Librepensadores

Vox, las raíces del mal

Eduardo Luis Junquera Cubiles

Históricamente, el proyecto más importante de las democracias de todo el planeta debería haber consistido en que la derecha hiciera suyos los valores clásicos surgidos tras la Revolución Francesa que fueron adoptados por los partidos de izquierdas desde el final del siglo XIX: solidaridad, tolerancia, diálogo, multilateralidad, libertad, respeto por las minorías, igualdad plena de derechos entre todos los seres humanos, igualdad social, etcétera. Durante un tiempo, tal vez desde comienzos de los años noventa, pareció que la derecha mundial se modernizaba y asumía como propios estos ideales. Todo fue un espejismo. En un análisis más cercano a la realidad, podemos comprobar que en realidad es la izquierda la que ha asumido los postulados económicos brutales y despiadados de la derecha, abrazando la ideología neoliberal, que es el origen de la desigualdad a nivel mundial. El proceso se ha producido de forma gradual y de manera escalonada: primero en la Alemania de Eric Ollenhauer a finales de los años cincuenta del pasado siglo XX, posteriormente en la Francia de Mitterrand a finales de los setenta, y en la España de González a comienzos de los años ochenta. En todos estos países ha disminuido el tamaño del Estado en favor de un crecimiento del papel que las grandes empresas juegan en la economía. De forma paralela, el poder político, hermanado con el poder económico, ha legislado en favor de las grandes multinacionales. Estos dos aspectos, junto a la apropiación del discurso intelectual, son la clave para entender el triunfo del neoliberalismo.

En lugares como América Latina no ha sido necesario reducir el tamaño de los Estados porque estos carecían de la pujanza y el protagonismo que sí poseían en Europa. En nuestro continente, fue imprescindible repetir una y otra vez a través de medios cercanos a la órbita neoliberal mensajes que proclamaban que era imposible un sector público eficiente. Si el Estado es inherentemente ineficaz solo la empresa privada puede gestionar lo que antes era público y proporcionar los servicios, ya convertidos en privilegios, que antes eran derechos garantizados para los ciudadanos por su sola condición como tales. Naturalmente, la prestación de servicios se hace previo pago de estos. “Lo privado funciona mejor que lo público”, nos repitieron una y otra vez, pese a que la realidad desmiente este axioma neoliberal.

Hay un esfuerzo permanente de nuestro sistema socioeconómico neoliberal por describir como extremistas y populistas a los movimientos políticos que defiendan proyectos socialdemócratas porque los considera una amenaza para su supervivencia. En la misma línea, en las últimas semanas hemos asistido a una suerte de blanqueamiento de Vox por parte de algunos periodistas y políticos. También hace unas semanas, el exministro del Partido Popular, Manuel Pimentel, declaró que Vox tiene similitudes con “la primera Alianza Popular” y que no se trata de un partido de extrema derecha. Desde mi punto de vista: aunque podamos encontrar semejanzas programáticas entre la Alianza Popular de 1977 y Vox, existen varias cuestiones que hacen que no podamos comparar ambas formaciones.

En primer lugar, en las primeras elecciones democráticas, celebradas en 1977, Alianza Popular obtiene un resultado paupérrimo y tan solo consigue 16 escaños, pero en ese contexto histórico no existía en nuestro país un partido liberal conservador pujante, al estilo de las fuerzas conservadoras presentes en el resto de Europa. Desde este punto de vista, la Alianza Popular de entonces nace con la vocación de crecer para después consolidarse como un partido de derechas, pero también surge con el lastre de haber sido fundada por un exministro franquista como Manuel Fraga. Aunque lo cierto es que la propia inestabilidad de la Unión de Centro Democrático de Adolfo Suárez se convirtió también en un factor independiente que abocó al nuevo partido de AP a ese horizonte de consolidación y crecimiento. Respecto al estigma franquista de la formación, hay que decir que hasta Estados Unidos recelaba de Alianza Popular al considerar al partido de Fraga como una formación demasiado escorada a la derecha e incluso un obstáculo para el avance de la democracia.

Fue necesario que Fraga perdiese cuatro elecciones (1977, 1979, 1982 y 1986) para que el líder de la derecha entendiese que su presencia como cabeza de cartel suponía un freno a las ambiciones expansionistas de su formación. En algún momento indeterminado de 1989, Fraga, tal vez “inspirado” por la figura de Simón Peres en Israel —el único dirigente a nivel mundial que ha perdido cinco procesos electorales—, decide que no habrá una quinta derrota y convoca un congreso extraordinario, el de Sevilla, del cual sale ungido José María Aznar en 1990. Meses antes, en las elecciones generales de octubre de 1989, el propio Aznar llevó la ilusión al nuevo PP al superar en un escaño el resultado electoral de Alianza Popular de 1986 (107 por 106), aunque Aznar no consiguió en su primera cita romper el techo histórico de AP, que estaba también en 107 escaños (1982), algo que lograría con creces en 1993 al obtener 141 diputados en el Congreso. A diferencia de la Alianza Popular que concurre en las primeras elecciones de 1977, Vox irrumpe en el Parlamento andaluz en un contexto histórico en el cual existen cuatro fuerzas políticas muy consolidadas a nivel nacional —lo cual deja un menor margen de crecimiento— y ninguna de ellas muestra señales de descomposición similares a las que desembocaron en la implosión que acabó con UCD.

En segundo lugar, la etapa que va desde 1977 hasta 2008 —momento en que se inicia la crisis financiera cuyas consecuencias aún constriñen el crecimiento económico de Europa— constituye un  período de más de 30 años en el cual, incluso si tenemos en cuenta la crisis de los años ochenta y la crisis posterior a 1992, España se homologa en todos los sentidos al resto de países europeos e inicia una senda de crecimiento económico, material, cultural, democrático y educacional que no tiene parangón en nuestra historia. En aquellos años, reinaba en el ambiente una cierta idea de euforia asociada al indudable progreso social: por vez primera en siglos España iba hacia adelante, mejoraban todos nuestros indicadores económicos, sociales y culturales, y parecíamos haber dejado atrás las seculares divisiones del pueblo español que tanta sangre nos habían costado en los siglos XIX y XX.

Hoy existen varias crisis económicas superpuestas que pesan como una losa sobre nuestro progreso, que llenan de incertidumbres nuestro futuro y que suponen un escenario propicio para el crecimiento de un partido como Vox: la crisis financiera de 2008, que nos ha dejado altísimas cifras de desempleo y de precariedad laboral entre los más jóvenes y entre las personas de edades comprendidas entre los 45 y los 60 años; la crisis del comercio, asociada en un principio a la crisis financiera, pero apuntalada en los últimos años por la enorme pujanza de las plataformas de venta a través de Internet; la tercera crisis, ligada a la disminución de puestos de trabajo por la irrupción de la robótica y por la creciente tecnologización de una sociedad en la que la interactuación entre el ser humano y las máquinas es cada vez mayor; y la cuarta crisis, que tiene que ver con la desigualdad creada por el imparable avance del neoliberalismo en los países occidentales, cuya principal característica es la disminución del tamaño del Estado y el desmesurado crecimiento del poder de las empresas transnacionales, que consiguen que los políticos creen marcos jurídicos a medida de los grandes emporios económicos. Cada uno de estos procesos adquiere unas características diferentes dependiendo de en qué país se desarrolle. En el caso de España, los recortes sociales de todo tipo llevados a cabo como consecuencia de la crisis financiera de 2008 han dejado un país con menores salarios, con más desigualdad social y con un sentimiento creciente de desesperanza entre los más jóvenes, que piensan que una formación cualificada ya no garantiza un bienestar en el futuro. La crisis de 2008 constituye una ruptura respecto a esa curva ascendente que España inició en 1977 porque por vez primera nos encontramos con una generación que duda seriamente de que su esfuerzo sirva para que sus condiciones de vida sean mejores que las de sus padres.

En nuestro país, los más jóvenes —aunque el problema afecta en mayor o menor grado a toda la población no propietaria de una vivienda— suman al desempleo el añadido del altísimo precio de los alquileres. Todos estos factores causantes de la desigualdad: la precariedad laboral, los bajos salarios y el desmesurado precio del alquiler y la compra de las casas no están recibiendo solución por parte del poder político, y ese es el caldo de cultivo en el cual está creciendo la ultraderecha. Cuando existe una situación de emergencia social como la causada por las durísimas condiciones de pobreza y precariedad laboral creadas por la crisis de 2008, es más fácil que la sociedad acepte medidas de excepción como los recortes sociales, que hubieran sido muchísimo más difíciles de plantear en un contexto de bonanza económica. En medio de esa desesperanza de las clases media y trabajadora generada por tanta incertidumbre no es necesario que un partido de ultraderecha como Vox modere su discurso con el fin de aumentar sus votos, antes, al contrario, la aspiración máxima de sus dirigentes es endurecer su dialéctica para aprovechar el descontento de la población más desfavorecida. Desde ese punto de vista, Vox, a diferencia del Partido Popular posterior a 1990, que debió alejarse de las propuestas de extrema derecha para llegar a convertirse en una fuerza mayoritaria que creció por el centro del espectro electoral, no aspira a centrarse como partido, sino que su fuerza, precisamente, descansa en la radicalidad de sus postulados.

Creo que merece la pena hablar de esta última cuestión con detenimiento. Desde mediados de 2015, momento en que Donald Trump anuncia su candidatura a la presidencia de Estados Unidos, estamos asistiendo a un fenómeno que va en aumento y que consiste en el traslado al centro de la vida política del discurso más extremista. A partir de entonces, no solo en Estados Unidos, sino en Italia, en Hungría, más recientemente en Brasil y ahora en España, los políticos han perdido el miedo a decir las barbaridades que antes solo eran patrimonio de los más radicales o que ellos mismos tan solo decían en privado. La homofobia, el machismo, el racismo, la xenofobia, la defensa de la violencia o el enaltecimiento de los dictadores son algunas de las banderas de enganche de los nuevos partidos, que no tienen problema moral alguno en aprovechar los complejísimos problemas que afectan a las sociedades modernas para crecer electoralmente. Cuando este discurso aparece en los medios de comunicación y en la calle, las personas decentes se sienten obligadas a responder y a hacer una defensa de los ideales de solidaridad, respeto, tolerancia y hasta de la propia democracia. Esto conlleva una suerte de “moralización” de la vida política en la medida en que el debate se centra en la obviedad de que los demócratas debemos rechazar estas ideologías que promocionan el egoísmo, el racismo, la insolidaridad, el supremacismo y la violencia, pero acaba siendo una trampa porque no se habla de lo que hay tras el ascenso de Vox, Salvini, Bolsonaro o Trump. Y en virtud de esa moralización de la política evitamos los principales debates.

Centrar la discusión política en la evidente inmoralidad de las ideas de líderes como Abascal, Trump, Salvini, Le Pen o Bolsonaro evita que hablemos de las políticas económicas que han facilitado la aparición de personajes con un perfil moral tan mezquino. El neoliberalismo es la principal causa de la aparición de la ultraderecha, que seguirá creciendo porque la aplicación de estas políticas origina un aumento de la desigualdad, de los bajos salarios, de la precariedad y de la pobreza en Europa, Estados Unidos y otros lugares, y la ausencia de un Estado fuerte capaz de poner límites a las tropelías de las grandes multinacionales y de los grandes fondos de inversión es la garantía de que estos problemas pervivan en nuestras sociedades hasta convertirse en crónicos, exactamente como ha ocurrido en aquellos países en los que el papel del Estado ha sido históricamente menor. El “éxito” de la ultraderecha también radica en convencernos de que los culpables de nuestros problemas son los inmigrantes, las personas que tienen acceso a las ayudas sociales, los propios desempleados o las políticas de igualdad que precisamente tratan de erradicar la pobreza. El ciudadano europeo comprende en primera persona que sus condiciones de vida y de trabajo han empeorado en la última década, del mismo modo que los rusos de hace cien años entendían que sus vidas se desarrollaban de una forma penosa, y lo entendían aunque fueran analfabetos o aunque no hubieran leído a Marx o a Proudhon. Lo inadmisible en nuestro caso es que no sepamos elaborar una respuesta intelectual acorde a la magnitud del desafío neoliberal de acabar con el Estado del Bienestar. Esa respuesta solo puede tener un carácter ético, lo cual excluye de inmediato los postulados de formaciones como Vox, que centran su discurso en culpabilizar de todos los males no solo a los extranjeros, sino a superestructuras como la Unión Europea, que son el marco en el cual se ha desarrollado la paz, la prosperidad y la riqueza de todo el continente. Es esencial entender que uno de los nexos de unión entre todos los movimientos de extrema derecha de Europa es el deseo de destruir desde dentro la propia Unión Europea.

Debemos llamar la atención sobre otro de los principales problemas de nuestro tiempo: las noticias falsas, que a la vista de lo que ha sucedido en Brasil se convertirá en un obstáculo cada vez mayor para el progreso de nuestras sociedades y en un factor independiente del avance de la ultraderecha. Un estudio publicado por el diario Folha de Sao Paulo días antes de la victoria de Bolsonaro en Brasil mostraba que el 97% de las noticias compartidas por sus partidarios a través de WhatsApp estaban manipuladas o eran falsas, todo ello en el segundo país del mundo que más utiliza esta red social y con 6 de cada 10 votantes del nuevo presidente brasileño informándose de forma prioritaria a través de ella. La Folha también publicó que un grupo de empresarios habría pagado contratos por valor de 2,8 millones de euros para adquirir paquetes de mensajes de carácter negativo contra el Partido de los Trabajadores (PT), el partido del candidato, Fernando Haddad, que se enfrentó a Bolsonaro en la segunda vuelta. Entre las barbaridades que pudimos leer durante la campaña estaba la de que el Partido de los Trabajadores quería legalizar la pedofilia; la de que en el programa de gobierno de Haddad figuraba la promoción de la homosexualidad en las escuelas; el proyecto del PT de cerrar las iglesias; la defensa de las relaciones sexuales entre padres e hijos por parte del propio Haddad; o la idea del candidato del PT de llevar a cabo una excarcelación masiva de delincuentes. Esto se produce cuando la población —en Brasil o en cualquier rincón del mundo— no hace un esfuerzo por informarse de forma veraz. Después de ser apuñalado, Bolsonaro no participó en ningún debate televisivo ni hizo campaña en las calles del país. No le hizo falta para ganar las elecciones: una amplia mayoría de brasileños prefirió creer sus propias verdades en vez de contrastarlas con la realidad.

Buena parte del éxito electoral de Vox en Andalucía se debe también a WhatsApp, pero hay más factores que explican el ascenso de la formación de ultraderecha que, independientemente de la abstención y de otros factores, continuará creciendo a nivel nacional en los próximos años. Instagram, la red social que más ha crecido en 2018 y la más utilizada por los más jóvenes también está siendo decisiva en esta contienda en la que muchas personas no tienen un deseo auténtico de conocer la verdad, sino una necesidad de confirmar sus ideas y prejuicios. “El fontanero o mi abuela no tienen redes sociales pero sí WhatsApp y nosotros tenemos herramientas suficientes para ser nuestro propio canal informativo”, quien así se expresa es Manuel Mariscal, responsable de estrategia digital de Vox. La frase es toda una declaración de falta de principios. Como el Ministerio de la Verdad que en la novela 1984 de Orwell sirve para crear falsedades con el fin de manipular a la población para mantenerla engañada y apática, así Vox, inspirados sus dirigentes por lo ocurrido en Brasil, tiene su propia fábrica de mentiras que sin el menor problema moral lanzan a través de las redes sociales con destino a sus potenciales votantes. Los fallos de seguridad de Twitter también han propiciado un aumento de la actividad de Vox en esta red, aunque su crecimiento en la misma ha sido más limitado que en Instagram.

El mundo que viene tiene un perfil que nos hubiera aterrado hace solo diez años, pero este no es el momento de los lamentos, sino el de combatir con inteligencia esta clase de fenómenos. Creo que la idea de no responder a los partidos de ultraderecha a través de las redes sociales para que los algoritmos no multipliquen su presencia en los medios no es la más acertada. La razón es que esta estrategia es útil cuando las formaciones políticas no son excesivamente conocidas, pero no lo es cuando partidos como Vox han entrado de lleno en nuestra cotidianidad. Es entonces cuando hay que hacer pedagogía y establecer una línea clara de defensa de la decencia, la verdad, la solidaridad y los principios democráticos con el fin de combatir el fascismo. Del mismo modo que ellos sienten el orgullo del cateto que defiende el supremacismo, la violencia, el egoísmo y la insolidaridad, nosotros nos sentimos orgullosos de defender y representar lo contrario de toda esa infamia. Si las redes sociales hubieran existido en 1960, por poner un ejemplo, no hubieran tenido la menor influencia en que la población española conociese la existencia del general Franco —todos los españoles la conocían—, pero sí habrían sido decisivas, como entonces lo fue la televisión, en la dulcificación o en la estigmatización de la figura del dictador. La clave entonces hubiera sido combatir una a una las mentiras difundidas por el franquismo, no intentar que no se hablase de Franco y del franquismo.

Para finalizar, me pregunto qué es lo que ha ocurrido en nuestras sociedades para que las ideas de Goebbles sobre la propaganda política sean la base para que los “nuevos” partidos crezcan. Tal vez la respuesta sea que la mayor parte de la población tan solo tiene un conocimiento remoto de quien era Goebbles y de lo que fueron los movimientos totalitarios del siglo XX. Me pregunto también en qué está pensando el común de la gente cuando, por ejemplo, vota a un político como Macron, un hombre que procede de la banca de inversión, pensando que su llegada al poder en Francia va a suponer un avance en el desarrollo del Estado social, y lo mismo podemos decir en el caso de Vox en España o del propio Bolsonaro en Brasil, propuestas radicales que no aportan ninguna solución realista a los problemas de los ciudadanos, pero que han encontrado acogida entre los votantes. Lo único que puede explicar estos despropósitos es que el ser humano, ante la terrible complejidad de las sociedades modernas, prefiere la paz que ofrecen sus propios mitos y prejuicios, en vez de enfrentarse a la incertidumbre de un mundo en constante cambio. ___________________

Eduardo Luis Junquera Cubiles es socio de infoLibre

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