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Querido abuelo... ¡pobre abuelo!

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Javier C. Fernández Niño

Imaginemos que tengo un abuelo. De porte erguido y encanecida testa, próximo a cumplir los 80 años. Llamémosle... Felipe, aunque también podríamos llamarle Isidoro, si es que alguien, y él sobre todo, recuerda ese nombre.

El abuelo llegó a ser alguien muy importante, respetado y valorado tanto por su extensísima familia, como por sus vecinos, llegando su fama y su valía hasta otros pueblos y comarcas.

Ataviado de pana, levantó su -nuestra- casa aunando voluntades y esperanzas: no había lujos, pero sí alimento para todos. Su obra le dotó de la necesaria confianza para que toda la prole le escuchara y siguiera sus consejos y doctrinas.

No le tuvieron en cuenta sus reuniones con los terranientes de la zona, porque sabían que de ellas saldría la posibilidad de que la tierra baldía que pisaban tornaríase en fértil huerto. También aceptaron, más por fe que por convicción, que se transformara el laboreo, confiando en que las penurias de aquellos cambios se convertirían en prosperidad común. Y una alegría indecisa se apoderó de la comunidad cuando, por fin, se abrieron las puertas y se puedo entrar en territorios que parecían tan lejanos, tan difíciles, tan altos como anhelados.

Hasta le perdonaron sus ausencias coincidentes con los rumores, cada vez más persistentes, que le situaban en oscuras reuniones con matones en aras de salvaguardar la hacienda: todos salimos a defenderle de tamaña infamia.

Era consciente de que el único contrapoder posible a los que a su derecha se sentaban, era aunar moderación y progreso, despojándose de etiquetas filosóficas, ya que, a su izquierda no había otra cosa que diáspora, confusión y reinos de taifas. Al otro lado no: al otro lado se unirían bajo un mismo mando, redifiniendo y acotando hasta sí mismos y sus contornos, si fuera necesario, el concepto de libertad.

Con el transcurrir del tiempo, y en la lógica satisfacción de lo conseguido, el abuelo acusó el cansancio de tantos años de trabajo y dejó a sus más allegados los designios del predio. Vestido ya de cachemir, decidió retirarse para deleitarse con lo mejor de la vida, aunque aun conservaba su lugar preferencial entre los libres e iguales.

En los últimos años, el abuelo, pasa más tiempo fuera de su -nuestra- casa. Parece preferir las atenciones que le dedican los ricos del lugar, y, demasiadas veces cuesta distinguirle de entre ellos.

Cuando vuelve, repite las conversaciones que entabla en esas reuniones, tan lejanas a su estirpe, y, subido en el pedestal que él mismo se ha construido, intenta convencer de la conveniencia de la unión con los que le despreciaron y persiguieron cuando hacíase llamar Isidoro.

Y cada vez son menos los que riñen razonadamente a los nietos y biznietos cuando la burla acota las palabras, otrora sabias, y son más los que les riñen porque hay que reñirles por tratarse del abuelo y de su pasado.

Sentado en compañía de la multitud que fue historia, rumiando su cada vez más solitario presente, olvidado de sí mismo, quién sabe si conscientemente, el abuelo se difumina y se hace invisible, tan invisible que se diría que la queja que exhala aquél que con él tropieza, se asemeja a la exclamada por quien se topa con una antigualla, ya vieja, ya inservible. Nadie le reconoce, pues de tanto moverse de aquí para allá y otra vez de aquí para allá, no sale ni en las fotos.

Sin embargo, el abuelo aún tiene fuerzas para librar su última batalla, hasta hoy: llegar a dominar el altavoz del pueblo para desde allí propagar su particular pensamiento, pasando por encima de la voluntad de su gente.

Entre nuestra decepción por lo actual, y nuestra rabia por lo transcurrido, el recuerdo habla del querido abuelo, y el hoy le responde: ¡Pobre abuelo!

Javier C. Fernández Niño es socio de infoLibre

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