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Librepensadores

El club de los interrumpidores

Manuel Jiménez Friaza

En la novela de Enrique Vila-Matas, Aire de Dylan, Vilnius Lancastre es hijo de un famoso escritor muerto recientemente, tiene desde pequeño un parecido, proverbial entre quienes lo conocen, con el cantante Bob Dylan y trabaja en un inaudito archivo general del fracaso. En su intento de zafarse de la memoria obsesiva de su padre (la novela es, entre muchas cosas, una versión muy personal, psicoanalítica y posmoderna de Hamlet) Vilnius comienza una conferencia larguísima –justamente en un congreso internacional sobre fracaso y fracasados– en la que pretende errar definitivamente, y matar del todo al padre, aburriendo hasta al último oyente que, en su correcta suposición, van a oírle sólo por la fama paterna, que han ido allí sólo movidos de una curiosidad morbosa por lo que pudiera contar el hijo. Pero, en contra de su intención primera, su monólogo narrativo-teatral mantiene la atención de un grupo irreductible de oyentes que aguanta hasta el final. Esto le hace cambiar de planes y por ello decide continuar el largo relato de los días que siguieron a la muerte de su padre en la librería Barnat de Barcelona, invitado por un grupo de lectores-oyentes que se llama a sí mismo el club de los interrumpidores.

Y, en efecto, lo son. Desde ese momento, Lancastre, cuyo fantasma paterno se le aparece de forma imprecisa, según confiesa, inyectándole, de forma aleatoria, recuerdos en su propia memoria, el largo relato verbal se convierte en un diálogo vivo gracias a las continuas y agudas intervenciones de los interrumpidores.

Dejo aquí la novela de Vila-Matas, para dejarme llevar por la sugestiva idea del club de los interrumpidores y usarla como metáfora y alegoría de este extraño oficio de dar clases. Empecemos por el iluminador universo de las etimologías.

«Interrumpir» (como «irrumpir», «prorrumpir», paro también «rutina») forma parte de la familia de «romper», del onomatopéyico «rumpere» latino. Todos (también «corromper», otro pariente verbal, de ahí las sensaciones violentas que producen los casos de corrupción) comparten el significado básico de corte violento o brusco; en un sentido físico en un principio, fracturar, quebrar alguna cosa, y figurado cuando esa ruptura se refiere al discurso hablado. Corte violento, inesperado ¿de qué? De un discurso. Otra familia fértil en la educación: «discurrir», «discurso», «ocurrencia», «curso» o «recurso»; siempre como un río o fluido «corriente» -la «rr» lo evoca-; un río, en su fluir continuo, monótono...

Se puede alegorizar, en este modo de meditación etimológica que propongo, el discurso o relato teatral, al modo de Vilnius Lancastre, del profesor frente a los cortes a destiempo, siempre llenos de premura, de ese club de interrumpidores que muchas veces es una clase. Pero entre el discurso y la interrupción aún podemos seguir explorando la lengua madre en busca de luz. «Leer» y «dialogar» vienen del verbo griego «légein», que en el antiguo dialecto homérico significaba, dentro del campo semántico de «recoger», pero en el contexto del campo, «recolectar». Es bonito e inspirador recrear el significado de leer como una recolección de frutos campesinos; «dialogar» sería, así, recolectar entre todos, como segadores recogiendo la cosecha.

Pero aún falta un paso para desarrollar y completar las sugerencias que pretendo con este texto. Falta rastrear otro verbo fundamental en la educación, a mitad de camino entre la «rutina» del discurso y la «interrupción», la recolección basta de la lectura y el diálogo, y la quiebra o corte violento cuando este no se produce. Tal es la discusión: «discutir» procede de «dis» (prefijo que siempre significa separación) y el verbo «quaetere» que, en su sentido más literal, alude a la acción de «sacudir», tal como hace un campesino para separar la raíz o la patata de las adherencias de tierra o hierbas, o tal como hacemos para desenredar varios ramos de cerezas o uvas enganchados entre sí.

En efecto, la labor del «legein» (leer, dialogar) nunca está completa sin el trabajo del «dis-quatere»: tras la recolección, que es siempre basta y masiva, hay que sacudir para separar lo confuso, para obtener el fruto limpio. Cuando se censura la discusión, o no se facilita, la única vía que se deja abierta a quien sufre la monodia recurrente del «currere» (el «curso», el «recurso», la «ocurrencia») es la potencia del «rumpere» (interrumpir, irrumpir, prorrumpir); una «rutina» que nace para detener otra: la corriente de la clase, «róon», en griego, «rumor», «curso», «decurso» y «discurso»...

La enseñanza, sobre todo sin el alivio necesario de la discusión, del sacudir tras la recolección y el diálogo, de aventar el grano, lleva implícita la «rutina» de la interrupción o corte, quiebra, fractura que es, por naturaleza, violenta. Negarnos a entender eso, como algo connatural a la comunicación mediante la lengua viva y espontánea –que por mucho que se quiera adormecer o atontar con tecnologías sustitutivas, surge (otro verbo de la familia) inevitablemente siempre– es, como le ocurre en la ficción de Vila-Matas a Vilnius Lancastre, condenar nuestro saber y hacer al fracaso, del que sólo nos libra, paradójicamente, la actividad contradictoria (y viva y ruidosa, por lo tanto; sólo la muerte no hace ruido) del club de los interrumpidores. ____________

Manuel Jiménez Friaza es socio de infoLibre

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