Librepensadores

Crítica de las ideologías

Librepensadores nueva.

Thierry Precioso

He terminado de leer el ensayo Crítica de las ideologías, el peligro de los ideales, de Rafael del Águila; consta de 250 páginas y se publicó en 2008. En este texto resalto las partes del libro que me han parecido de mayor interés y en el penúltimo párrafo doy mi opinión personal. El 13 de enero de 2009, con apenas 56 años Rafael del Águila nos dejó.

El teórico en Ciencia Política observa que “tendemos a pensar que la realidad es el origen mismo de los males políticos. Que en ella encontramos la injusticia, la dominación, la violencia, la muerte. Que los proyectos idealistas y racionales nos sirven para bregar con ese mundo y tratar de transformarlo en algo mejor. La realidad es mala, nuestros principios son buenos” y que echamos la culpa a los codiciosos: “El problema [...] son los descreídos y los hipócritas, aquellos que rellenan la ausencia de sentido con una ambición sin limites para perseguir de manera egoísta y sin escrúpulos su propio beneficio”. Sin embargo al repasar la Historia, el politólogo encuentra que esta visión es claramente equivocada ya que “no es precisamente la ausencia de creencias o de ideologías lo que genera la implacabilidad o el horror, es su sobreabundancia; se han perpetrado masacres y carnicerías por dios, por la patria, por la nación oprimida, por la identidad excluida, por la autenticidad aplastada, por la emancipación de la miseria, por la verdadera religión, por la ciencia del hombre, por la raza, por el futuro, por el pasado, por la santa tradición, por la dignidad humana, por la prosperidad y el mercado, por los derechos humanos, por la democracia perfecta… No hay política de poder que no se apoye en un gran ideal para justificar sus horrores”.

A menudo nos gusta pensar que son los ideales malos, como los objetivos eugenésicos nazis o racistas repugnantes en sí mismos, los que provocan acciones nauseabundas mientras que nuestros ideales siendo buenos no pueden inducir tales atropellos y Rafael del Águila pregunta: “¿No se reduce este asunto a que debemos creer lo correcto?”, pero inmediatamente se contesta a sí mismo: “Pese a las apariencias lo cierto es que no”, ya que ideales ilustrados como la emancipación comunista, la autenticidad identitaria o la extensión de la democracia que nos parecen eminentemente respetables constituyeron una pieza clave en la justificación de políticas criminales por lo que dictamina que “los buenos fines sirvieron para justificar la más completa falta de piedad con lo concreto (las personas reales) en vista de lo importante que era lograr lo abstracto (los planes políticos de la liberación de la humanidad, el reino de la diferencia o de la democracia)”.

Se ha escrito que el siglo pasado ha sido el más brutal, despiadado y terrible siglo de nuestra historia conocida pudiendo caracterizarse como la era de la violencia idealista. Eric Hobshawn estimó la cifra global de muertos violentamente durante el siglo XX en 187 millones. Al autor esta contabilidad le parece extremadamente conservadora pero puntualiza que “conviene, en este sentido, no dejarse enfriar la indignación por las cifras. Porque siempre está la tentación de olvidar que hablamos de personas”, recordando que Stalin dijo que “un muerto es una tragedia; un millón, una estadística”. El autor expresa que nos sorprende que esos genocidios pueden tener lugar en sociedades sofisticadas y que ahora ya no es posible dar crédito a unos ideales: “Ya no es aceptable mantener la fe en que dios o la naturaleza o la razón o la historia darán sentido al horror", al considerar además que la responsabilidad de esos procesos de exterminación atañe a muchas más personas que los líderes: “Esos procesos genocidiarios no son meras cifras o conceptos que flotan en el vacío. Hubo quien movió mediante la palabra, quien se movilizó, quien perpetró, quien organizó, quien aplaudió, quien miró por otro lado… Hubo asesinos, administradores, torturadores, científicos, juristas políticos, testigos, gente normal que buscaba un porvenir en medio del horror… No hay únicamente estructuras o burocracias o sistemas. Hay personas concretas que tomaron decisiones concretas con la fe fanática en los ideales o interés banal en el negocio”. A Rafael del Águila no le cabe duda que sin los fanáticos idealistas, los banales obedientes no existen, pero tampoco de que los fanáticos idealistas requieren de los banales obedientes para mantenerse.

En el segundo capitulo el politólogo repasa los estragos provocado por la ideología de la emancipación, de la revolución y de la utopía. No me detengo en esta parte ya que son muy conocidos los genocidios y desmanes totalitarios perpetrados en nombre del comunismo real.

En el tercero capitulo el autor se interesa por los desmanes hechos en nombre de la autenticidad, de las identidades, de la etnicidad y de los fundamentalismos. Observa que las políticas que reivindican lo distinto, que exigen respeto y reconocimiento de lo diferente han irrumpido con fuerza en los treinta últimos años, es decir aproximadamente desde 1980 según la perspectiva de este libro. Los ideales del conflicto social que son la revolución y la utopía se han visto desplazados por políticas de identidad cultural, nacional o étnica. Si en el mundo de la revolución lo que regía era el impulso emancipador hacia un futuro perfecto, lo que ahora gobierna es la recuperación de la autenticidad, nuestra nación, nuestra cultura, nuestra religión, nuestra tradición, nuestra etnia, nuestra identidad. Señalo que en uno de los subcapítulos, el autor se interesa por el fenómeno del nazismo hitleriano pero no me detengo en ello puesto que este tema ya ha sido tratado de manera muy prolija. El politólogo madrileño termina este capitulo examinando los fundamentalismos cristiano e islámico; desde mi punto de vista rebate con acierto la idea de que el terrorismo islámico sea un nihilismo como lo ha afirmado André Glucksmann, al contrario defiende que el terrorismo fundamentalista islámico se basa en una concepción del mundo dogmática, maniquea, ciertamente peligrosísima pero coherente.

El autor comienza el cuarto capitulo titulado “Democracia: civilizar y globalizar” apuntando como el sacerdote, filósofo y jurista Ginés de Sepúlveda defendía el deber de conquista por el amor cristiano y el amor a dios que implicaba tanto cumplimiento de sus leyes como su extensión al mundo y su imposición a otros pueblos. Todos los imperios que practicaron el expolio, el sometimiento de los indígenas y la explotación de sus riquezas procuraron exhibir buenas razones y justificaciones para sus actos.

Joseph Conrad señala acertadamente en El corazón de las tinieblas: “La conquista de la tierra , que más que nada significa arrebatársela a aquellos que tienen un color de piel diferente o la nariz ligeramente más aplastada que nosotros, no posee tanto atractivo cuando se mira de cerca. Lo único que la redime es la idea. Una idea al fondo de todo […], y una fe desinteresada en la idea, algo que pueda ser levantado y ante lo cual pueda postrarse”.

Para Rafael del Águila es muy llamativo que “esas ideas proliferaron en la Ilustración” y que “generadores de valores como la libertad o la igualdad elaboraron un retrato basado en el desprecio hacia otras culturas y otras razas”, añade que “este aspecto oscuro de la Ilustración ha constituido un solido fundamento del imperialismo y del colonialismo de los regímenes liberal-democráticos durante los dos últimos siglos”. David Hume, usualmente ponderado, afirmó que “todas las naciones que habitan los círculos polares o los trópicos son inferiores al resto de la especie y son incapaces de alcanzar los más altos logros de la mente humana”. Immanuel Kant cuyo pensamiento es crucial para comprender la modernidad dictó en la Universidad de Könisgberg 72 cursos y publicó no menos de cinco ensayos y dos libros sobre antropología y geografía cultural; entre estos están el libro titulado Geografía Física y el ensayo Sobre las diferentes razas humanas. Afirma que los negros son perezosos, blandos y lerdos. Pero sus opiniones no se circunscriben a los negros, explica que por su piel tan dura no se debe castigar a los moros con palos sino con cañas de bambú rajadas para que la sangre fluya y no supure bajo la piel. También escribe acerca de mongoles, de gente de Borneo, asegura que los blancos son la única raza que no se extinguirá y desaprueba el mestizaje. Nos dice todo eso Kant que nunca se movió de Könisgberg... El filósofo Hegel es también prodigo en consideraciones racistas, se puede citar su libro Lecciones sobre la filosofía de la historia universal. En el siglo XIX intelectuales como Gobineau, Renan o Humboldt acogieron las narraciones de descubridores y exploradores con la más absoluta falta de espíritu critico. El progresista John Stuart Mill atribuye al colonialismo la misión paternal despótica de elevar a los salvajes a las mieles de la civilización pero considera que los súbditos deben quedar excluidos del ejercicio de las libertades. Rafael del Águila piensa que tal vez no es exagerado considerar que la belle époque de los imperios liberales (1880-1914) constituye el periodo preparatorio para los totalitarismos del siglo XX.

Para analizar la conquista del Oeste en Estados Unidos el autor ve necesario referirse a John Locke, el filosofo liberal progresista del siglo XVII. Según Locke, el trabajo era una orden divina y lo único que generaba derecho de propiedad era la labor. Consecuentemente a la vista de que los autóctonos casi no usaban la tierra de manera productiva ni se molestaban en cercarla, Locke consideraba que la ocupación de la tierra de los aborígenes estaba plenamente legitimada. Al politólogo le interesa especialmente analizar la conquista del Oeste en los Estados Unidos porque en este caso además de los valores ilustrados o liberales, fueron las practicas democráticas concretas las que empujaron hacia las soluciones de limpieza étnica y de carnicería deliberada. En History, Frontier, and Section: Three Essays, el historiador Frederick Jackson Turner asevera que que la expansión hacia el Oeste, la conquista y la colonización de las tierras “libres” –es decir, las tierras indias– constituyeron los fundamentos del desarrollo americano.

El autor recuerda que en 1620 los puritanos del Mayflower firmaron un pacto donde el nombre de dios se mezcla y se combina con la creación de un “cuerpo político” para la mejor ordenación de la vida de los colonos, de la convivencia bajo la ley y del bien general. Pero también señala que este documento supuestamente fundacional fue firmado unicamente por 41 de de los 102 pasajeros. Aunque los puritanos y más corrientes cristianas nunca dejaron de tener gran influencia también las corrientes federalistas y laicas fueron siempre muy importantes. De hecho la Constitución de Estados Unidos redactada en 1788 establece un Estado secular, su Primera Enmienda prohíbe un Estado confesional pero sanciona la libertad religiosa, la libertad de expresión, de prensa y de asociación. Y el fundamento de la Constitución no es dios sino “We the people”.

Rafael del Águila termina el cuarto capítulo dedicando muchas paginas a George W. Bush quien imbuido de idealismo cristiano, democrático y capitalista no dudó en invadir Irak en 2003 provocando guerras y masacres en varias partes del planeta. Este acontecimiento ha sido profusamente comentado en esos últimos veinte años y no quiero extenderme en él; solamente apunto que los Neocons que se aliaron con George W. Bush eran muy mayormente laicos lo que parece confirmar que en Estados Unidos corrientes laicas y cristianas suelen estar imbricadas en las opciones políticas, sean éstas conservadoras o progresistas.

En el quinto capítulo el autor señala que algunos atribuyen la brutalidad del siglo XX a la modernidad misma, según ellos el dominio sin límites de la tecnología, la racionalidad administrativa y las burocracias hicieron posible las políticas de exterminio, es decir que no son los ideales de la civilización moderna los responsables sino que fueron las enormes realizaciones de la racionalidad moderna las que se nos escaparon de las manos y propiciaron catástrofes y genocidios. Resumiendo, la culpa habría sido de los instrumentos demasiado perfeccionados. Al politólogo e historiador esta interpretación le parece una típica exageración teórica ya que los genocidios de armenios, de Ruanda, de la Segunda Guerra mundial así como otros exterminios no tuvieron especialmente un alto nivel tecnológico sino que lo decisivo fueron las ideologías fanatizadas que los justificaron.

En el sexto y ultimo capítulo titulado “Políticas de mesura” el autor expone que “la política basada exclusivamente grandes ideales ya no es una alternativa atractiva. La omnipotencia y el exceso que destilan, el poder de las creencias y su cruce letal con el acrecentamiento del dominio técnico de la modernidad son en buena parte responsables de la barbarie de los dos últimos siglos”. A continuación repasa las tres constelaciones conceptuales que ha considerado en este ensayo: el ideal emancipatorio, el ideal de autenticidad y el ideal de democracia.

El ideal emancipatorio rige una constelación dominada por el tiempo futuro. Atrás están la dominación y la esclavitud. Sólo el progreso puede salvarnos. Los acontecimientos revolucionarios nos conducirán a la utopía. A la utopía de un futuro armonioso, veraz, justo, perfecto habitado por hombres de nuevo origen, virtuosos, fraternales, iguales, perfectos. Por eso tenemos que cambiar el hombre de arriba abajo e implementaremos la violencia revolucionaria necesaria, sean cual sean los sufrimientos ocasionados.

La constelación ideológica regida por el ideal de autenticidad utiliza el vector temporal del pasado. En este caso se vindica el regreso a un pasado perdido y mejor, tenemos que volver vivir intensamente la pertenencia a nuestra nación o a nuestra raza, a todo lo que nos hace indefectiblemente ser como somos y debemos exterminar todo lo que contamina nuestro ser prístino.

El ideal de democracia se sitúa temporalmente en el presente. Después de que algunos hayan decretado el fin del tiempo histórico con el triunfo de la democracia liberal de mercado, el presentismo democrático se lanzó en una expansión espacial para su difusión planetaria. En el empeño primero se excluyó a quienes se consideraba que no tenían el nivel suficiente de competencia cívica y luego se localizó a quienes se debían civilizar paternalmente utilizando si necesario la matanza para excluir a quienes no apetezcan democracia liberal y mercado capitalista.

El autor estima que las constelaciones ideológicas así descritas explican en buena parte los fenómenos de violencia, guerra y exterminio. El ideal lo absorbe todo, no deja espacio alguno para los seres humanos concretos y reales. Para los imperfectos mortales que se resisten a ser salvados. Lo que fue dogmático deviene fanático. Y entonces presiona, modela, obliga, coacciona. Exige lo que sea para realizarse. Éste es el peligro de los ideales.

Según Rafael del Águila para evitar la repetición de masacres y mejorar nuestras vidas debemos abandonar los excesos del idealismo pero también del realismo cínico y esforzarnos en implementar una política de juicio, cuidado y equidad. Presenta doce puntos y tres ideas. El primer punto es no creerse dios, en el segundo punto defiende un imperativo formulado por Theodor Adorno que parafrasea de la siguiente manera: juzga y actúa de tal modo que Auschwitz no se repita. Considera que a esta voluntad de evitar un mal mayor la podríamos llamar idealismo negativo. La primera de las tres ideas del pensador político es que el peligro no es de tener ideales sino como se tienen y aboga por evitar dogmatismo y fanatismo e intentar ser mesurado.

Hace ya bastante tiempo que he observado que una defensa demasiado acérrima de una ideología induce a una clericalización alrededor de su fundamento teórico y puede propiciar un alejamiento de la realidad como si las ideas fueran más importantes que las personas. Es absolutamente lógico que critiquemos en primer lugar a nuestros contrincantes pero luego no debemos dejar de cuestionar periódicamente nuestras propias opiniones. Por otro lado, reconozco que me agrada vivir en un momento de muy poca presión utópica y que unos recientes lamentos acerca de esta carencia de utopías colectivas me han hecho pensar en el “El inmortal”, el primer relato del libro El Aleph de Jorge Luis Borges. En esta narración Marco Flaminio Rufo alcanza el estado de inmortal al haber bebido una agua que resultó ser “del río secreto que purifica de la muerte a los hombres”, luego llegará a entender que los trogloditas que siempre ha conocido vegetando en un estado casi inerte indiferentes a todo habían adquirido esta condición de inmortal siglos antes que él, entonces Marco Flaminio Rufo y varios trogloditas decidirán dispersarse por la faz de la tierra para encontrar al “otro rio cuyas aguas borren la inmortalidad…

Hace algo más de dos años en infoLibre, la contestación de un socio a un comentario empezaba con algo parecido a lo siguiente: “Entonces Rafael del Águila estaba en cierto cuando decía que…”. Al leer este comentario me enteré de la existencia de Rafael del Águila e imaginé que el socio podía haber sido un alumno suyo. Le agradezco de haberme proporcionado esta información.

Thierry Precioso es socio de infoLibre

Más sobre este tema
stats