Librepensadores

La Segunda República

Thierry Precioso

No sé exactamente desde cuándo pero, hace ya algunos años, que encontraba que mi opinión acerca de la Segunda República española estaba bastante cristalizada, al menos en cuanto a lo esencial. Antes de escribir un pequeño texto sobre este acontecimiento he querido contrastar mi parecer leyendo un libro que tratara de este acontecimiento histórico desde un punto de vista favorable a la República pero a la vez con una distancia critica hacia los políticos republicanos. Ya he terminado La primera democracia española: La Segunda República, 1931-1936, del historiador hispanista estadounidense Stanley G. Payne. Este libro, publicado por primera vez en 1995, consta de 464 paginas. Aconsejo su lectura a todos los que están interesados en conocer con más detalle el desarrollo de la Segunda República.

En vez de emprender una acción de largo recorrido para aminorar el poder exorbitante de la Iglesia católica sobre la sociedad española, un sector de la clase dirigente de la Segunda República naciente creyó que podía eliminar de un plumazo el poderío eclesial prohibiendo la enseñanza católica y negando que el Estado ayudara para la paga de los curas. Gran parte de la opinión católica de entonces, que aceptaba ya una separación formal de la Iglesia y el Estado, se sintió agraviada por estas medidas incluidas en el articulo 26 de la nueva Constitución. Me sorprende esta política tan sectaria cuando la Segunda República tenía la posibilidad de ir restando poder de manera progresiva a la Iglesia a la vez de ir atrayendo hacia el republicanismo a la gran masa de católicos de condición modesta. El 9 de septiembre de 1931, Ortega y Gasset acusaba a las Cortes constituyentes de sectarismo y de radicalismo huero y el 6 de diciembre, cuando la Constitución se acercaba a su termino, pronunció en Madrid una conferencia en la que recalcó que “es preciso rescatar el perfil de la República. Lo que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas dolores, hayan bastado seis meses para que empiece a cundir por el país desazón, descontento, desanimo, en suma, tristeza”.

Ignoro si mi padre apoyó hasta el final esta delirante política anticatólica inspirada en primer termino por el arrogante Azaña. Lo que sí sé, es que esta política religiosa se convirtió en una maquinaria muy eficaz para fabricar cada vez más nacionalcatolicismo. Debido a este tremendo fallo, aun siendo globalmente positiva la política republicana del primer bienio reformista, estimo que el 10 de octubre de 1933 cuando se anunció la celebración de unas elecciones anticipadas para el 19 de noviembre, la probabilidad de supervivencia de la Segunda República a medio plazo ya no era del noventa sino sólo del cincuenta por cien. Estoy convencido que de haber ocupado el puesto de primer ministro personas tales que Julián Besteiro o Felipe Sánchez Román, la Segunda República habría iniciado su andadura con una política mucho más inclusiva y con mejores expectativas de permanencia.

Si bien una mayoría del republicanismo y de la izquierda estaba totalmente comprometida con la República vigente, existía también otra izquierda que quería ir más allá de la Segunda República. Al principio, esta izquierda revolucionaria estaba formada principalmente por los anarquistas de la CNT-AIT y por el sector de la UGT más poroso con esos anarquistas. Querían poner en practica el consejo que León Trotsky dio en su Historia de la revolución rusa, cuando subrayó que los revolucionarios deben actuar a la defensiva e iniciar la revolución bajo el disfraz de contestar a una agresión de los contrarrevolucionarios. De ahí que ni la FAI-CNT, ni el PSOE-UGT, ni el pequeño POUM leninista tuvieran planes para lanzar una insurrección inmediata, sino que, por el contrario, su idea era continuar con el desgaste del sistema republicano y capitalista. Los seguidores de Largo Caballero en el PSOE-UGT que llegaron a ser mayoritarios entre los revolucionarios, pensaban provocar a ciertos sectores del Ejercito para que se sublevaran y resolver la crisis subsiguiente con una huelga general que les permitiera hacerse con el control del Gobierno republicano, con la justificación de haber actuado a la defensiva. Además hay que tener en cuenta el ambiente de ebullición de aquel entonces con algunos socialistas dudando permanentemente entre la vía republicana y el salto revolucionario en un estado de autentica esquizofrenia. Imagino fácilmente que un socialista que se había despertado favorable a la vía republicana, horas después, al haberse encontrado con unos revolucionarios muy convincentes, se acostaba sorprendido por sí mismo de estar ya favorable a la vía revolucionaria...

En la misma noche de las elecciones del 16 de febrero de 1936 las conspiraciones de militares a favor de un golpe de estado nacionalcatólico empezaron y no eran del todo un secreto para el gobierno, que reaccionó haciendo cambios en todos los altos mandos, colocandolos casi sin excepción en manos de generales de talante republicano o en el peor caso neutrales. Franco fue sustituido como jefe del Estado Mayor y se le dio el mando de las islas Canarias a miles de kilómetros en pleno Atlántico, desde donde le sería imposible conspirar directamente con los demás generales.

El primer ministro Azaña y el ministro de guerra, el general Masquelet, a pesar de estar conscientes de que el complot estaba en marcha se resistían a purgar los militares por varias razones. Por una parte tenían un bajo concepto de los mandos del ejercito y dudaban de su capacidad para organizar una conspiración eficaz. Por otro lado, existía la paradoja de que el ejercito era en ultimo termino la única protección del gobierno de Azaña contra la izquierda revolucionaria en caso de desintegración del Frente Popular. El gobierno estaba jugando con fuego, o dicho con más precisión, con dos fuegos diferentes, y no se atrevía a tratar de extinguir ninguno de ellos por temor que el otro se escapara del control. Aquel modo de actuar, tan indeciso, continuó durante cinco meses, y terminó desastrosamente.

Desde principios del mes de abril empezó a haber una serie de reuniones privadas entre los dirigentes más moderados y prácticos del centro-izquierda encaminadas a establecer una base para un gobierno mayoritario más fuerte, capaz de restablecer la autoridad y el orden, sin dejar de ir sacando adelante las reformas básicas. Prieto fue la figura clave de aquellas conversaciones que incluyeron en ocasiones a los dirigentes más progresistas de la CEDA, Giménez Fernández y Luis Lucia, a Miguel Maura del Centro Republicano, a Claudio Sánchez Albornoz y ocasionalmente incluso a Besteiro. Sánchez Albornoz ha escrito que a comienzos de mayo algunos de Izquierda Republicana (ministros y ex ministros) sacaron en conclusión que a corto plazo sólo un golpe de estado republicano legalista podría restablecer el orden y salvar al régimen. En efecto, una dictadura legalista podría haber aplastado la latente conspiración militar nacional-católica acometiendo una purga limitada pero decisiva del ejercito para luego enfrentarse a los dos problemas mayores del País. El problema más acuciante era el orden publico. Para darse una idea de la urgencia del asunto, se puede observar que entre el 3 de febrero y el 17 de julio de 1936 hubo 269 muertes causadas por la lucha política. Se hubiera podido mejorar la seguridad ciudadana de una manera bastante rápida aplicando una política policíaca enérgica para conseguir la despistolización de España. El segundo problema, no tan acuciante pero más grave estructuralmente, era la situación critica de los casi dos millones de jornaleros desprovistos de tierra con sus familias. Esos jornaleros se encontraban sin trabajo durante meses cada año. Esta situación no era de fácil resolución, requería una acción prioritaria y continua de años, de un quinquenio para empezar.

Me quiero detener un momento sobre esta cuestión del golpe de estado republicano legalista que llegaron a considerar los políticos republicanos antes mencionados. Vivo en la Quinta República francesa que justamente procede de un golpe de estado legalista. A mediados de los años cincuenta la Cuarta República se encontraba cada vez más asfixiada e impotente frente a la rebelión argelina. El 13 de mayo de 1958 unos militares franceses dieron un golpe de estado en Argel y el 1 de junio el presidente francés René Coty, temeroso de una guerra civil, transmitió el poder al general De Gaulle. La opinión publica pensaba que se había dado este golpe militar con el fin de mantener a Argelia bajo la autoridad de Francia y el 4 de junio el general De Gaulle en Argel les confirmó en esta idea con su famoso “je vous ai compris” – “os he entendido” – pronunciado ante el fervor de una multitud favorable a la Argelia francesa. Las primeras elecciones legislativas de la Quinta República se desarrollaron de manera democrática los días 23 y 30 de noviembre de 1958. El 21 de diciembre de 1958 tuvo lugar la primera elección presidencial de la Quinta República. No fue una elección democrática sino que solamente legalista ya que fueron autorizados a votar apenas unas 80.000 personas por su condición de diputados, consejeros generales y de representantes de los concejos municipales. De Gaulle con 62.394 sufragios tuvo el 78,5% del total mientras que Georges Marrane del partido comunista consiguió el 13,1% del voto con 6.721 sufragios. Aunque seguramente De Gaulle lo lamentaba en su fuero interno, calibró que era inviable mantener el territorio argelino bajo la soberanía francesa y el 5 de julio de 1962 Francia reconoció la independencia de la República argelina. El 19 de diciembre de 1965 De Gaulle resultó reelegido presidente de la República en la segunda vuelta de unas elecciones plenamente democráticas esta vez con 13 083 699 sufragios, es decir un 55,20 % del voto, frente a los 10 619 735 sufragios favorables a Mitterrand, un 44,80 % del total. Con todo, encuentro que el desafío que representaba la guerra de Argelia para la República francesa era de bastante más fácil resolución que la situación de inestabilidad tan volátil de la República española en los inciertos años treinta. Pero me ha parecido interesante señalar un golpe de estado republicano legalista que funcionó.

El 12 de mayo de 1936, horas antes de que Prieto iba a encontrarse con el ya presidente de la República Manuel Azaña para informarle de si aceptaba ser Primer ministro, se organizó de manera apresurada una votación de la mayor parte de la delegación parlamentaria socialista en la que se rechazó por 49 contra 19, la participación en el gobierno. Su amigo socialista Juan-Simeón Vidarte le instó a que siguiese adelante con su propósito de ser primer ministro alegando con fundamento que una vez que fuese nombrado para el puesto, los seguidores de Largo Caballero no se atreverían a votar de veras contra el, pero Prieto no quería dividir al partido y comunicó al Presidente que rechazaba ser primer ministro. Quedaba claro que al sector caballerista del PSOE ya no le importaba la Segunda República meramente democrática. En realidad, los caballeristas estaban totalmente comprometidos a hacer la revolución española vislumbrada por Trotsky durante su exilio en España en 1916.

Impedida la designación de Prieto como primer ministro, quedaban en liza unicamente las opciones enfrentadas de la Dictadura nacional-católica y de la revolucionaria Tercera República. Esto significaba que a partir del 12 de mayo de 1936, de no producirse un golpe estado republicano legalista en un espacio de tiempo relativamente corto, las posibilidades de supervivencia para la democrática Segunda República eran iguales a cero.

Posiblemente Felipe Sánchez Román, el líder del Partido Nacional Republicano, era a ojos de Manuel Azaña el político con mayor estatura personal, pero como se había desligado del Frente Popular no era el más indicado para aunar voluntades a favor de un golpe de estado legalista. Era Indalecio Prieto quien hubiera podido encabezar este intento de golpe de estado republicano legalista, ya que además de poder contar con el respaldo de su base natural constituida por izquierdistas y socialistas democráticos, también podía contar con el apoyo de muchos sectores del centro e incluso de la derecha moderada que lo valoraban como un líder sensato y capaz. Pero durante el mes de mayo de 1936, Prieto repitió en varias ocasiones que no quería acometer ninguna acción que fracturara el PSOE. A mi me parece que por esta vez, la posibilidad de evitar la guerra civil y de afianzar la democrática Segunda República sí que justificaba una escisión temporal del PSOE.

De haberse impuesto una dictadura republicana legalista en 1936, los soldados españoles habrían luchado codo con codo con los militares aliados contra el nazismo, en la Europa continental en primer término, pero también desde África y las islas británicas. Luego, la contienda mundial terminada, la Segunda República española habría podido reemprender una senda plenamente democrática en unas condiciones mucho más favorables que en la década anterior.

  Thierry Precioso es autor de la novela El desorden de toldos (Amazon, 2017) y socio de infoLibre

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