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Asalto a la democracia

Natalia García-Pardo

El otro día leía en el blog Debate Callejero un artículo titulado: “Peligro de golpe y/o de guerra civil”. El articulista empezaba con la frase: “No se asusten, que me refiero a EEUU”.

El susto es nuestro, comentaba yo, o por lo menos mío, que vemos cómo un presidente sin escrúpulos, Donald Trump, está dispuesto a mantenerse en el poder a cualquier precio. ¿Tan fácil era la cosa? ¿Cuatro años de su mandato han bastado para que semejante energúmeno esté poniendo en serio peligro los pilares de la democracia en EEUU? Yo estaba convencida de que existían más y mejores mecanismos de control en la democracia estadounidense. Y el establecerlos me parece la única forma de fortalecer la democracia en cualquier parte. Pero parece ser que, en este momento de la historia, desde que Trump se ha incorporado a la política, los mecanismos de control están fallando en la democracia americana. Bill Clinton se refirió el otro día, en una entrevista en CNN, a la acumulación de poder como única motivación y objetivo de los actuales gobernantes de EEUU. La lucha es encarnizada. La CNN está entregada a la causa demócrata las veinticuatro horas del día. Pero también lo está la FOX en sentido contrario, una cadena que, con Trump, se ha convertido en un mero instrumento suyo. Tampoco esto había pasado nunca en los EEUU.

La campaña electoral, a solo unas pocas semanas de las elecciones presidenciales de noviembre, se ha visto zarandeada violentamente con motivo de la vacante producida en el Tribunal Supremo por la muerte de la magistrada Ruth B. Ginsburg. El covid pasó momentáneamente a segundo plano en la enconada batalla contra el presidente, y el candidato demócrata, Joe Biden, volcó su estupefacción ante las cámaras, tras el anuncio de Trump —nada más conocerse la noticia del fallecimiento de Ginsburg— de que va a ser él quien nombre y elija al nuevo juez o jueza del Supremo. Tiene capacidad legal para hacerlo y va a ejercerla, ha repetido desde entonces a bombo y platillo en medios y redes. Nada de esperar, o debatir al menos, si esa vacante debe ocuparse ahora, cuando solo faltan 40 días para unas elecciones presidenciales, que no sabemos si van a renovar en el cargo a Trump o, por el contrario, a quitarlo de en medio.

Hace cuatro años, ese fue el argumento, pero justo al revés, que esgrimió la mayoría republicana en el Senado para rechazar al candidato propuesto por Obama ante la vacante producida en el Supremo por la muerte del Magistrado Antonin Scalia, en febrero de 2016. Era el último año de la presidencia de Obama y el argumento esgrimido fue que, a solo nueve meses de finalizar su mandato, no debería ser Obama, sino el nuevo presidente elegido en las urnas, en noviembre, el que debería hacer ese nombramiento.

Al candidato de Obama, el juez Merrick Garland, de reconocido prestigio y trayectoria impecable a lo largo de su carrera como Juez Federal en una Corte de Apelaciones, se le negó el pan y la sal, entonces, y ni siquiera se le dio la oportunidad de comparecer ante el Senado como candidato propuesto para el cargo, como marca el procedimiento de estos nombramientos. Fue rechazado de antemano, sin comparecencias, subsiguientes debates ni votación en el Senado. Este hecho, sin precedentes en la historia de nombramientos de jueces para el Supremo en la historia de EEUU, fue objeto de una enorme y larga contienda que solo se dio por terminada el 3 de enero de 2017, con el cierre oficial de esa legislatura. En abril de ese mismo año, Trump nombró al juez conservador Neil Gorsuch, para ocupar la vacante de Scalia. Vacante que estuvo sin cubrir durante algo más de un año (el tiempo que duró la batalla entre republicanos y demócratas sobre el nombramiento frustrado de Obama (juez “robado” lo llaman los demócratas).

Ahora, a poco más de un mes para las elecciones del 3 de noviembre,la mayoría republicana en el Senado, haciendo gala de un cinismo sin límiteses incluso el mismo senador de Kentucky, M. McConnell, quien defendió, entonces, férreamente una postura y, ahora, la contraria—, cierra filas con Trump y activa una campaña intensa entre los suyos para que no haya defecciones y Trump pueda hacer ese nombramiento. (A pesar de que, hasta ahora, los procedimientos para hacerlo siempre habían requerido 70 días). La composición actual del Senado es de 53 republicanos frente a 47 demócratas, por lo que son necesarios 4 votos republicanos, sumados a los progresistas, para evitar el nombramiento ahora, puesto que el requisito legal es que el ganador sume un mínimo de 50 votos.

Recientemente, Biden apelaba encarecidamente en Filadelfia a “la conciencia y al deber constitucional” de los senadores republicanos, dirigiéndose especialmente a unos pocos que habían reiterado públicamente su total disconformidad con que fuera el presidente saliente, en su último año electoral, quien nombrara al juez para esa vacante. La larga enfermedad de la magistrada Ginsburg, y su edad de 87 años, planeaban ya hace tiempo sobre la incumbencia de ese nombramiento.

Ginsburg llevaba años luchando contra un cáncer de páncreas, aunque ocupaba su puesto y trabajó incansablemente hasta el final de sus días. No solo por los derechos de las mujeres, sino por la igualdad en sentido amplio: contra la discriminación por la raza, la discriminación social y la económica. Tenía, además, cualidades personales excepcionales, como ser una gran comunicadora y encandilar a los que la rodeaban, según contaba Bill Clinton, en una entrevista en la CNN, el otro día, que fue quien la nombró en 1993. Decía que era admirable la buenísima relación que mantenía Ruth B. Ginsburg con sus colegas conservadores del Supremo. Sin duda eso era una excelente noticia. Pero es que Ginsburg también era un icono para las y los jóvenes, que la admiraban de tal modo que lucían camisetas con su nombre, RBG, en la pechera y que se solidarizaron con su muerte y la lloraron públicamente, manifestándose por ella y por su significado.

Hasta la fecha, dos senadoras republicanas (estados de Alaska y Maine) han confirmado su voto en contra de que sea Trump quien decida la ocupación de la vacante de Guinsburg. Pero los otros dos, imprescindibles para detener el nombramiento, no parece que vayan a hacer lo mismo. Fue la propia Ginsburg la que antes de morir expresó su profundo deseo de que fuera el nuevo presidente elegido en noviembre quien nombrara al juez o jueza que la sustituyera en el cargo.

El Tribunal Supremo de los EEUU tiene la capacidad de revisión judicial y de declarar inconstitucionales leyes federales o estatales, así como actos o poderes ejecutivos federales y estatales. Sus cargos son vitalicios y sus decisiones no pueden ser apeladas. Es comprensible, por lo tanto, la enorme influencia que el alto Tribunal puede ejercer sobre las políticas que afectan muy directamente a millones de ciudadanos americanos. Y para un largo futuro, porque sus magistrados solo pueden ser reemplazos cuando fallecen.

Trump no se cansa de anunciar públicamente que va a recurrir ante el Supremo lo que queda del maltrecho plan de cobertura sanitaria universal establecido por Obama (sin que haya ofrecido hasta la fecha ningún plan de salud pública alternativo). Y, en este momento, (por ejemplo), hay 3 millones y medio de ciudadanos acogidos a alguna modalidad del Obamacare, que se verían, de golpe, sin ningún tipo de cobertura sanitaria en medio de una pandemia. También se pondría en peligro el derecho de las mujeres al aborto y los zaheridos derechos de los inmigrantes, a los que Trump persigue sin tregua en una lucha enconada. ¿Y qué va a pasar con el racismo de muchos policías, cuya actuación ha dado lugar al movimiento social Black Lifes Matters, pero que Trump no solo no condena cuando se produce alguna de estas brutalidades, sino que va a visitar a los policías in situ para apoyarlos, como hizo en Wisconsin?

Es posible que este poder extraordinario del alto Tribunal haya tenido bastante que ver con el equilibrio entre conservadores y progresistas que ha caracterizado su composición, a grandes rasgos, a lo largo de su historia; funcionando a modo de dique de contención, una forma de regirse que, cuando menos, parecía estar muy comprometida con el cumplimiento estricto de las reglas del juego. Han sido excepcionales las estridencias de los magistrados del Supremo de uno u otro signo. E incluso se da la circunstancia de que haya sido un juez conservador, Gorsuch, el que sorprendiera a la opinión pública dando carta blanca a los derechos LGTBI en una sentencia sorprendente, hace no mucho (puede que el buen ambiente entre los magistrados conservadores y la Ginsburg haya ayudado un poco).

Pero ¿qué va a pasar ahora? El precario equilibrio de cinco conservadores frente a cuatro progresistas mantenido hasta la vacante de la Jueza Ginsburg pasaría a convertirse en una mayoría conservadora de seis a tres, si Trump logra su objetivo. Y la candidata propuesta por el presidente, además de tener solo 48 años, es una mujer católica, furibundamente antiabortista y gran defensora de la política de Trump.

Lo verdaderamente alarmante, sin embargo, en todo esto, es que el propio resultado electoral del próximo 3 de noviembre va a acabar dirimiéndose, sin duda, en el Tribunal Supremo. Trump está hablando y actuando en esta campaña como un dictador. Cuando los periodistas le preguntaron directamente, el otro día, si va a respetar el resultado de las elecciones presidenciales (pregunta insólita, pero parece que necesaria, visto lo visto) él hizo un gesto de fastidio y se permitió guardar unos segundos de silencio, antes de contestar: “Ya se verá”.

Esto sería un buen final para este artículo. Pero quiero añadir un par de cosas más:

1. En su mandato de cuatro años, Trump está a punto de haber nombrado a tres magistrados del Supremo, pero es que, además, ya ha nombrado a 300 jueces federales (solo otro presidente, antes que él, había llegado a la cifra record de 185, y los demás nombraron muchísimos menos). Los jueces federales son competentes en 13 Cortes de Apelaciones, en 94 Cortes de distritos.

2. El otro día vi con mis propios ojos cómo Trump se mofaba de un periodista de la CBS que fue golpeado en una rodilla por una pelota de goma de la policía, mientras cubría como reportero unas manifestaciones de protesta en Portland. Fue un accidente que le hizo caer al suelo. Esto había ocurrido un día antes de que el presidente, en un mitin electoral en un espacio cerrado —en el que algunos miles de sus seguidores se apretujaban entre sí, sin mascarillas ni otro tipo de precauciones sanitarias— hiciera chistes desde su podio al personal sobre lo que “había disfrutado viendo a aquel periodista cayéndose al suelo”. La multitud también parecía disfrutarlo, riéndose con él y jaleándolo.

Habrá que ver qué consecuencias tiene todo esto.

Natalia García-Pardo es socia de infoLibre

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