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'Espagnols de merde'

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Antonio García Gómez

“Yo tengo tantos hermanos que no los puedo contar, en el valle, en la montaña, en la pampa y en el mar. Cada cual con sus trabajos, con sus sueños, cada cual con la esperanza adelante, con los recuerdos detrás…”. Atahualpa Yupanqui

El diputado Baldoví, de Compromís, lo dijo claro y alto en la sede de la soberanía popular, en el Congreso: “El discurso racista de una señora pija y mala, me produce vergüenza y náuseas”. Se refería a Rocío de Meer, de Vox. El presidente de la Cámara le invitó a expresar su deseo de retirar tales adjetivos, calificados como ¿“palabras gruesas”?, a lo que Baldoví respondió que el presidente hiciera lo que quisiera pero que “era lo que él sentía en el corazón”, como tantos otros, como yo mismo, sobre exabruptos, pronunciamientos, proclamas y discursos llenos de odio racista. Ante la avalancha, pues, de tan mezquina animadversión, en este caso racista y, por lo tanto, perverso, solo se puede contestar rotundamente, inequívocamente. Cuando, desde los escaños se la derecha se declara al contrario político de “enemigo”, y a los vulnerables se les convierte en diana de su peor saña, solo cabe pronunciarse de parte, contra el discurso del odio que tanto contagia, y como dijo Patxi López, “aceptamos el reto”.

Había contado Baldoví, contestando al repulsivo pronunciamiento racista y xenófobo, desplegado por el discurso desde los escaños de Vox,  que sus suegros habían migrado a Europa, y que durante 17 años se había dejado la piel trabajando, deslomados hasta la extenuación, soñando con su tierra natal en la que no habían podido encontrar ni trabajo ni futuro, en un país “extranjero”, en un país en el que se les había acogido con desprecio.

Y, por eso mismo, a lo largo de esos 17 años fueron señalados muchas veces como “espagnols de merde”, sufriendo la humillación en condiciones de desigualdad y vulnerabilidad.

Tal y como ahora mismo, con la misma calaña con la que pretenden y ponen en práctica, los elementos de nuestra particular extrema derecha tratan y se refieren a los migrantes que intentan buscarse la vida en nuestro país, con desprecio, con acusaciones falsas, con mala saña, con deshumanizada intención.

Migrantes de siempre, aquellos y los actuales, objeto, en consecuencia, del desprecio de los miserables que se creen por encima de “sus trabajadores, sus criados, sus siervos”, en blanco o en negro, todos sirven para inclinar la cerviz y deslomarse… para ir corriendo a recogerle las perdices al “señorito Iván”, como en Los santos inocentes, sujetos, en definitiva, de la desesperación pendiente, de la supervivencia diaria en condiciones infrahumanas.

Leo Caerts, músico belga, ideó y compuso un pasodoble en 1971, en plena expansión migratoria española camino a Europa, en pleno desarrollismo español, camino del tardofranquismo, vil eufemismo para suavizar las formas… cuando se les hacía “un festival musical y pasteloso” de vanaglorias fatuas y nostálgicas para tantos millones de compatriotas, “migrantes”, que añoraban su patria desde sus duros trabajos fuera de su tierra.  

Ese pasodoble se llamó Que viva España, para, a partir de 1998, ser incorporado al repertorio, cantado con la estereotipada “raza hispana” del momento, por el racial Manolo Escobar, pasando a ser muy pronto un himno eufórico, de dicha ramplona de guiris y paisanos fundidos en la exaltación festera, de cada festividad regada de exudación patriotera y juerga inofensiva.

Hoy en día esa canción ha pasado a formar parte del repertorio patriotero, tan fácil de digerir, de la ultraderecha española. Migajas y leña al mono para la agradecida servidumbre.

Entretanto, en el final de la dictadura, cuando aún nuestro país pretendía infructuosamente convertirse en “la reserva occidental de España”, según aspiración de la dirigencia, al menos desde su interés por tenernos domesticados el mayor tiempo posible, mientras los más rebeldes, ilusoriamente, recurríamos a ciertos ardides liberadores, o eso creíamos, infelices, y corríamos a viajar a la France libre, a la del “68”, o a Biarritz, cercano a donde yo vivía, donde nos decían que “lo verde empezaba en los Pirineos”, película de la época sonrojante de una dictadura degradada, y en las tiendas de souvenirs se colocaban letreros avisando de los “españoles de merde”, muy sospechosos, o también a aquel Londres al que se iba, a escondidas, en avión o en autobús, a abortar “en condiciones”, de la mano de “papá”, o de la mano de tu amiga más fiable, muertas de miedo y vergüenza.

Mientras nos sentíamos cumplidos tomándonos una orangine, o comernos una pizza en Picadilly Circus, y mucho más si lográbamos pasar algún libro, algún disco, de contrabando, para pasar el trance de la aduana cuando las fronteras se mantenían intactas, separadoras.  

En la década de los finales de los 70 del siglo pasado, en el barrio de san Andrés, en Mondragón, vivían miles de emigrantes llegados de Extremadura, concretamente de los pueblos del remoto valle de la Serena.

La comunicación con sus aldeas de origen se hacía con un autobús que diariamente viajaba, ida y vuelta, entre los dos puntos, permitiendo el contacto que impidiera el desapego con sus raíces. Y recuerdo, en consecuencia, que en los hogares de esos extremeños emigrantes se consumía cecina, aceite, aceitunas, hortalizas… del valle de sus pueblos añorados.

Me acuerdo de una noche que presentaron un concierto, en Ezkoriatza, de un tal Pablo Guerrero, cantautor extremeño, que habló a su gente, y a algunos más que nos apuntamos, que “debía llover a cántaros”.

Mientras soñaban en regresar algún día, los paisanos emigrantes, por hambre, por necesidad, mientras sus hijos iban arraigando en la tierra de acogida. Y lo sabían los mayores, los pioneros, y no perdían un minuto en pensarlo los jóvenes nuevos vascos.

Y así hasta llegar a la segunda década del siglo XXI con miles de jóvenes, preferentemente, muy bien preparados escapando de su país, literalmente, a Europa, lejos de España, de su tierra, incluso más lejos … dejándose escapar “la vieja piel de toros” inteligencias, voluntades, corajes y determinaciones, en pos de un futuro “menos precario, más esperanzador”, mientras desde el mismo Congreso de entonces, la ministra de Empleo, del PP, Fátima Báñez, puro desahogo, ocultaba el hecho migratorio a través del eufemismo de que solo se trataba de “movilidad exterior”, e incluso animaba a practicarla. Menos problemas para redondear las estadísticas reduciendo el paro, por un empleo que se iba, por un empleo que se quedaba, maltratado, temporal y precario, como si se refiriese a muchos, a miles, a millones de “españoles de mierda”, en nombre de un patriotismo muy sagrado y muy bien puesto a cubierto.

Antonio García Gómez es socio de infoLibre

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