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Cotidianidad y contingencia: reflexiones en tiempos de pandemia

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José María Agüera Lorente

«La vida buena no se encuentra en los sueños de progreso, sino en los momentos en que se afrontan contingencias trágicas» (John Gray: Perros de paja)

«Se derraman más lágrimas por las plegarias atendidas que por las no cumplidas». Es una frase de la santa, modelo y ejemplo de santidad, que fue Teresa de Ahumada en vida secular. Se hizo eco de ella el escritor Truman Capote en su último libro, que tituló Answerd prayers (Plegarias atendidas), donde el exitoso escritor recogía la decepcionante experiencia que supuso para él el cumplimiento de su deseo de codearse con la jet-set internacional. Podría decirse que es la versión mística de la pagana maldición de Oscar Wilde. El hedonista escritor irlandés nos propone la misma idea en su obra de teatro titulada Un marido ideal estrenada en 1895. Él recurre a la tradición grecolatina para expresarla en los siguientes términos: «cuando los dioses nos quieren castigar atienden nuestras plegarias». Siempre que se trata de deseos se acaba tropezando con la moral, y limítrofe con ella se encuentra la divinidad.

Cuántas veces he deseado una pausa, un «que se pare el mundo, que me quiero bajar», una epojé, poniéndonos más fenomenológicos. El filósofo alemán Edmund Husserl (1859-1938), fundador de la corriente filosófica conocida como fenomenología lo define como quedar en suspenso frente a la realidad. Se trata de ponerla entre paréntesis, lo que conlleva una desconexión de la cotidianidad. Esta actitud es la que proporciona el estado de conciencia pura o trascendental, el que se requiere para filosofar.

Este deseo acariciaba yo de tanto en tanto, secretamente, una suspensión de la cotidianidad, una especie de prognosis del edén de la jubilación, un cese de la angustia de esos desafíos triviales como qué me pongo hoy para ir a trabajar, un descanso de los plazos que se me acaban y de las planificaciones exigidas, una Semana Santa sin procesiones... Y fui víctima de la maldición de Oscar Wilde, hice caso omiso de la advertencia de la santa de Ávila. Y heme aquí confinado entre cuatro paredes, con todo en suspenso, inmerso en una rara epojé, entregado por necesidad al filosofar.

Entre las cosas que me vienen a la mente, ideas de aquí y de allá, leídas o entrevistas en meditaciones distraídas, aparece esa distinción de José Ortega y Gasset entre «pensar en las cosas» y «contar con ellas». Las ideas las pensamos, podemos discutirlas y someterlas a crítica dado que somos conscientes de ellas, de tenerlas, porque las ideas las tenemos; sin embargo, contamos con las creencias, constituyen el suelo de nuestra vida, por lo que difícilmente pueden ser objeto de crítica al no ser conscientes de ellas.

Veo la relación con la «puesta entre paréntesis» fenomenológica. Se entenderá mediante un ejemplo del que echó mano el propio Ortega, uno de esos experimentos mentales a los son tan aficionados los filósofos y que tan chocantes resultan a los legos.

El ejemplo nos propone que pensemos en una experiencia tan cotidiana como es salir a la calle. Quien decide abandonar su casa (qué oportuno pensamiento en esta situación de confinamiento domiciliario en la que nos encontramos) piensa (conscientemente) en los motivos y propósitos de su acción, pero en ningún caso tropezará en su conciencia con la idea de que hay calle. Y, sin embargo, todo el que tiene intención de salir cuenta con ella. Es fundamental para explicar el comportamiento en cuestión esa creencia que ni se piensa. El contar con ella se tornaría objeto de pensamiento consciente sólo cuando se experimentase la «clarísima y violenta sorpresa» –así la califica Ortega– de que no había calle. Esa sorpresa es la que hace posible reflexionar con conciencia clara y aparte sobre los supuestos inconscientes que representan las cosas con las que contamos, pero en las que no pensamos.

Se dice aquí y allá que la epidemia de COVID-19 nos ha pillado por sorpresa. Si al menos esta sorpresa generase un estado de epojé colectiva, que elevase nuestro nivel de conciencia al pararnos y pensar en todo lo que damos por supuesto. Entonces, además de violenta, que lo es en tanto que ha roto las costuras de nuestra cotidianidad, la sorpresa también cumpliría con el calificativo de clarísima.

Leía yo con mis alumnos en los días de la declaración de pandemia por parte de la Organización Mundial de la Salud un artículo de finales del siglo pasado del filósofo Xavier Rubert de Ventós. Lleva por título El azar y la moralidad. En él su autor esboza un cuadro bastante certero a mi parecer de la sempiterna lucha que la especie humana ha librado desde sus inicios contra el imperio del azar, es decir, del destino o los dioses en terminología clásica; fata, los hados, que decían los estoicos, de acuerdo con su propuesta de ataraxia, que a los conformes guían y a los que se resisten, arrastran.

Fue siempre deseo de homo sapiens reducir el territorio de dominio del azar para hacerse cargo él de su administración. Imponer el sentido en el piélago insondable de la entropía es la inveterada brega existencial de nuestra especie. Tragedia, drama, comedia, depende de la ilusión del juicio. En un tiempo fueron los dioses o Dios los que calmaron la ansiedad ante la incertidumbre de la desgracia, de la enfermedad, de la muerte. Nada tranquiliza al ser humano tanto como conocer el fin que persiguen las cosas que en la naturaleza ocurren; congruentemente, desde tiempo inmemorial han contado las diversas civilizaciones que nuestra especie ha construido con mitos y religiones que consideran todas las cosas de la naturaleza como si fuesen medios para conseguir lo que les es útil. Esta es la raíz de las nociones de providencia y progreso.

Con la Ilustración y, sobre todo, con el triunfo del paradigma evolucionista se reconoce el imperio del azar y la necesidad en la naturaleza. El establecimiento de los fines es potestad de nuestra especie, que a través del conocimiento podrá dar con los más apropiados medios para su consecución. El éxito de esta nueva cosmovisión a comienzos del siglo XXI lo glosa con elocuencia el historiador Yuval-Noah Harari cuando declara la victoria de la humanidad sobre sus tres grandes enemigos, a saber: la hambruna, la peste y la guerra. He aquí la prueba irrefutable del progreso.

Blaise Pascal, en el albor de la Ilustración, estableció nuestra superioridad cósmica al comparar al hombre con una caña, quizá la más frágil de la naturaleza, pero superior «en tanto que él sabe que muere y la ventaja que el universo tiene sobre él. El universo no sabe nada». Seguramente en estas palabras se condensa la noción de humanismo que forma parte del núcleo de lo que se entiende por modernidad junto con las ideas de progreso y civilización. Hasta tal punto estas ideas no son meros constructos intelectuales sino «cosas con las que contamos» en el sentido acuñado por Ortega que ya a finales del siglo pasado en la cresta de la ola de la posmodernidad –que no es sino la sombra de la modernidad– el intelectual profeta Francis Fukuyama decretó el final de la historia.

Pero hace unos días –como en el experimento filosófico de antes– quisimos salir a la calle y no había calle. Nuestra cotidianidad ha quedado en suspenso y el mundo real ha irrumpido en nuestras vidas arrollando el conjunto de cosas con las que contamos. En nuestro ecosistema antropogénico de certidumbres ha brotado un venero de contingencia, trágica contingencia, que amenaza con anegarlo. La peste ha vuelto, la pandemia que nos mantiene enclaustrados pone entre paréntesis todas las certezas, lo queramos pensar o no.

No hay quien pare a la evolución, cuyo motor es el azar. El azar sigue al mando en forma de virus proveniente no se sabe de dónde. La naturaleza que no piensa le vuelve a echar un pulso al primate que cree saber. Fue Thomas Schelling, economista ganador del premio Nobel fallecido hace cuatro años, quien en alguno de sus escritos llama la atención sobre la tendencia humana a considerar que «lo poco conocido» es «improbable». La contingencia que no nos hayamos planteado seriamente nos parecerá extraña, tan improbable que consideramos que no merece la pena planteársela seriamente de tal forma que se la pueda tener en cuenta a la hora de planificar. A nuestro mundo de representaciones, ese en el que las naciones son más reales que la humanidad y el dinero más que la vida, le pasa lo que al rey desnudo del cuento, y ahora nos abruman los dilemas en medio de una encrucijada de incertidumbres: ¿democracia liberal o autoritarismo? ¿Cuidado o economía? ¿Solidaridad o miedo? ¿Salvación o catarsis? ¿Verdad o ilusión? ¿Materia o representación?

Hay que reconocer que nos hallamos ante un prodigioso experimento, ante una de esas pruebas por las que la humanidad ha de pasar de tanto en tanto, todo un reto que nos plantea la naturaleza, un examen a nuestra sabiduría. La que se echa en falta cuando uno oye a ciertos dirigentes políticos, haciendo de capitán A posteriori, ese personaje de la serie de dibujos animados llamada South Park, que es una caricatura de superhéroe cuyo poder consiste en advertir de los errores que se cometieron y que permitieron que ocurriese un desastre. A toro pasado siempre es fácil hacer una buena faena. Denunciaba hace unos días uno de esos políticos, defensor precisamente del arte de la lidia, que el gobierno no hubiera decretado mucho antes el estado de alarma, que tenía que haberse adelantado a los acontecimientos para prevenir esta catástrofe. Qué fácil resulta identificar las señales que la realidad nos mandaba después de que han sucedido los hechos. Críticas en palmaria incongruencia con la postura de su partido respecto de la emergencia climática, a este respecto adscrito al negacionismo. Y si ganar en sabiduría exige antes que nada aprender diríase que estamos ante una lección de plausible aplicación a la crisis medioambiental. Esta aciaga coyuntura podría repetirse verosímilmente provocada por una alarma debida a –pongamos por caso– la mala calidad del aire, que lo convierte en irrespirable, o a unas temperaturas por encima del nivel tolerable para un organismo de nuestra especie, o a la carencia de agua potable. ¿Seguiremos disfrutando de las mieles de la inconsciencia dado que todo ello aún se percibe lejano o ni se percibe? ¿Hay sabiduría si no se gana en nivel de conciencia y dejamos de contar sin más con el agua, el aire y la bondad del clima? ¿Lo hay si no valoramos las cosas por lo que son y nos empeñamos en seguir haciéndolo por lo que pueden llegar a ser algún día? ¿Sabremos identificar las señales ahora antes de los hechos? ¿Tendrá que infligirnos la realidad una contingencia aún más severa?

En la serie de televisión de culto de los años noventa, Doctor en Alaska (Northern Exposure en el original inglés), en uno de los episodios un personaje se dedica a robar objetos triviales a los vecinos del pueblo en el que vive. Cuando es descubierto y se le pide explicaciones de los motivos de su conducta dice: «Por lo salvaje, por lo salvaje; se nos está agotando, incluso aquí en Alaska. La gente necesita que se le recuerde que el mundo es inseguro e impredecible, y que por menos de nada pueden llegar a perderlo todo tal que así».

Acaso este amargo trago que ahora nos toca tomar ponga en evidencia lo ajado de nuestras ideas. El devenir histórico lleva décadas transcurriendo a lomos de una tecnología que ha imprimido a la economía un poder de conformación de la vida humana en ausencia de un paradigma verdadero (correspondiente con el mundo real) y no meramente ideológico, que se halla prácticamente libre de crítica política. Puede que este sea el momento en el que la realidad nos devuelva la conciencia de lo que las cosas valen y comience la rebelión contra la dictadura del hipercapitalismo, el cual requiere de una cultura del narcisismo patológico para retroalimentarse y así perpetuarse.

Escudados en nuestra confortable cotidianidad, donde todo es transparente sujeto como está a una lógica humana que le da la espalda al mundo real –es decir, al material o natural–, nos manteníamos ilusoriamente a salvo de las contingencias, manifestaciones que son elemento esencial de la realidad y que a fuer de engreimiento antropológico hemos desahuciado de nuestro modo de vida. De éste forma parte esencial por el contrario la planificación, que se basa en contar con que las cosas van a seguir como hasta ahora y que seguiremos vivos para programar viajes y comprar billetes de avión o adquirir entradas para espectáculos o programar eventos o hacer precisas previsiones económicas según las cuales fijar presupuestos. Todo ello con meses y años de antelación.

El imperio del azar, pródigo en contingencias sin número, ése al que nunca reduciremos del todo por muy poderosa que llegue a ser nuestra tecnología, nos ha puesto en nuestro sitio. Nos ha mandado al rincón de pensar sirviéndose de un insignificante virus que no piensa. Y nos ha colocado ante la evidencia de nuestra mortalidad.

Nuestra individualidad, que es lo primero que se nos impone nada más nacer mediante el nombre que se nos asigna, ante la fuerza imponente de la naturaleza, se ha de rendir y reconocer lo que somos al final, animales, frágiles sistemas biofísicos que se enfrentan a la ineludible contingencia radical con el necesario cuidado de los otros.

José María Agüera Lorente es socio de infoLibre y catedrático de Filosofía de bachillerato y licenciado en Comunicación Audiovisual.

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