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¿Economía colaborativa?

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Marcelo Noboa Fiallo

A finales del año 2017, la Justicia europea falló contra la plataforma digital de intermediación entre viajeros Uber. En la sentencia se falla que dicha plataforma es una empresa de transporte y que, por consiguiente, está obligada a trabajar con licencia y no podrá operar con conductores particulares.

No cabe duda de que nos encontramos ante una sentencia trascendental y necesaria ya que, coincidiendo con la década horribilis de la economía mundial, fruto de la debacle del capitalismo financiero iniciada en el 2007, han proliferado como setas modelos de desarrollo económico o nichos de actividad laboral de una supuesta nueva economía que, bajo el paraguas de la mal llamada economía colaborativa, han generado un submundo de producción de bajos salarios, sin cotizaciones sociales, sin impuestos, sin tasas… es decir, lo más parecido a la economía sumergida que tanto daño ha hecho a la economía real. Un mundo alejado de la construcción social, alejado de los principios que posibilitaron la construcción de Europa y del mundo desarrollado: el acuerdo entre capital y trabajo. Piedra angular para el desarrollo del Estado de bienestar y con él, los derechos de los trabajadores que posibilitaron la paz social y el asentamiento de las clases medias –hoy en peligro por las políticas neoliberales–.

Las políticas neoliberales son las que han permitido y facilitado la aparición de fenómenos como Uber –taxis camuflados–, Deliveroo, Just Eat, Glovo –reparto de comida y bienes a domicilio, cuyo crecimiento ha sido espectacular durante la pandemia–, Airbnb, TripAdvisor Rentals, Hundred Rooms, Homestay –alojamientos turísticos–…

Los modelos económicos a los que no les gusta la regulación, la intervención de los Gobiernos, son los que amparan el desarrollo de éste tipo de plataformas cuya zanahoria va directamente al consumidor, que no se cuestiona nada, acepta el producto porque le reporte un beneficio económico personal e inmediato, pero no es consciente de las repercusiones económicas, sociales y de futuro que ello conlleva, en especial para la seguridad social, la fiscalidad, la dignidad de los trabajadores.

Por su parte, el trabajador o proveedor del servicio –la pieza más débil del tinglado– suele ser consciente de su contribución a éste peligroso modelo económico, pero como pieza más débil no le queda otra alternativa ante la expulsión, que los modelos neoliberales han ejercido sobre él, del mercado de trabajo reglado, cada vez más diezmado por las reformas laborales –la última, aprobada por Macron en el hasta ahora templo de los derechos de los trabajadores, Francia–.

Todo esto ocurre en una sociedad cada vez menos movilizada, menos reivindicativa, menos solidaria… más conformista.

Desde hace algunos años, vengo sosteniendo que lo vivido desde el 2007, desde el derrumbe mundial de parte del sistema financiero, no fue una crisis. Mejor dicho, no nos encontrábamos ante una nueva crisis, como las que estábamos cíclicamente acostumbrados, sino ante un cambio de modelo económico y social de consecuencias letales para el futuro, que ha venido para quedarse. Y que tiene sus orígenes en las políticas del tándem Reagan/Thatcher y su aportación a la ideología conservadora con aquello del capitalismo popular, verdadera arma de destrucción masiva del modelo de Estado de Bienestar y, en alguna medida, del inicio del declive de la socialdemocracia en Europa, con un protagonista fundamental, Tony Blair y su New Left.

En esencia, la nueva doctrina del laborismo británico se venía a resumir así: si los conservadores giran más a la derecha, nosotros también nos debemos mover hacia el centro-derecha. La consecuencia práctica de ello, fueron los recortes en sanidad, educación, servicios sociales, derechos de los trabajadores… Fue el triunfo de Tony Blair en términos ideológicos y, el triunfo del capitalismo financiero, dueño absoluto de la globalización, donde capea a sus anchas como en el salvaje oeste. Los Uber que proliferan por el mundo no son más que la consecuencia lógica del nuevo modelo económico que, insisto, ha venido para quedarse.

La sentencia de la Justicia europea no hace más que maquillar el modelo. Pide a los gobiernos que exija a los promotores de las economías colaborativas su adaptación a las reglas emanadas de las reformas laborales neoconservadoras.

Recientemente, septiembre de 2020, el Tribunal Supremo de España, ha fallado también contra las plataformas de reparto y a favor de los riders que a título personal iniciaron sus particulares batallas en los tribunales (como la mano de obra de las economías colaborativas). El Supremo afirma que la empresa –Glovo– “no es una mera intermediaria en la contratación de servicios entre comercios y repartidores, es una empresa que presta servicios de recadería y mensajería, fijando las condiciones esenciales para la prestación de dicho servicio”.

La batalla legal por las condiciones de este colectivo comenzó en 2018, cuando un ciclista consiguió que una jueza de Valencia declarase improcedente su despido, por parte de la plataforma, pese a ser autónomo sobre el papel. Detalles como el control por GPS, el uso de la aplicación o no poder fijar precios fueron esenciales para concluir que la relación era por cuenta ajena.

Por su parte, el Gobierno español, ultima un Real Decreto; ley riders, a la luz de la sentencia del alto tribunal. El núcleo de la futura norma –que no termina de gustar a la CEOE– es la “inclusión de la presunción de laboralidad de los repartidores en el Estatuto de los Trabajadores”. Es decir, lo de toda la vida, la protección del trabajador ante los posibles abusos de la patronal.

Pero el mundo ya no funciona así. La lucha sindical, la lucha por conseguir mejores condiciones para los currantes, la solidaridad entre trabajadores y la necesaria protección del Estado, ha pasado a mejor vida. Los que seguimos creyendo en ello, desde que se abolió el infame trabajo infantil en las minas británicas, desde que se consiguió el descanso semanal, las ocho horas laborales, el derecho a vacaciones, el derecho a una pensión digna… somos, lamentablemente, unos dinosaurios.

Ante los dos pronunciamientos –Tribunal Supremo y Gobierno– ha surgido lo que nadie esperaba –al menos yo que al parecer vivo en otro mundo–, el pronunciamiento en contra de una gran parte (¿?) de los afectados, los trabajadores. Han interrumpido su actividad para manifestarse en Madrid, Barcelona, Valencia… en contra del proyecto de Decreto-Ley que prepara el Ministerio de Trabajo. Quieren seguir como están. Se consideran autónomos y no falsos autónomos. Han constituido la Asociación Profesional de Riders Autónomos (APRA), defienden que la futura ley “discrimina al colectivo de repartidores y los excluye de su actividad profesional” y a su derecho de aceptar o no el trabajo que se les encomiende.

Los datos de los que disponemos –aportados por los propios riders–, en el mejor de los casos pueden llegar a obtener entre 600/800 euros mensuales por 48 horas semanales –no entran en el cómputo las horas muertas, a la espera de los pedidos–. De ello tienen que descontar los costes de mantenimiento del vehículo, los seguros correspondientes, el pago a la seguridad social como –autónomos, impuestos, etc (todos ellos deberían ser pagados por el empresario, si fueran asalariados). Y no rechazar ningún reparto que se les haya asignado.

Hace algunos años, después de instalada la crisis del 2007, el concepto mileurista, formó parte del léxico de la calle para señalar como una especie de parias de la tierra a quienes tenían ese salario de mil euros. Era una deshonra, una vergüenza. Supongo que hoy, para los APRA, será un salario más que digno. Recomiendo la película Dos días, una noche de Jean–Pierre Dardenne, cine valiente, sin concesiones que tiene la habilidad de denunciar la última pirueta del capitalismo salvaje: dejar que se despellejen los trabajadores entre ellos por las migajas del sistema y de paso convertir la palabra solidaridad en impronunciable.

Las preguntas son: ¿Los que se han manifestado en contra de la nueva ley, representan a todo el colectivo de estos trabajadores precarios? ¿La APRA es un movimiento reivindicativo nacido de las bases o un instrumento creado y potenciado desde las plataformas? Doscientos años de reivindicaciones, de lucha por un trabajo digno están siendo enterrados gracias a un eufemismo que insulta a la lengua de Cervantes y a la inteligencia, la economía colaborativa.

En 1819, cuando en Gran Bretaña se promulgó la ley por la que se prohibía el trabajo de los menores, no todo fue una balsa de aceite. Lo empresarios que obtenían pingües beneficios gracias al trabajo semiesclavo de los niños, también protestaron. Cien años más tarde, en 1919 en España, costó lágrimas y sudores alcanzar la histórica reivindicación de las ocho horas de jornada laboral. Más de cien años después, el mundo se vuelve de revés; al parecer, los que aportan la fuerza del trabajo al sistema productivo prefieren seguir siendo trabajadores precarios en una sociedad del malestar, mientras plataformas que nacen un día, al siguiente ya cotizan en Bolsa. ¿Y el futuro? Probablemente yo no lo veré, pero los que vienen detrás, sí.

Marcelo Noboa Fiallo es socio de infoLibre

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