaleras

Javier González Caballero

Entra en el ascensor y me saluda con una sonrisa de arrugas que da paso a un buenos días que de natural y llano no suena a repetido, a pesar de que lo ha sido quién sabe cuántas veces en lo que va de mañana. Se queda encorvado, con el dedo listo para pulsar el botón que busca, los ojos entrecerrados, como haciendo un esfuerzo por enfocar. Después de un rato, ya iniciado el movimiento, no llega a pulsar ninguno de los botones. Va donde yo voy.

- Algunos tienen el cero, pero éste resulta que pone PB. Y otras veces pone sólo una B o una L.

Le doy la razón y cruzamos dos o tres palabras más para rellenar el tiempo que transcurre durante nuestro trayecto vertical. Añade, a la vez que salimos:

- Mientras no ponga PC, ¿verdad? – y junta el índice y el pulgar de su mano mientras la mueve de izquierda a derecha, describiendo un arco, como señalando las dos letras grabadas en el aire, una pausa entre una y otra –. Puta Calle.

Reímos.

Ya fuera, junto a su furgoneta de reparto, me cuenta cómo en otra empresa en la que estuvo entregando unos paquetes hacía sólo un par de semanas, desfilaron 17. Llegaron un lunes pensando que iban a trabajar, pero se encontraron con cartas de finiquito. «Muchas gracias por todo, le llegará el ingreso a su cuenta». Simula dar la mano a uno de los 17. Añade que por eso los lunes no son malos ni tristes, sino que son los días en los que puedes alegrarte al comprobar que tu semana vuelve a empezar teniendo trabajo. Las gafas se le escurren cada tres palabras, y cada seis se las coloca.

- Pero claro, si hay una máquina que hace lo que 17 trabajadores, pues fuera todos, ¿no? Y a ver quién te va a comprar los tornillos luego, hijo de puta.

Su tono ha pasado a ser tenso. Ese «hijo de puta» no encaja en su discurso tranquilo, incluso burlón hasta ahora, que se desvanece y que modifica de manera repentina su estado de ánimo enturbiándolo, ya sin vuelta atrás porque se han activado en su cabeza los resortes de la excitación y se han desencadenado vete tú a saber qué conexiones lógicas de tal manera que, en mitad de su disertación, y como nexo discursivo, sentencia con aplomo: «Como ahora en Cataluña».

Se conjura así el eclipse. Se detiene la lógica circunstancial por la que iba transitando su verborrea. Ya no habla más del paro, ni de los despidos. Ya no sonríe, ni tiene interés en desarrollar el anterior tema, ni en conversar, ni en mi presencia. Ya no hace más bromas. Le veo subirse y bajarse las gafas una y otra vez, y su voz se va haciendo cada vez menos audible para mí, como si bajase el volumen de la televisión, hasta que desaparece, y ya sólo veo a una persona que gesticula y recita versos del credo de la verdad revelada. El diálogo se transforma en monólogo, y el fanatismo lo espolea.

Sé de que habla, y mientras lo hace, me pregunto si otros asuntos le merecieron la misma indignación y le movieron con el mismo ímpetu a la vehemencia y a la acción, si los recortes de nuestros derechos en sanidad o en educación, de nuestras prestaciones sociales, de nuestros salarios, del cuidado a los dependientes, fueron motivos suficientes para abultar las venas de su cuello al menos en la misma medida en que lo hacen ahora, y si latieron con igual pasión.

Sé de quién habla, y pienso en la legitimidad para escudarse en el respeto a la legalidad de los que se la saltaron hasta el punto de haber podrido hasta la cesta donde colocaban sus manzanas, a partes iguales incompetentes e irresponsables, Gobierno y Govern, que se miran a los ojos y se reconocen como iguales, ambos encantados de la cobertura mutua frente al fuego adverso, parásitos recíprocos con una mano levantada para abofetearse, y la otra por debajo del mantel, en la rodilla del contrario.

Sé lo que le exalta, y me pregunto entonces bajo la defensa de qué nación en concreto se pusieron los derechos de cobro de los bancos por encima de los derechos sociales de las personas que forman esa nación, y en qué momento la Constitución perdió su sacralidad en favor de la de las instituciones financieras, haciendo que de intocable pasase a manoseada.

Sé también de qué no habla. Sé que no habla ni de las amnistías ni de los paraísos fiscales, ni de los impuestos que pagan las grandes empresas, todos compatibles con nuestras leyes. Sé que no habla sobre urnas democráticas, pero a la vez sé que no contrapone al menos la duda de si cabe en el Estado todo lo que significa la democracia, o si irremediablemente se desparrama más allá de sus límites. Sé que no habla de la necesidad de enemigos que tienen los nacionalismos.

Y sé que cuando habla de enemigos, habla de violencia, y lo hace en términos de causa y efecto, de coger y después pedir permiso, sin importarle que esa violencia quite la razón a quien la ejerce en la misma medida en que no se la dé a quien no la tiene, tan inútil es. O tan útil, si lo que se persigue es avivar el soplo de fuerza del relato victimista de la represión, que gana altura a costa de la renuncia al pensamiento crítico, aupado por el empuje de la ineptitud de los grilletes preventivos y de la ineficacia de los golpes al pueblo desarmado, símbolos y coartadas perfectas con pretensiones de cheque en blanco.

Imagino entonces que volvemos al ascensor, que todos estamos en el mismo ascensor y que eso no significa que queramos ir al mismo piso, aunque lo compartamos con el fin común de movernos, y que nos moveremos juntos, sin contemplar la posibilidad de que al abrirse las puertas nos demos cuenta, demasiado tarde, de estar todos en el subsuelo. O quizá en la PC.

Pienso estas cosas, pero no digo nada. Vuelvo a subir el volumen de su voz, que ahora regresa nítida al final de una frase.

- ...porque yo tengo algunos años más que tú, y algunos se creen que aquí somos todos gilipollas.

Le tiendo la mano en señal de despedida, con ademán de dar la vuelta, y le digo:

- Me voy a comprar un bocadillo, que tengo que volver a mi sitio.

Me aprieta la mano, con aire satisfecho.

- Veo que nos hemos entendido. Un placer.

Javier González Caballero es socio de infoLibre

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