Divorcio nacional

El romance que unía a la izquierda española con los movimientos nacionalistas periféricos era una historia de amor con fecha de caducidad. Los que en otra época se mostraron como feroces aliados en contra de los que defendían una España cerrada y tradicionalista y después contra el franquismo se presentan ahora, en los tiempos de una España plural y abierta, como lo que siempre fueron: un tipo diferente de tradicionalismo igual de excluyente que el que tan ferozmente combatían.

La papeleta para los partidos de izquierda es difícil. Ese discurso de una España cerril e intolerante, atrasada respecto al resto de Europa que tan bien le funcionó a la izquierda desde el franquismo ha caducado. Los españoles hemos dejado el látigo con el que nos fustigábamos por nuestra ignorancia por un recobrado orgullo al haber creado en sólo 40 años una sociedad tolerante y abierta, obviamente imperfecta, pero lejos incluso de los pronósticos más optimistas para un período de tiempo tan corto.

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Por mucho que le pese a algunos, España es una democracia plena y debe ser considerada como tal. Nuestra Constitución es imperfecta, sí, como todas. Esto no es razón para su desobediencia manifiesta ni para invalidarla comparándola con una norma propia de un Estado fascista. La izquierda del siglo XXI tiene que aceptar que España no es lo que era hace 50 años porque es la única forma de que los votantes puedan conectar con sus políticas y parte de ese camino es reconocer que ningún territorio del país está por encima de los demás, ni tiene unos derechos históricos diferentes al resto puesto que, precisamente si hay algo que no falta en ningún rincón de este país, es historia.

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Diego Ruiz es socio de infoLibre