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Librepensadores

Yo una vez fui negro

Librepensadores nueva.

José López

Ahora, cada día más mi cerebro suele estar desierto y sin forma. Aquello que una vez fue una selva amazónica de neuronas creativas, chispeantes y enamoradizas de las musas, ahora suele ser páramo, solar abandonado, edificio en ruinas. Las mañanas de resaca amarga, después de noches grises como pirata solitario con un barril de ron añejo, me suelo vestir con canciones que adornen la melancolía, que me precipiten a la dulce tristeza de no tener que razonar. Me voy con Víctor Jara a recordar a Amanda, hasta que suena la sirena, me embriago en los arrastres armónicos de las cuerdas de Carlos Santana tocando Europa, me dejo mecer en un susurro de balanceo con Ellis Regina en sus Aguas de março: “É o pau, é a pedra, é o fim do camino É um resto de toco, é um pouco sozinho É um caco de vidro, é a vida, é o sol É a noite, é a morte, é um laço, é o anzol", y algunas más con nombre de mujer, Lucía, Penélope, Roxan, Laura, Galilea, pero el bálsamo para los recuerdos que más me gusta es, la balada del viejo Billy Joel, recordando la historia de un sábado sentado tocando el piano, pero traducida al asturiano por Víctor Manuel.

“Esta es la historia de un sábado / De no importa que mes / Y de un hombre sentado al piano / De no importa que viejo café / Toma el vaso y le tiemblan las manos / Apestando entre humo y sudor / Y se agarra a su tabla de náufrago / Volviendo a su eterna canción. Toca otra vez viejo perdedor / Haces que me sienta bien / Es tan triste la noche que tu canción / Sabe a derrota y a miel / Cada vez que el espejo de la pared / Le devuelve más joven la piel / Se le encienden los ojos y su niñez / Viene a tocar junto a él / Pero siempre hay borrachos con babas / Que le recuerdan quién fue / El más joven maestro al piano / Vencido por una mujer La ra la la la la la la…”.

Me gusta porque me pellizca el amor propio, me recuerda cuando el espejo me devuelve más joven la piel un retrato robot de aquel muchacho sentado a un teclado que cuando tenía aun encendidos los ojos de la juventud pudo llegar a ser un maestro de poco, quizás de algo.

Mi teclado fue al principio de los tiempos el de una máquina de escribir con forma de carromato metálico negro, mitad tanque, mitad tractor, llamada Underwood, donde las yemas de los dedos podían ser devoradas y nunca más volver si se colaban entre las teclas, y las barras de los “tipos” golpeaban sobre el papel con la misma violencia que un bateador de telas. Y teclee, sin orden ni concierto, sin sentido ni razón, carro va, carro viene, hasta que apareció en mi vida Laurita Casanovas. La conocí en el lugar donde estudiamos casi toda la carrera universitaria, ella la de Biblioteconomía, o como se diga y yo algo que no recuerdo pero que terminaba en “….cología”; nuestra Facultad común era un garito cutre y chusquero en los aledaños más canallas del Paseo del Borne, en aquellos años setenta, nuevecitos, recién estrenados, donde a partir de las horas brujas solía haber barra libre de amor, felicidad, arte, creatividad, y sobre todo muchos canutos del mejor costo doble cero, importado de las montañas del Rif marroquí.

Laurita y yo solo teníamos en común una cosa, nos solíamos encaprichar de las mismas muchachas, ella he de reconocer que con mucho más éxito que yo, porque, a pesar de vestir siempre como un estibador portuario desaliñado, no podía ocultar su belleza austrohúngara de cíngara-aria, por lo demás, yo un humilde proletario intentando ser refinado, ella una burguesa despreocupada, incapaz de conjugar una frase con sujeto, verbo y predicado, sin meter por medio un, “coño” un “mecagoenlaputa” un “atomarporculo” o todo el vocabulario carcelario que solía manejar con floritura goyesca alternando su catalán materno con el castellano oficial.

La paradoja era que Laurita Casanovas era la hija única, y heredera universal del talento de doña Laura Casanovas, fundadora y caudillo de la Agencia Literaria LC, a la sazón de aquellos años doña Laura era la equivalente a un reconocido neurocirujano literario, porque solía tener en su portafolio siempre una docena de autores célebres, de los que dan prestigio, pero a los que se les había parado momentáneamente el corazón o el cerebro. Un día, Laurita conociendo mis abundantes recursos imaginativos, y mis escasos recursos de papel moneda en el bolsillo me soltó, entre calada y calada y magreo y magreo a dos amables señoritas, la -según ella- brillante idea de poner mi cerebro en alquiler.

Y me convertí en negro. Pero negro de color blanco por fuera y subrogado oscuro por dentro. Los yanquis usan la expresión escritor fantasma, pero yo la verdad, entre que me llamasen fantasma o negro, siempre preferí optar por tener color. Y dejando que Laurita traficara con la mercancía que generaban las dos yemas de mis dos dedos índices aporreando teclas sobre el carromato, reme sobre mi Underwood cual galeote guineano más negro que el fondo de mi futuro y vendí mi honra creativa una vez tras otra, a veces por un puñado de dólares, otras por treinta monedas, e incluso por un plato de lentejas. Algunos de aquellos chiquillos literarios nacidos en el útero de entre medio de la parte de atrás de mis orejas fueron trozos de historias o cimientos de relatos a los qué padres adoptivos con el talento aparcado por un tiempo pusieron nombre y apellidos. Todo eso durante apenas dos cuaresmas, hasta que vino la vida y nos repartió una nueva mano de cartas, cartas que ni queríamos jugar ni sabíamos, pero que tuvimos que jugar apostando por ello.

A Laurita se le murió de forma repentina doña Laura, en la explosión a medianoche de su edificio en la calle capitán Arenas por un escape de gas en el que murieron casi todos los vecinos. Laurita esa noche estaba haciendo Las cincuenta Sombras de Grey o parecido, en casa de una noviecita eventual y salvo la vida, y heredó a bocajarro la Agencia Literaria, dejando de ser de la noche a la mañana, el lucero del alba de las noches bohemias barcelonesas y el ser vivo que más chicas hermosas se había gozado, para pasar a ser la Sra. Casanovas, con traje chaqueta y tacones en las alfombras rojas de los eventos literarios.

En cuanto a mí, nada destacable, llegué a un cruce y giré a la izquierda en vez de a la derecha, decidí primero comer caliente y luego ya veremos y abandoné a su suerte a mis musas diciéndoles que iba a por tabaco y nunca más volví a buscarlas, luego transité por un par de continentes, viví en palacios y cabañas, conocí genios y miserables, y ahora derrotado, rendido y desarmado, a veces en sueños con mi vaso de ron en la mano temblorosa, creo ver a alguna anciana neurona en mi paramo cerebral que me las recuerda, pero seguro es un espejismo. Mientras tanto en otro mundo, la vieja Underwood parió a una apolínea Olivetti, luego esta fue creciendo, vivió y murió, y tiempo después descubrí en su lugar por arte de magia un armatoste color natillas caducadas llamado ordenador y hoy aquel bicho es ya una nave espacial extraplana y extracrujiente, ante la que me siento a aporrear teclas, como antes, como siempre con mis dos yemas encallecidas de mis dos dedos índices. “ Tra, la la la la la la, toca otra vez viejo perdedor, haces que me sienta bien, es tan triste la ausencia de creación, sabe a derrota y a miel. Pero siempre hay pensamientos con babas que le recuerdan quién fue. Un joven negro al teclado inspirado por una mujer".

José López es socio de infoLibre

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