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La pobreza en España, un estigma que la democracia no ha sabido curar

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José Manuel González de la Cuesta

Leo en infoLibre del domingo 31 de enero que “la pobreza tenía el terreno abonado antes del virus: la comparación con la UE desnuda el grave atraso social de España”, e inmediatamente me pregunto qué se ha hecho y se está haciendo mal, si después de cuarenta años de democracia, en España la pobreza sigue siendo un problema estructural, independientemente de que en situaciones de crisis profunda se agrave el problema. Las cifras son de escándalo: mientras Francia dedica el 8,3% de su PIB a protección social, España se queda en un 3,6%. Habría que preguntarse por qué esta diferencia, si no cabe suponer que los franceses sean más inteligentes que los españoles.

España, durante el franquismo, no solo era un país pobre, era un país empobrecido, donde se malvivía, la mujer no tenía acceso al mercado de trabajo, las comodidades de cualquier país europeo eran una quimera imposible, los salarios eran tan bajos que se tenía que ejercer el pluriempleo y un elevado número de trabajadores tuvo que emigrar Europa para poder dar de comer a sus familias. Todo esto es lo que la propaganda oficial de un régimen que se ha perpetuado en muchos aspectos en el tiempo ha tratado de ocultar, y no solo eso, pues no es un problema exclusivo que esa parte de nuestro pasado se haya hurtado de los libros de historia, como mucho de lo que fue y supuso el franquismo. El grave problema es que los desequilibrios estructurales de desigualdad se han perpetuado durante la democracia, como si de un estigma social y de país se tratara, imposible de curar. Por eso el riesgo de pobreza en España durante los últimos quince años no ha bajado del 18%, alcanzando una cifra estratosférica para un país democrático en 2021, con un 26% de la población. Es decir, más de un cuarto de la población española está en riesgo de pobreza y no parece que ningún gobernante se vaya a rasgar las vestiduras por ello.

Habría que mirar al pasado para entender el porqué de esta situación. Es en la restauración borbónica de 1875 cuando se fraguan las nuevas élites, que junto con las antiguas de carácter principalmente nobiliario, crearon un país con una estructura social tan compartimentada y diferenciada, que casi podríamos hablar de una democracia estamental. Una élite de poder que solo tiene como objetivo perpetuarse en él, al igual que las casas nobiliarias y la monarquía, a las que les une el fin de conservar la herencia a las generaciones venideras y aumentarla trabajando lo menos posible.

Este esquema mental de entender la nación como un coto privado donde podían hacer y deshacer a su antojo, basado en el caciquismo y la explotación de las clases trabajadoras al entender a estas no como fuerza de trabajo, sino como seres serviles que les debían gratitud por darles las migajas de sus beneficios a costa de trabajos esclavos con salarios de miseria y condiciones de trabajo inexistentes. Sin olvidar el uso de las fuerzas policiales y el ejército para imponer su voluntad ante la mayoría de la población. No voy a extenderme en este asunto, que ya conocen ustedes, como las represiones brutales a los trabajadores en el final del siglo XIX y principios del XX, o las zancadillas constantes de esa élite a la República desde su inicio, que acabaron en un golpe de estado en 1936, que sumió al país, tras una cruenta Guerra Civil, en cuarenta años de dictadura fascista bendecida por la Iglesia, cuando intuyeron que podía habérseles acabado el dominio “patriótico” de la nación. Lo preocupante es que la democracia actual no ha sido capaz de acabar con esos resortes del poder de las élites históricas (solo hay que bucear en el árbol genealógico de muchos de los que hoy están en la cima del poder político, económico y social), quizá porque la Transición no supo o no pudo poner fin a ella y las nuevas élites surgidas de la democracia posterior no mostraron mucho interés en acabar con la situación.

El resultado es palpable con unas élites más afianzadas que nunca, cada vez más enriquecidas, vengan las crisis que vengan, y una población en la que crece exponencialmente la desigualdad y la pobreza, gracias a un cuerpo legal que ha diseñado un país para que sigan controlándolo sin mayores sustos. De ahí, que la democracia no haya sido capaz de acabar con el problema estructural del paro, que se agrava en cada crisis, y de las que se sale con peores condiciones salariales y laborales; que el trabajo precario sea la única posibilidad de encontrar empleo para mucha gente; que los sueldos no están a la altura de una sociedad moderna y democrática o que sean salarios de pobreza en España (en el año 2020 el 12,7% de los trabajadores, principalmente trabajadoras, tenían un salario de pobreza, es decir, que aun trabajando no les permite salir de su condición de pobres), y una carga impositiva poco progresiva y muy desigual, que tiene como efecto, que las rentas cuanto más altas son, menos tributan en proporción.

Por todo ello y más que no cabe en este artículo, volvemos al principio del titular de infoLibre: la pobreza es estructural en España y el coronavirus, lo único que ha hecho, ha sido echar alcohol a una herida que nunca se cierra, con unas élites que no tiene ningún interés en que la situación cambie. Y mientras, la brecha con Europa se agranda.

José Manuel González de la Cuesta es socio de infoLibre

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