Librepensadores

El sabio que orinaba en los árboles (II)

José López

Aunque hace ya por lo menos tres vidas que lo enterré, lo recuerdo como si fuera ayer.

Todo empezó antes del primer día en que empezó todo. Aquel día amaneció por el horizonte de entre la nada, yo iba montado a lomos de mi viejo coche Volvo plateado descolorido y salpicado de desconchones con óxido, circulando despacito y a ritmo de jazz por la antigua carretera comarcal que atravesaba aquella pequeña aldea y que nadie que no fuera uno de los cuarenta vecinos del lugar solía tomar, a no ser como en mi caso, por error.

Y entonces lo vi, un carcomido letrero con un texto desteñido anunciando "se alquila". Y, detrás del poste con letrero, un gigantesco castaño y una vieja casa rural de piedras grises milenarias y maderas ancestrales en el centro de un anfiteatro con palco de gala al cielo.

Me bajé del coche como quien entra en terreno sagrado, caminé despacio como quien no quiere hacer ruido, me planté en medio de la finca, me acerqué con prudencia al gran castaño, lo toqué con respeto como quien deposita su mano sobre una reliquia sagrada, sentí el áspero tacto de su milenaria corteza y el latigazo de toda la historia de la humanidad sobre mis dedos, admiré enajenado el paisaje multicolor que me rodeaba dudando que aquello fuera real, miré a la parte de atrás del infinito como si mi mirada pudiera ser la de un águila imperial y luego, muy despacio, cerré los ojos, respiré hondo, dejé que mis pulmones se drogaran con aquel oxigeno limpio y puro, alargué los brazos, abrí las manos separando mucho los dedos y toque el aire cristalino, el melodioso silencio, la escandalosa paz, la grandeza de la soledad y hasta la gloria de Dios desde aquel balcón del cielo.

Y me mudé de vida y despellejé recuerdos y muté de trashumante a confinado voluntario y pasó el tiempo y un día oscureció como cada día.

Había oscurecido ese día y la forma de oscurecer en aquel universo de monte gallego donde el balcón del cielo era una estación espacial habitada, era una forma de oscurecer negra, rotunda y definitiva, diferente a cualquier otro lugar donde existiese vida humana; allí un manto de negrura espesa lo cubría todo, la noche borraba la existencia de los colores y las formas haciéndolos desvanecerse, más que ocultándolos, era como un gran escenario que de pronto queda vacío y sin luz, sin ninguna claridad salvo la de la tímida luna y donde todo desaparece transformándose en la nada más absoluta, pero lo más impresionante de la oscuridad era el silencio, un silencio denso, duro, audible y palpable, roto solo por el monocorde hilo musical de un solista insecto parlanchín, la luz de la bombilla del porche de la casa se asemejaba en aquel entorno a un faro lejano dominando la inmensa negrura del mar. Sin embargo, por allí, en las noches del monte no transitaban ni barcos, ni gentes, solo sonidos misteriosos, sombras fantásticas que salían a bailar con la luz de la luna y seres nocturnos de los que no se sabía si eran de este u otro mundo.

Como cada noche yo leía tranquilamente en un confortable sofá de cuero viejo que aún olía a vaca maltratada, delante de la chimenea ahora en verano ya apagada, esa noche y en ese momento de fondo sonaba una vieja canción de Silvio Rodríguez, con quien una vez coincidí y discutí de comunismos varios en una fiesta privada en casa de un eventual amigo común Alfredo Sosabravo el pintor cubano, y de pronto en el mar de la tranquilidad apareció un ruido que no tenía que estar allí.

Salí al porche con el porsiacaso, un trozo de vara de roble muy parecida a un palo de jockey, que como su nombre indica tenía por si las moscas y que por cierto jamás utilicé.

En un rincón, entre la leñera y el viejo barracón trasero de las cosas inservibles amontonadas, descubrí una cara y una mirada que pedían más un voluntario dispuesto a aplicarle eutanasia que algún tipo de temor o amenaza. El perro al que en un primer instante confundí con un lobo y luego bautizaría como Loco, sin qué él se dignase nunca reconocer el nombre, me miró con una pata delincuente aún sobre la bolsa de mis desperdicios y sin confesar delito por apenas poder levantar la cabeza ensangrentada, con ojos de resignación y, con una expresión cansada, farfulló unos gruñidos renegando, en gallego del norte; que venían a decir algo así como:

- Mira tío! A maiores, hai días que teño máis fame que un can, xa loitei con toda a fauna ibérica e incluso coa estrela da mañá, gañáronme a paos varias veces unhas por pracer e outras por parvo e ademais desta noite un idiota con menos luces no coche que no cerebro me atropelou, fuxindo e deixándome neste lamentable estado, así que se ves acabar con min, faino! Pero faino rápido e ben. Se non, vaite a joder e non me atorgues!! 

**(Traducción libre del canelo de Lugo al castellano)

-¡Mira tío! Además, llevo días pasando más hambre que un perro, me he peleado ya con toda la fauna ibérica y hasta con el lucero del alba, me han apaleado varias veces unas por gusto y otras por tonto y encima esta noche un idiota con menos luces en el coche que en el cerebro me ha atropellado, dándose a la fuga y dejándome en este deplorable estado, o sea que si vienes a rematarme, ¡hazlo!, pero hazlo rápido y bien, si no ¡¡vete a tomar por culo y no me jodas tú también!!

Como a Loco, en ese estado de ánimo depresivo terminal, ya todo le roncaba el mango y su legendaria fiereza se había desvanecido dejando paso a “unas ganas enormes de irse corriendo y sin paradas pal otro barrio”,según sus propias reflexiones, no fue problema para cargarlo y meterlo en la casa, ni siquiera un rato después practicarle un tratamiento de primeros auxilios, limpiándole la sangre seca y las varias capas de porquería que transformaban alguno de sus mechones de pelo en rastas a lo Bob Marley canino y le conferían ese aire de bohemio y liberal trotamundos cuando en realidad era mitad Quisquelo lucense y mitad aristócrata alemán de los Von Richterwaber.

Tras la ardua operación de limpieza y desparasitación a la que Loco asistió como mero espectador desinteresado, solo dando algún lametón al potingue de color amarillo que le aplicaba y abandonándose a su suerte después de determinar que aquello olía a demonios y no era comestible, desinfecté heridas y rozaduras, palpé huesos y embadurné de ungüento una brecha en la cabeza que afectaba a la oreja izquierda, todo ello con la intención de al día siguiente si el herido estaba aún de cuerpo presente ir a un veterinario que seguro encontraría en una población a unos cuantos kilómetros de allí, y pasarle a él la tutela del vagabundo.

Afortunadamente, nada sucedió como yo esperaba. Porque el viejo profesor me empezó a dar lecciones, desconcertantes clases de filosofía de vida de las que luego Loco solía impartirme cual paciente maestro Saoling canino; la primera fue ponerse a comer como un educado señorito de la nobleza parisina, sentado a la mesa de madame Pompadour, el cazo de guiso con carne jugosa y olorosa que le preparé esa noche y coloqué delante de sus fauces hechas un mar de babas, el famélico rastafary que parecía faquir anoréxico porque con seguridad no había comido caliente ni puede que frío, en muchísimo tiempo, con el ansia contenida, y sin dejar de mirarme ni un segundo con aquellos ojos que cuando él quería eran de virgen vestal inmaculada mezclado con cordero degollao, fue acercándose con la pezuña con pulcritud y estilo refinado un trozo tras otro, masticando despacio, como saboreando el punto de cocción, la textura de la pieza y la calidad del condimento, tal fue el sobrio comportamiento de aquel Loco sin techo, que apunto estuve de ir a abrir un rioja gran reserva que guardaba por allí para servirle en copa ancha y después de dejar airear en el decantador un trago al señorito, siempre y cuando él entendiese que aquella añada riojana maridaba adecuadamente con el menú.

La siguiente lección fue desaparecer, porque al levantarme al día siguiente, el Loco Houdiny seguramente arrastrando su cuerpo y sus desgracias ya no estaban en su lecho de dolor. Es cierto que la puerta de la cocina la que daba al patio trasero amurallado de la casa siempre estaba abierta, pero a pesar de ello, no dejaba de ser una clase magistral demostrar que cualquier esfuerzo merece la pena, sea cual sea nuestra situación para buscar sentir la sensación de libertad.

Por eso, Loco jamás aceptó, ni en los días de frío y nieve, dormir entre cuatro paredes, él tenía alquilado o en propiedad como techo, el firmamento estrellado y, pensándolo bien, qué clase de idiota dormiría bajo un techo de yeso o escayola blanco con gotelé, pudiendo dormir bajo mil estrellas.

Y así una tras otra, lección tras lección, enseñanza tras enseñanza, hasta que decidió irse a vivir con el viejo castaño.

(continuará... algún día)

José López es socio de infoLibre

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