Es posible que hablen. Van a oírse. Algo más difícil será que se escuchen, en especial si se admiten en la mesa a
voceros hiperventilados, tengan cargo o no, lo ejerzan o no.
Se ha llegado tan lejos en la tarea, a veces sutil a veces zafia, de
radicalizar al “pueblo” (vocablo que merece un artículo específico), que muchos de los elementos que debieran ser la base de un eventual acuerdo, por amplios que sean, sabrán a poco, se orillarán para centrarse en posturas histriónicas, tan del gusto de algunos líderes y su séquito. La financiación, las transferencias, los foros transversales (a los que la Generalitat suele no acudir) quedarán oscurecidos por los rayos y centellas que el agip-propdel procésdosificará a voluntad, manteniendo activa la montaña rusa emocional de la ciudadanía.
A pesar de todo, ya sea con
diálogo o con suma de
monólogos, la Administración seguirá manteniendo el día a día y los participantes en los encuentros irán después a comer juntos, comentando el último y previsiblemente agitado
derbi. Meses más tarde, se llegará a una situación más o menos estable, para ir tirando.
Pero ¿y el “pueblo”?, ¿
volverán los “excluidos” a asistir a las cenas a las que dejaron de ser invitados? ¿serán capaces las familias de recuperar las conversaciones sobre política, acalladas hace años en bien de la convivencia? ¿frecuentará la ciudadanía, toda, de nuevo, la cultura independiente, sea o no independentista? ¿Se volverá a comprar en función de la calidad y no de la tendencia política del negocio? Y así tantas otras cosas, en la corta y larga distancia. Mucho me temo que las secuelas de la fiebre que se inoculó sin respiro durante esta década persistirán mucho más allá de los rifirrafes políticos y los sobresaltos judiciales.
A menudo, en especial en el ámbito rural, aunque no solo en él, hay familias que se evitan, que no se hablan, que descalifican a las personas por su linaje (“claro, es un…”). En muchos casos, las generaciones posteriores ya no saben el porqué inicial, quizá una disputa por el agua a repartir entre dos predios, o un préstamo no devuelto, o un lance amoroso. Ya no se cultivan las tierras, el dinero fue gastado y los amantes fallecieron. Los hijos son administrativos y los nietos diseñadores gráficos. Pero permanecen los “capuletos y montescos”.
¿Se terminó el divorcio social en el País Vasco con el fin de ETA?
¿Se juzgará a Pujol, Mas, Puigdemont o Torra por esta secuela social? No. Otros delitos serán considerados como tales, o no, por la justicia. Pero
el desgarro social, la desconfianza, el menosprecio, y el silencio por miedo o respeto, reinantes entre dos sectores amplios de la población, quedarán ahí, persistentes en la sociedad.
¿Es mucho pedir que, al menos,
los impulsores de tal desvarío no se sienten en la mesa de negociación que tratará de sentar las bases de una convivencia acordada y duradera?
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Antoni Cisteró es socio de infoLibre
Artículo interesante. No vivo en Cataluña pero me imagino que cuadrillas, amigos, familias, en el trabajo a veces se vivirán situaciones desagradables. Pero por estas misma situaciones que se producen, es importante preguntarle al pueblo que quiere. Si, hay elecciones cada cierto tiempo, pero a veces una pregunta concreta y clara despeja para mucho tiempo la situación de una sociedad, que al parecer, está muy dividida. El pueblo es el que tiene la respuesta, hay un porcentaje que no quiere independencia, otro que la quiere, pero hay un gran porcentaje que quiere una consulta para avanzar el la cuestión, si más autonomia, mas estado, independencia, quizás sea esto una solución para no pasar por situaciones desagradables en el trabajo, familia, ocio, etc agur
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