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Sartas y ráfagas

José María Barrionuevo Gil

Cuando estábamos en la mili se aprendían cosas que se les había pasado a la escuela o que la escuela no había podido atender, a pesar de ser nacional con ínfulas de nacionalismo. Eran años grises por el color de la ropa de los policías y años caquis por el color de los uniformes de la mili y de la milicia. En la mili nos enseñaban a escaquearnos, a camuflarnos, aunque en los desfiles los soldados altos iban en los primeros puestos, siendo los bajitos, los que mejor se podrían escaquear, los que quedaban condenados a ser la cola de la serpiente, eso sí, caqui.

En un receso de las clases teóricas, un compañero nos comento: “Fíate, vieho, hay que tener mala leche para inventar un fusil que, además de tener varias opciones: seguro, tiro a tiro y ráfaga, se carga solo después del primer disparo, porque aprovecha el retroceso y se carga de nuevo alimentándose del cargador”.

El paradigma estaba servido, porque había que estar seguro para que no se te escapara ningún tiro que podría liarla. Los tiritos se pueden soltar con discreción y a voluntad; por último, nos podemos situar en la posición de ráfagas, y, sin tener más reparos, soltar toda la carga de la que éramos acreedores.

La última historia de España, que está dispuesta a seguir haciendo historia, no se despeina, soplen los vientos que soplen. Nuestra historia del día a día ha ido cubriéndose de un manto de gloria política que ya quisiera más de una nación para sí misma. Es que a donde puede llevarnos el impulso patrio es algo imprevisible. Después nos acogemos a las bondades del momento y, aunque caigan chuzos de punta, puede resultar que aquí nadie lo sabía, nadie se ha mojado y volvemos a estar cara al sol, aunque sea lunes. Seguimos “trabajando” al menos con la sinhueso y las rotativas y las hemerotecas quedan durmiendo el sueño de los justos, a no ser que algún ángel maligno las desempolve, ya que las palabras deben ser engarzadas en claros y fundados argumentos.

Hubo un tiempo seguro, en que no podíamos decir nada. Esa seguridad era tal que fue conformando nuestra reducida convivencia jalonada por tantas ausencias, con aquella consigna educativa: “No corras que es peor”. O aquella otra: “Calladita estás más guapa”. En el primer caso no teníamos las espaldas cubiertas de algún que otro disparo y, en el segundo, te podían meter una “nava” (pelado a rape), que curaba hasta el hipo.

Tiempo después, algunos epígonos detentadores del poder omnímodo, para seguir sintiéndose seguros, se dedicaron a soltar tiritos que dejaban translucir sus intenciones apocalípticas, que rodando los tiempos se fueron conformando en un cuerpo avezado de mensajes más o menos mesiánicos, para llevarnos a todos por el camino pretendidamente recto, aunque fuera desdichadamente volver a emprenderlo a base de silencios, como pasó en la Transición.

Después, cuando la política aprendiz de demócrata se hizo un poquito mayor, los tiritos se convirtieron en una sarta de mantras y de mentiras que se iban dejando sembrar para que no cayera muy bajo el espíritu nacional. Este espíritu estuvo jalonado de mentiras, porque Europa necesitaba darnos una lección de aquí no te menees, para que no nos pasara la factura que le endiñaron a Grecia. Ya entonces dijimos que el sometimiento a los mandatos europeos iban tan aprisa que parecía que íban a convocarnos a elecciones anticipadas. Tras la amenaza a los catalanes con el 155 y los encarcelamientos, que aprovechaban el sitio que los corruptos no habían ocupado y sacando recursos que hicieran triunfar al Piolín, la parsimonia alimentó a la justicia y todo el panorama se cifra en esperanza, por no desfallecer por el desahucio político de que somos partícipes.

Tras las sartas y mantras que alimentan al personal, acostumbrándolo a no saber argumentar ni digerir verdaderos argumentos, debido a las deyecciones mentales de los de siempre, llegamos al culmen del simplismo de los discursos políticos a base de ráfagas de improperios contra los otros, que se abastecen, sin querer, de su propio espejo y del imaginario político del apocalipsis, sembrando por todas partes la catástrofe, para que no se puedan oír ni asimilar los argumentos que van directos a solucionar verdaderos problemas de los españolitos de a pie. Necesitamos también reflexionar para que nunca más nadie obedezca aquel mandato tan emblemático de “todos al suelo”. ________________________

José María Barrionuevo Gil es socio de infoLibre

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