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Qué hacer o el plan B

Óscar Dulce Recio

Dice Slavov Zizek que es más probable una invasión extraterrestre que el final del capitalismo. Y el panorama político de los programas electorales de las organizaciones de izquierda más radical de los países occidentales y no occidentales avala dicha impresión. Superar el capitalismo como modo de organización económica y horizonte mental de nuestras sociedades consumistas no está en la agenda de casi ningún partido, y en aquellos que si lo está figura en un formato tan estereotipado y rancio que fosiliza la propuesta y la retrotrae a modelos ya vistos, repudiados e incapaces hoy por hoy de despertar entusiasmo alguno. De ahí que queden relegados a la marginalidad e insignificancia.

Pablo Iglesias suele decir en algunas de sus comparecencias públicas que no está en la voluntad de Podemos acabar con el capitalismo, que ojalá pudiera hacerse, pero que hoy por hoy está fuera del alcance de la acción política de la organización. Si nos fijamos en su programa electoral o en el de Izquierda Unida nos encontramos con un proyecto socialdemócrata moderado que aspira a proteger a la sociedad del neoliberalismo, blindando, en la medida de lo posible, los derechos de las personas y las condiciones sociales que los materializan.

En propuestas netamente “anticapitalistas”, y enlazando con una corriente de pensamiento muy generalizada en la izquierda de los últimos años, nos encontramos con que la superación del modelo económico es una lucha más, que pugna socialmente junto con otras luchas como la lucha contra el patriarcado o contra el colapso ecológico y el maltrato animal, y todas juntas aspiran a articularse para reclamar la hegemonía desde un concepto común que es el que proporciona la organización y el líder.

“Ninguna lucha es secundaria”, se dice de acuerdo con lo anterior. Sin embargo, la realidad es que la brega por superar el modelo no es ya sólo una lucha secundaria sino una lucha olvidada y cubierta de polvo en el estante superior del armario ideológico. Es mucho más realista y factible avanzar en materia de igualdad de género, de derechos de minorías o de sucintos cambios legislativos en protección ambiental que darle la vuelta al tablero económico y jugar a un juego nuevo. En este terreno, la reivindicación de la izquierda se centra en la defensa del ciudadano respecto a una economía mecánica, indiferente y ciega y en reivindicar parte de la supuesta riqueza generada por el libre mercado a través de políticas fiscales que graven a los grandes capitales y la permeen al resto de la sociedad.

Si cogemos el proyecto de Anticapitalistas desarrollado en el programa electoral de 2011, unos años antes de su integración en Podemos, nos topamos con el programa socialdemócrata más radical posible en el panorama actual, sumamente beligerante con la economía privada y los intereses del Íbex, que potencia lo público, que plantea recuperar para ello gran parte de la esfera económica, pero que fía la superación del capitalismo a un futuro indeterminado y que tampoco resuelve o da pistas sobre cómo lidiar con la brutal lucha de intereses desencadenada ni con la esperada ofensiva del capital o con las consecuencias políticas y económicas en el marco europeo que la prolongada transición a un nuevo modelo traería consigo inevitablemente.

Muchos defienden que el cambio drástico de modelo económico no es prioridad de los electores. Estos están más pendientes de reivindicaciones concretas, como el salario, la jubilación o la mejora de las condiciones laborales, la igualdad real entre hombre y mujer, el reconocimiento social y jurídico de la diversidad sexual, etc., antes que de una transformación radical de la economía y la propiedad. Es decir, si tal demanda no figura en los partidos de izquierdas es porque ciertamente no es real en la sociedad actual.

Habría que decir aquí que no está claro que no exista en la sociedad una convicción importante de que sea necesario superar el modelo actual. No hay más que escuchar el clamor incesante e imparable de las voces jóvenes contra el cambio climático. Lo que parece mucho más preciso sería decir que la ciudadanía no está dispuesta a embarcarse en proyectos que no vea con claridad o que resulten vagos e indeterminados a la hora de esbozar la alternativa y el modo razonable de llegar a ella.

Y aun reconociendo que tal convicción no sea mayoritaria, ¿es razón ello para que no exista en nuestras democracias un proyecto creíble y detallado de transformación en el corto plazo? El que en la actualidad no exista no significa que no pueda diseñarse. Deberían estar ya en ello filósofos, politólogos, economistas e intelectuales que realmente crean en tal proyecto. Se debería constituir un think tank de izquierdas think tank capaz de trazar las líneas generales y las coordenadas de posibilidad. Es importante y saludable para la democracia que esté ahí dicho proyecto, uno más en competencia con los demás, y que pueda ser objeto de debate público. La deriva neoliberal del mundo en el que vivimos, el paulatino empobrecimiento de bolsas importantes de población, el repunte de la extrema derecha, la colonización mental de nuestras cabezas por postulados consumistas e individualistas, todo ello hace más que nunca necesaria esta opción.

Varoufakis en 2016, contando con un pequeño equipo, ideó un plan B para responder al corte de crédito del BCE con el que se podría asfixiar a los bancos griegos si no aceptaban sus humillantes condiciones. Consistía en piratear el NIF de contribuyentes y empresas en la Secretaría General de Ingresos, controlada por la Troika, y la creación, al mismo tiempo, de cuentas secretas asociadas a dichos números para la transferencia digital, desde el Estado a las mismas, de pagarés.

El plan no salió adelante, Tsipras no quiso arriesgarse a dar un paso tan rupturista que bloqueara futuras negociaciones, ni siquiera con la victoria del “no” en el referéndum. Y probablemente tuviera buenas razones para ello. Ya de paso quedaron claros los límites de la política de izquierdas en Europa. No nos hemos repuesto, ni hay visos de que ocurra en el panorama actual, del traumático fracaso de Syriza en Grecia. Desde entonces el electorado de cualquier país europeo conoce el alcance del “cambio” que cabe en una opción socialista o radical de izquierdas. Y ello limita la confianza y el apoyo, especialmente en situación de crisis y desesperanza, ampliando las opciones de otras alternativas más rupturistas que se plantean desde ideologías nacionalistas y reaccionarias.

El error del caso griego no cabe achacarlo al golpe de timón de Tsipras, sino al hecho de que no existiera un auténtico plan B. La creación de una banca paralela controlada por el Estado hubiera podido ser un inteligente primer paso, pero ni mucho menos sería suficiente para afrontar los efectos sociales y económicos de un posible Grexit. Un auténtico plan B debería tener en cuenta múltiples aspectos, legislativos, económicos, sociales…, una relación minuciosa de consecuencias y obstáculos internos y externos, así como de planes alternativos para resolver dichas dificultades, y una programación rigurosa de plazos y aplicación. Era necesario un exhaustivo ejercicio de previsión si se quería evitar el sufrimiento de la población griega en una supuesta expulsión de Grecia de la economía del euro. Por ello, no se puede culpar a Tsipras por su drástica decisión como responsable de un país entero. El fracaso se halla en la ausencia de una alternativa rigurosa y creíble a las políticas neoliberales, única opción que en ese momento hubiera podido sacar a los griegos del callejón de la deuda.

No es posible un plan B, un auténtico cambio de paradigma, si no se tienen las ideas suficientemente claras. No se puede pedir a la ciudadanía embarcarse en una aventura que supone dejar de vivir en Marte para trasladarnos a Júpiter, cuando desconocemos la viabilidad de la vida en Júpiter. Y ello todavía es más impensable que ocurra en la población europea, donde el capitalismo se ha instalado en el tuétano de nuestros cuerpos y dónde todavía existe, pese a la precariedad y empobrecimiento creciente, el bienestar residual suficiente como para considerarnos privilegiados en el contexto del mundo. Parece que se requiera condiciones extremas de miseria e injustica, las propias de las grandes revoluciones, para que optemos por la transformación radical. Como si no fuera posible, desde la democracia, que dicho cambio pudiera ser objeto de una decisión racional.

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Óscar Dulce Recio es socio de infoLibre

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