Librepensadores

Las mujeres en tiempos del coronavirus

Juan José Torres Núñez

AGUSTÍN: ¡Ya estoy harto, Juan José! ¿Cómo puede uno ahora conocer a una mujer para vivir con ella? –preguntó muy enfadado. ¡Este maldito virus lo ha cambiado todo, hasta las relaciones entre hombres y mujeres! Y también me imagino que entre hombres y entre mujeres.

JUAN JOSÉ: Siéntate, hombre, y cálmate.

AGUSTÍN: ¡Cómo quieres que me calme! Te cuento. He ido a Mercadona y al acercarme a la caja para pagar, he visto a una mujer rubia impresionante. Después de fijarme bien en los dedos y ver que no llevaba ningún anillo, me he dicho: '¡A ver si hoy tengo suerte!'. Así que la miré, sonreí y al mismo tiempo me dirigí a ella. 'Con este bozal que lleva uno puesto no se puede hablar con las personas. Parece que nos obligan a llevarlo para que no podamos morder a nadie', añadí a continuación. A lo que la señora respondió que “estaba segura de que no la iba a morder, pero que sí podía contagiarla”. “¿Sabe usted que tenemos una pandemia de coronavirus? Así que por favor, aléjese de mí dos metros si no quiere que llame al vigilante” –instó la mujer.

AGUSTÍN. Señora mía; su hermosura es sobrehumana, sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, sus dientes perlas, su cuello alabastro, su pecho mármol, marfil sus manos y su blancura nieve –le espeté sin pensarlo, muy serio, como si esa hubiera sido la última oportunidad de mi vida para conocer a una mujer...–.

Nos tomamos un vaso de vino y mi amigo Agustín me contó que la señora se quedó sorprendida al ver que, de súbito, empezaba a dirigirse a ella en una lengua diferente. Me contó muy convencido que ella, sin lugar a dudas, creía que él estaba como una cabra. Seguimos hablando de muchas cosas y me confesó que sentía asco por la sociedad que hemos creado. “Somos objetos de consumo al servicio del neoliberalismo. Hemos perdido las relaciones humanas. No existe la comunicación. Vivimos en un mundo vacío, absurdo, porque nosotros lo hemos convertido en una farsa absurda”. Afirmó que la pandemia de coronavirus nos ha robado lo más precioso del ser humano: la comunicación, la solidaridad, los sentimientos. Claro, en nuestra conversación llegamos a la conclusión de que el sistema neoliberal ya nos ha robado todo lo que le achacamos al coronavirus.

Mi amigo Agustín tiene muchas manías, yo diría obsesiones, pero en realidad es, como dijo Machado, un hombre, en el buen sentido de la palabra, bueno. Vive en un pueblo pequeño y ha trabajado toda su vida para tener una pensión digna. Es honrado y educado, aunque algunas veces pierde los nervios y solo sabe hablar soltando tacos, a veces malsonantes. En la ciudad tiene un piso, pero cuando se va a pasar el fin de semana en la capital, vuelve angustiado. Se ha dado cuenta de que el mundo que él ha buscado siempre no existe. Ha observado que al romperse las relaciones humanas nos hemos convertido en animales salvajes, tan salvajes como nuestro sistema económico. El rico cada día gana más y al pobre le queda la inseguridad y el desahucio. El ganador se lleva todo y no deja nada a los demás. También siente repugnancia por los políticos. No comprende cómo en España hay tantos “melones” –esta es la palabra que él utiliza– para no darse cuenta de los politicastros propagandistas que con vileza solo buscan el voto con mentiras, bulos y odio para conseguir el poder y no para ayudar a la gente. Opina que un país solo puede ser gobernado por filósofos y personas muy instruidas. Como esto no ocurre, me dice, tenemos en el mundo gobernantes ignorantes, payasos y fachas, que en cualquier momento pueden llevarnos a una guerra termonuclear.

Mi amigo ha leído muchas veces el Quijote. Puede declamar páginas enteras que se sabe de memoria. Le pasa igual con el Lazarillo de Tormes. También lee a Platón y a Confucio. Me comenta que con tantas lecturas no ha tenido tiempo para encontrar a su Dulcinea, aunque, como Don Quijote, siempre la ha buscado. Ahora la soledad le ha llegado sin avisar y se lamenta de lo que le ha ocurrido, repitiendo los versos de Mario Benedetti: “Sabiendo que el tiempo pasará, que está pasando, que ya ha pasado”. Para mostrarme el gran respeto que me tiene, repite también unos versos que yo escribí en Poemas escogidos y otros nuevos: “Sabiendo que el amor también pasa / sin que podamos parar el tiempo / en el relámpago en que vivimos / y todo el poder que acumulamos / se reduce a polvo y nada más. / Sabiendo que el tiempo está pasando / por qué olvidamos que pasará”. Con tristeza me comenta ese verso de Quevedo en donde dice que el tiempo pasa y no tropieza.

Pronto se puso un poco más alegre y me contó un par de anécdotas –que yo ya conocía– para demostrarme que siempre intentó buscar una mujer buena, pero que no ha tenido suerte. Una de estas anécdotas la recuerdo muy bien. Mi amigo siempre ha sentido una atracción especial por las francesas, que venían los veranos de vacaciones al pueblo. Todos los meses de mayo venía a mi casa a que le ayudara a pronunciar bien el francés. Se aprendió de memoria el libro El francés sin esfuerzo. Se compró una zódiac pequeña con un motor fueraborda y cuando veía a una francesa que a él le gustaba, cerca de la orilla de la playa, paraba el motor y a poca velocidad le embestía con la proa de caucho. Con cara de persona muy compungida siempre soltaba un “Je suis vraiment désolé”. Y cuando alguna francesa le preguntaba si conocía su lengua, “Parlez-vous français?”, él le contestaba muy orgulloso que estaba en ello y que la lengua francesa no le parecía difícil ya que, con paciencia, todo es posible... “Pas encore; je commence seulement. Je ne trouve pas le français trop difficil. Avec de la patience, on arrive à tout”. Y así le soltaba frases de memoria del libro. Y claro, siempre acababa con la misma pregunta: “Connaissez-vous Cala Azucena marina?”. Y con esa invitación, si todo iba bien, se convertía en guía de la chica francesa y le enseñaba los rincones de la costa.

La otra anécdota también me da risa cuando la cuenta. Él decidió recorrer toda Andalucía. Se iba a la Estación de Linares-Baeza y al entrar en el vagón del tren que tomaba, ojeaba los asientos con la idea de encontrar una mujer sola y un asiento vacante. Si encontraba lo que buscaba, pronto se instalaba y entablaba una conversación con ella, después de poner a la vista, con cuidado, el Quijote. Pero más pronto venía el revisor y le ordenaba con mucha educación cambiarse a su asiento porque en la próxima estación se subiría el pasajero o pasajera que lo tenía reservado. Al final del trayecto siempre me llamaba para contarme su odisea. “¡Estoy hasta el gorro, Juan José! Te cuento. Mi compañero de viaje se quitó los zapatos y olían a estiércol. ¡Me daban ganas de tirarlo por la ventanilla! No tengo suerte para encontrar una mujer. Ya tengo otro billete para Cádiz”. Cuando volvía venía a mi casa y me contaba historias inconcebibles. La verdad es que mi amigo nunca tuvo suerte para conocer la mujer que él iba buscando.

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AGUSTÍN. He venido hoy a tu casa a decirte que con este maldito virus no se puede encontrar una mujer para medio vivir con dignidad y sentirse uno parte de un mundo solidario y humano, sin tener que estar todo el día y toda la noche acompañado de la señora Soledad. Ahora pertenecemos al colectivo de los vulnerables, de los apestados. Después de haber estado toda la vida trabajando, es triste ver que ahora no servimos para nada. Si este virus acaba con mi vida, no quiero ser un puñado de ceniza olvidado, como las 115.000 personas que todavía están olvidadas en las cunetas por haber defendido en la Guerra Civil española al gobierno legítimo de la República. La dictadura franquista nos gobernó con mano de hierro y luego nos impuso una monarquía. Como ya te he dicho, las monarquías son gobiernos medievales. Para ser jefe de un gobierno hay que pasar por el veredicto del pueblo en las urnas. El pueblo es el único dueño del país y el único que puede quitar o nombrar a un gobernante. Si este maldito virus acaba conmigo, no me hagáis ninguna misa. La iglesia católica defendió el fascismo en la Guerra Civil y ahora tiene una gran parte de España inmatriculada, sin pagar ni un céntimo. Y a muchas personas, sin embargo, las están desahuciando porque no pueden pagar la casa en donde viven. Hoy, después de tantos años, la iglesia católica custodia al genocida Queipo de Llano en la Macarena de Sevilla. No olvides lo que te digo. Si el virus acaba conmigo, a ti te encargo que mi féretro no lo cubran con coronas de flores, sino con una bandera muy grande de la República de España. La República fue robada al pueblo con la ayuda de los cañones fascistas y nazis. Que se lo pregunten a las mujeres y niños que murieron en la Desbandá por la carretera de Málaga a Almería. Algún día se tendrá que devolver el gobierno legítimo de la República al pueblo español.

Cuando terminó de hablar, hubo un silencio sepulcral durante unos cuantos segundos. “Vamos a dar una vuelta” –le dije–. “Sí, vamos” –me contestó–. Nos fuimos con un andar pausado por el paseo marítimo y, con la música de las olas, mi amigo Agustín se calmó.

Juan José Torres Núñez es socio de infoLibre

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