Librepensadores

¿Descuido generalizado o Estado fallido?

Amador Ramos Martos

“Es contrario a las buenas costumbres hacer callar a un necio, pero es una crueldad dejarle seguir hablando” (Benjamin Franklin)

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El pasado 18 de febrero, El País denunciaba en portada el golpe a las instituciones, achacable en exclusiva, según el diario, a las consecuencias del desafío soberanista en Cataluña. Sin hacer mención expresa en el texto, como corresponsables del deterioro institucional, a la crisis económica y la corrupción política.

Una denuncia precedida días antes por las declaraciones de Felipe González, durante una entrevista concedida a Telecinco, negando que en España haya corrupción política. Pero admitiendo sin el más mínimo rubor la existencia de lo que calificó de… un “descuido generalizado”.

Un eufemismo el del expresidente socialista –más le hubiera valido hacer un ejercicio de continencia verbal– fuera de lugar y absolutamente lamentable. Un insulto a la inteligencia de muchos ciudadanos, que añade a la presunta gravedad de la situación política española, la percepción de que en este país: o estamos metafóricamente “perdiendo el norte”, la vergüenza política o quizás ambas cosas.

Debe haber olvidado González en un descuido –nos ocurre a todos y más con los años– los  calificativos del juez Velasco considerando al PP como “organización criminal” y reconociendo lo más grave, las trabas por parte del gobierno a sus investigaciones. Una interferencia inexcusable entre poderes independientes que pone en riesgo la salud democrática de un Estado de derecho.

Las declaraciones del expresidente González –un oráculo político venido a menos en los últimos tiempos– vienen a confirmar de forma irrefutable que la degradación de las instituciones en España es más profunda de lo que la clase política intenta hacernos creer.

Un deterioro institucional que se ha ido gestando en la última década y que irrumpió como consecuencia de la “tormenta perfecta” desencadenada por la coincidencia de tres elementos: la brutal crisis económica, la procaz  corrupción política y el estallido de la crisis territorial provocada por el desafío secesionista en Cataluña. Pero, vayamos por partes.

Mucho me temo que asistimos al intento mediático, como hace El País, de cargar el grueso de la responsabilidad del deterioro democrático en España a la crisis territorial poniendo sordina a la económica y la corrupción. Un conflicto latente, pero abonado por el inmovilismo crónico de Mariano Rajoy en este asunto y ahora revitalizado con calculado tacticismo.

Un desencuentro anunciado, determinante del retorno por parte del PP a la reivindicación del nacionalismo español más centrípeto, menos inclusivo y más pata negra desde la Transición. La expresión de un modelo rancio de españolismo que creíamos definitivamente superado, y que el PP hundido en la corrupción, aprovechando la crisis territorial como coartada, trata de reivindicar y de imponer a nivel nacional.

Olvidando que el nacionalismo catalán –y el vasco– han sido  utilizados desde siempre paradójicamente por el bipartidismo tradicional, como socorrido comodín para garantizar bien su acceso al poder o la gobernabilidad del país. Eso sí, previo pago a los demandados para colaborar del justiprecio acordado –tras un proceso de diálogo y negociación… ¡política coño!– por los interesados demandantes de su respaldo parlamentario.

Mientras el diálogo y la negociación entre el Govern y el Gobierno –recurriendo a la imprescindible osmosis política– marcaron las relaciones entre los intereses encontrados de ambos, el soberanismo se mantuvo atemperado; y sin estridencias, la convivencia entre el crisol de gentilicios de sus ciudadanos.

Fue la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la modificación del Estatut en 2010, auspiciada por Rodríguez Zapatero y satanizada por Mariano Rajoy, primero como oposición y a renglón seguido como presidente del Gobierno, lo que puso el turbo a la reivindicación –hasta entonces de matiz nacionalista más o menos radical– del independentismo en Cataluña.

Una crisis territorial manejada de forma orquestada y perversa por el Govern y el Gobierno. En paralelo a la brutal crisis económica, y el destape judicial de los presuntos –algunos ya condenados– casos de corrupción protagonizados por partidos emblemáticos tanto en Cataluña como en el resto del Estado.

Fue en este escenario donde el independentismo catalán, intuyendo quizás la presunta debilidad del PP y asfixiados ambos por, según Felipe González, “sus descuidos generalizados”, intentó avanzar forzando el ritmo de los acontecimientos hacia la consecución última de la independencia. Confiando en un paso al frente por parte de Podemos y del siempre dubitativo y jacobino PSOE que permitiera forzar una salida política, la única posible y siempre vetada desde el inicio.

En marcha ya el conflicto, cada parte recurrió a la exaltación visceral de sus sentimientos identitarios nacionales. En realidad, una cortina de humo con el objetivo último de distraer la atención ciudadana de su incompetencia cuando no complicidad pasiva o activa en la crisis, y en la ocultación de los casos de corrupción, lo quiera admitir o no Felipe González.

Una crisis económica cuyos responsables directos e indirectos nos vendieron como imprevisible, consecuencia directa de la desregulación del poder económico, que rompió las costuras del imprescindible pero cada vez más laxo corsé del poder político.  Sin crisis económica, probablemente –a pesar de la corrupción y del conflicto territorial de bajo nivel hasta entonces– estaríamos hablando de otras cosas y en otro escenario, pero la tormenta perfecta consecuencia de la suma de los tres elementos finalmente... estalló.

Crisis global, aprovechada tanto por el Govern como por el Gobierno –sospechosa coincidencia en esta ocasión–, para aplicar con rigurosa saña neoliberal una batería de medidas económicas que contribuyeron a precarizar las condiciones laborales y económicas de muchos ciudadanos hasta límites inimaginables hace años.

Con el añadido de una legislación preventiva diseñada a la medida por el Gobierno del PP entonces con mayoría parlamentaria, la conocida como ley mordaza. Un ley orgánica aprobada, como viene siendo habitual en los últimos años, sin el consenso mayoritario social  imprescindible.

Una torpeza o abuso legislativo más del PP, con el objetivo mezquino de acallar la previsible respuesta ciudadana ante el asalto a sus derechos básicos. Ley denunciada a nivel nacional por el resto de partidos, y bloqueada desde hace más de un año en un Parlamento legislativamente mudo.

Muchos ciudadanos asistimos atónitos  a la sucesión de desencuentros creo que buscados y diseñados a priori entre el Govern y el Gobierno. Un grotesco y goyesco duelo político a bastonazos, que culminó con el fracaso de un procés judicializado en extremo desde sus inicios y donde la política –imprescindible– no hizo en ningún momento acto de presencia hasta la aplicación del artículo 155 por el Gobierno con el apoyo de Cs y el PSOE.

Por si no bastara con la crisis económica, los indicios de corrupción política, con el contubernio desvergonzado entre partidos políticos financiados ilegalmente por intereses económicos privados en beneficio exclusivo de ambos, devino en sospechas mas que fundadas de corrupción, tanto en Cataluña como en España.

Se inició entonces el rosario interminable de denuncias, ante la presunta promiscuidad entre el poder económico –el verdadero poder–  y el político –el subalterno de aquel– que cuajaron: primero en imputaciones, después en procesamientos y finalmente en condenas judiciales. Un goteo malayo de escándalos, sufrido con infinita, sorprendente y pacífica resignación por una ciudadanía estafada por su clase política.

¡Corrupción pura y dura!, le guste o no el término a Felipe González. La evidencia de la discordancia ética entre el discurso falsario de una parte nada despreciable de la clase política, y la realidad agobiante y precaria de gran parte de la ciudadanía. Una élite aquella parapetada tras el socorrido pero frágil recurso de la “presunción de inocencia” y, lo más grave, con el sectario y mafioso silencio cómplice, una omertá obscena dentro de los partidos. Consumados especialistas todos sus miembros en mirar hacia otro lado.

Un silencio partidista ante la corrupción que sumado a los interminables recursos legales, las sofisticadas tretas jurídicas, las intromisiones entre poderes…  dilatan los tiempos judiciales de los tribunales, que en ocasiones cuando dictan sentencia y prescrito el delito, la sentencia... no se cumple.

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Hay días en que lo mejor que pueden hacer algunos protagonistas políticos, estén en activo o en la reserva… ¡es callarse!

PD.:  Antonio, muchos blasillos de a pie, con las manos en los bolsillos y bufanda al viento, ateridos de frío, consternados y huérfanos de ti, nos preguntamos: ¿cómo vamos a sobrevivir entre tanta mierda sin tu refrescante y cotidiana viñeta? ¡Te queremos Fraguas! ________

Amador Ramos Martos es socio de infoLibre

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