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Antipolítica y… ¿democracia?

Amador Ramos Martos

“Podemos imaginarlo todo, predecirlo todo, salvo hasta dónde podemos hundirnos” (Emil Cioran)

Aristóteles, hace casi 400 a. C., consideraba al hombre como un ser social por naturaleza y, como tal, inclinado desde sus orígenes a vivir en sociedad, a socializarse. Agruparse en tribus, pueblos, comunidades o naciones es consecuencia del impulso socializador innato de nuestra especie. Evidencia, de que no estamos programados para ser Robinson Crusoe, sino seres gregarios. Pero eso sí, hijos cada uno de su padre y de su madre y, por tanto, diferentes.

Una condición gregaria que ha dado origen a sociedades de complejidad creciente. Que, hasta la fecha, con más o menos acierto, avances y retrocesos, han permitido, aunque de forma desigual e injusta el progreso de nuestra especie. Consolidando en teoría derechos humanos inviolables y compromisos ineludibles que, sin embargo, no evitan conflictos en ocasiones menores y resolubles, pero en otras, insuperables y crueles.

El proceso evolutivo de socialización consolida en cada grupo social (conjunto de individuos que se interrelacionan compartiendo códigos morales) un ethos común: un sistema de normas, valores y comportamientos sociales no siempre compartidos ni homogéneos. Y, por ello, no siempre aceptados en su integridad por todos los individuos que lo conforman. Pero a su vez, soporte básico imprescindible para la convivencia cívica y pacífica en el seno de este.

La organización del sistema que permite el equilibrio entre las legítimas discrepancias en el seno de la sociedad, corresponde a la política. Una actividad humana, considerada por la RAE como “conjunto de los procedimientos y medidas que se adoptan para dirigir los asuntos que afectan a la sociedad o tienen relación con ella” y cuya legitimidad, es confiada y puesta bajo la tutela del entramado institucional del estado.

La modulación del disenso provocado por singularidades diferenciales, con el objetivo a priori de minimizar las discrepancias y secuelas derivadas del choque de intereses, debiera ser el resultado final del buen ejercicio de la política. Al contrario, la utilización arbitraria de esta para acceder al poder, y su mal uso o abuso ilegítimos, son las señas de identidad de la versión antisocial de aquella... ¡La antipolítica!

La imposición coercitiva de un modelo sectario y excluyente de ethos está en el origen de muchos, si no todos los conflictos humanos. Y el recurso a la violencia para solventarlos, sobre todo si es ilegítima, nos aboca de forma indefectible tras pagar un alto precio humano, a relaciones asimétricas de dominación, al supremacismo de un grupo sobre otro, lo que perpetua de forma larvada, el conflicto falsamente resuelto.

Solo el compromiso recíproco libre, el pacto empático con el otro, la aceptación de valores no obligatoriamente coincidentes pero que tampoco limitan ni merman el ethos consensuado de valores comunes que nos cohesionan. Es la única vía para lograr la convivencia e integración razonable y pacífica de ethos diferentes. La historia nos recuerda periódicamente que el recurso a la violencia en la resolución de conflictos, sobre todo si es ilegítima, es un fracaso de la gregaria, pero impredecible y cruel condición humana de nuestra especie.

Si continúan despiertos y leyendo, disculpen mis elucubraciones mentales desde la nube, les felicito, pero no lo entiendo. El mérito es suyo. Yo en su lugar reconozco honestamente que llevaría un buen rato roncando plácidamente. Aprovechando este paréntesis para que se espabilen, y en mi caso para descender desde la nube al suelo, me planteo un interrogante: ¿Somos conscientes de la gravedad de la brutal crisis perfecta que sufrimos, de que el conjunto mínimo de valores éticos que soportan nuestro ethos social se resquebraja?

Desde hace décadas venimos padeciendo las consecuencias distópicas de una corriente ultraconservadora, agravada en el último año por la coincidencia con la pandemia del coronavirus, en la que pescadores en aguas revueltas en su lucha despiadada por el poder, hibridan en su ADN ideológico, el fariseísmo moral con el salvajismo económico. ¿Objetivo último?, subvertir el marco de convivencia pactado deslegitimando las instituciones que velan por su equilibrio, proceder a la voladura de estas y de paso, de la democracia.

La antipolítica, derribando los puentes de entendimiento a través del diálogo en la no siempre legítima lucha por el poder entre adversarios que no enemigos, está poniendo en peligro la masa crítica ciudadana necesaria para asegurar el pacto social y la democracia. ¿El resultado final?, la degradación perversa de las reglas de juego democrático. Una coyuntura que nos retrotrae peligrosamente a tiempos de barbarie.

En cualquier sociedad democrática que se precie, el acceso al poder tiene reglas y límites que son o debieran ser… infranqueables. El poder, respetando las normas de juego democrático, no está en principio vedado para nadie. Pero… ¡cuidado!, no todo vale en política y, menos aún, en democracia. La historia, tozuda, nos lo recuerda de forma trágica periódicamente.

No era mi intención inicial. Pero en las actuales circunstancias y con lo comentado anteriormente, no puedo, ni debo soslayar el fenómeno del trumpismo, ni a su líder Donal Trump. En mi opinión, un animal en el sentido literal del término. Que no lo es, ni puede serlo, en el sentido positivo aristotélico “zoon politikon” del mismo. Está humanamente discapacitado para ello. Donald Trump, ha corroído el sistema democrático aprovechando sus fragilidades (¡que las tiene!) y es, y seguirá siendo, una grave amenaza para la democracia.

Este monstruo fascista surgido del Averno neoliberal, fue aupado al poder hace cuatro años recurriendo a la versión canallesca de la política, la antipolítica. Contando con el apoyo incomprensible e incondicional de un partido como el republicano ¿conservador? que éticamente, hace tiempo que perdió el norte. Mantenidos ambos en las urnas a pesar de su reciente derrota, por una inquietante minoría muy mayoritaria ultraconservadora. El trumpismo, que mucho me temo ha venido para quedarse.

Una democracia asediada por la antipolítica en la que a diario, y perdonen la vulgaridad de la expresión, renuncio con esta bestia a las sutilezas del lenguaje, Donald Trump sentado en su retrete que intuyo dorado… ¡se caga! mientras compulsivamente tuitea inundando las redes sociales con sus heces ideológicas para delirio de su turba de votantes. La duda que me queda, y les ruego de nuevo me disculpen, es si después de aliviarse, se limpia su deseo que ya expresidencial y no sé si anaranjado o rosado culo: con papel higiénico, con la portada de The Washington Post o con la pantalla de su iPhone. ¡Todo es posible!

Pero… ¡cuidado!, tampoco en nuestro caso estamos a salvo de los riesgos de la antipolítica voxiferante tardofranquista, anticonstitucional y antidemocrático de Vox. Que con la cínica inhibición de sus fariseos anfitriones ideológicos PP y Ciutadans, protagonistas todos de la foto de Colón, ha sido blanqueado democráticamente. Lo que le ha permitido tocar poder, para de paso sus socios “democráticos” alcanzar o mantener el suyo. Pablo Casado e Inés Arrimadas debieran hacérselo mirar, sobre todo el primero… de forma urgente.

Cuesta entender la no sé si infantil o paranoica pataleta de Pablo Casado. Emperrado como está en desgastar al gobierno legítimo con su antipolítica de crispaciónantipolítica . Al rebasar los márgenes democráticos y renunciando a su papel constitucional de oposición legítima, que podrá ser más o menos contundente pero nunca irresponsable, Pablo Casado, mantiene una suicida deriva antipolíticaantipolítica que, no le garantiza el acceso al ejecutivo y solo contribuye a su desprestigio político personal, como alternativa de gobierno y como demócrata.

Como hace unos días afirmó, con el rigor del que siempre hace gala, Iñaki Gabilondo en una entrevista en infoLibre: “El PP, que está en la oposición, tiene todo el legítimo derecho a soñar con la victoria, a ir tratando de oponer toda la resistencia que pueda a la acción del Gobierno, pero no puede interpretar que su papel consiste, sencillamente, en derribar todo lo que el Gobierno proponga porque eso es una degeneración de la democracia”.

Gracias Iñaki, se podrá decir más fuerte, pero… no más claro.

PD: No dejen de leer en la sección Verso Libre la columna de opinión Apelación a la sensatez, de Luis García Montero. ¡Habría que erigirle por subscripción pública un monumento!

Amador Ramos Martos es socio de infoLibre

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