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A vueltas con el sentimiento de injusticia: ¿por qué no aparece en las canciones populares?

Librepensadores nueva.

Manuel Jiménez Friaza

Pienso a menudo en la injusticia, en tanto sentimiento universal, y he escrito con cierta frecuencia sobre ello. En esta entrada de mi blog (la primera de una miniserie de dos, ambas de 2012), por ejemplo, decía: «En realidad, no experimentamos la justicia sino la injusticia; del mismo modo que es la falta de libertad, su ausencia, la que nos ayuda a entender ésta como idea necesaria. Eso hace que la idea de justicia se nos aparezca siempre como un sentimiento primario, como una forma de venganza: la reacción caliente ante la ruptura de ese equilibrio inestable que nos sobresalta cuando una vida se troncha como una caña bajo el «empujón brutal» de una mano asesina, o el agravio que sentimos ante la desmesura de una inequidad social».

He estado siempre convencido de ello hasta que la lectura de una entrevista, publicada en Mediapart, a los autores de una investigación (Charles Ramond, Jeanne Proust, Sentiment d'injustice et chanson populaire, Delatour) sobre la ausencia del tema de la injusticia / justicia en las canciones populares, me ha hecho replantearme mis ideas previas y me ha provocado algo de escándalo y alboroto. Debo advertir que no he leído tal libro y que mi única referencia es la reseña e interpretación de sus autores. Empiezo, pues, con un resumen de sus descubrimientos para contrastarlos a continuación con mis propios planteamientos.

En primer lugar, Ramond y Proust se apresuran a aclarar qué entienden ellos por «canciones populares» y, de forma ciertamente mostrenca, aunque lógica, consideran que son aquellas que venden más, las más conocidas y exitosas para el público francés. Su perspectiva es moral, en sus palabras:

«Nos interesaba mucho la cuestión de los sentimientos morales: la ira, el desprecio, la vergüenza, que han sido objeto de muchos trabajos en la filosofía moral contemporánea. Entre ellos, el sentimiento de injusticia parece ser el más violento y sorprendente. Sería un sentimiento universal, sentido por todos, incluso por los niños, e incluso por algunos animales, ya que se puede encontrar entre los monos.»

Me detengo aquí ahora. La preeminencia de la injusticia como el sentimiento primario (la justicia no es más que una construcción complementaria, intencional y de naturaleza abstracta) es algo -como se puede leer en la autocita con que comenzaba el artículo- con lo que coincidimos plenamente: la lógica, para ser tal, debe ser negativa. Me choca, sin embargo, la alusión a la presencia de este sentimiento en los niños y algunos animales. Ha sido, a la verdad, una creencia muy arraigada en nuestra cultura ilustrada, pero que habría que poner en duda.

Yo aportaba el ejemplo de un pasaje del Informe sobre Victor de l'Aveyron de Jean Itard. En el pasaje al que me refiero, de este libro del que tanto podemos aprender aún, el pedagogo ilustrado, que asumió la tarea de «educar» y reincorporar al «niño salvaje» hallado en los bosques de La Caune a la vida social, se nos da cuenta de la pretensión (errónea según comprobó enseguida el mismo Itard) de inculcar al pobre niño el sentimiento de la injusticia como parte de su programa educativo. Para ello decidió un día encerrarlo, sin motivo alguno y en un día en que el niño estaba especialmente alegre, en un «cuarto oscuro» que, a veces, usaba como lugar de castigo. Para sorpresa del bienintencionado, pero equivocado, pedagogo, Victor no mostró otra cosa que sufrimiento al salir de la «celda de aislamiento». Itard, sin embargo, se mostraba satisfecho y convencido de haber hecho más humano al pobre "salvaje" de los bosques.

Tal vez damos por supuesto, demasiado a la ligera, que el sentimiento moral de la injusticia lo que motiva la indignación de los niños, en relación siempre a una real o imaginaria discriminación respecto a los hermanos, o el enfado de un alumno ante una nota que entiende que no responde a sus merecimientos, aunque aprenden enseguida a llamarlo así: «es injusto...», en la expresión que cualquier padre o maestro conoce tan bien. Quizá se trate solo de un rencor o deseo de venganza ante la puesta en cuestión de la propia imagen o estima social. Algo más primario y menos moral, en cualquier caso. Tengo esa duda.

Los investigadores franceses toman como punto de partida, precisamente, el supuesto carácter universal del sentimiento de la injusticia: «Si es un sentimiento universal, que se supone que todos deben sentir, este sentimiento de injusticia debe encontrarse en la canción popular, que puede considerarse como la voz de las pasiones ordinarias, que ayuda a construir.

En el repertorio estudiado siguen los siguientes pasos, según una estratificación que me parece muy completa: primero, las canciones infantiles, a continuación, las canciones de amores desdichados, luego el rap, las canciones comprometidas y finalmente las canciones revolucionarias. Y en ese recorrido encuentran la paradoja de que, a pesar de que parece un sentimiento obvio y común, apenas se le da importancia.

En las canciones populares, hay a veces una denuncia de algún aspecto de la realidad, pero no conduce a la injusticia tal como la entendemos comúnmente. Si nos ponemos de acuerdo en la idea de que el sentimiento de injusticia, tal como la entienden la mayoría de los periodistas y medios de comunicación, corresponde a un sentimiento de indignación muy fuerte, por un lado, y que tendría por objeto restaurar o establecer la igualdad, por otro, podemos afirmar que este sentimiento se encuentra muy poco en la canción popular.»

Afirman que, en su rastreo, incluso en los casos más críticos de canciones de denuncia, no encuentran ni un sola vez la expresión «es injusto». Hay indignación, pero no va acompañada del deseo de restablecer la igualdad rota; esta puede aparecer como un deseo, pero este deseo no va parejo a la rabia que normalmente lo acompaña. Incluso en las canciones comprometidas («militantes», las llaman los autores de esta indagación), encuentran algo que pertenece al ámbito de la injusticia, ni del resentimiento, sino al del entusiasmo y la alegría de la lucha común, del compañerismo y cosas de este orden. Los ejemplos más «literarios» que aportan, como Cyrano de Bergerac (que podía entender que su aspecto físico era una injusticia) o las canciones de Brassens, nunca se expresan en términos de injusticia, sino que encarnan una visión cercana a la perspectiva cristiana del mundo basada en el amor, incluso si el amor también es injusto. Una resignación, pues, una aceptación de la injusticia, un aspecto del consentimiento social.

A mí me producen estos descubrimientos una zozobra parecida a la que me provoca -imagina que le pasa a muchos lectores- la quietud social reinante, en general, en los países occidentales, en contradicción con los grados tan altos de desigualdad económica, y, por tanto, de injusticia distributiva que sufrimos, por ejemplo, en España. He acabado aceptando -a regañadientes- la advertencia de Ignacio Sánchez Cuenca sobre el hecho (sociológica e históricamente demostrado, según él) de que, con determinada renta per cápita, las revoluciones son imposibles: si la riqueza media por habitante alcanzará en España este año 36.650 dólares, según los datos del FMI, la «paz social» está garantizada. ¿Tiene también algo que ver el arraigo del pacifismo y el poso tradicional de la resignación cristiana entre nosotros?

Veamos lo que piensan los dos investigadores franceses sobre injusticia y violencia:

«¿Cuál es la relación entre el sentido altruista de injusticia del activista al tratar de restaurar una igualdad pisoteada y el sentido egoísta de injusticia del niño al exigir un trozo del pastel? Esto nos lleva a la cuestión de la violencia, que a menudo se justifica por el sentimiento de injusticia (…) Desde el momento en que el libro expresa su escepticismo sobre el sentimiento de injusticia, obliga al lector a pensar en la violencia buena y mala y en la dificultad, a menudo, de distinguirlas.»

La conclusión a la que llegan me resulta descorazonadora, pero no por eso puedo descartar en absoluta que les falta razón ni lógica: Creo que sería beneficioso eliminar «justo» e «injusto» del vocabulario, así como «puro» e «impuro» han desaparecido prácticamente del léxico común, a pesar de que fueron términos muy importantes y ampliamente utilizados durante milenios (…) Los «justos» e «injustos» sobreviven por el sentimiento íntimo de que todos saben lo que es justo e injusto, hasta el punto de estar dispuestas a perpetrar violencia en su nombre. Es un remanente de trascendencia en nuestra vida contemporánea que nos permite excomulgara a aquellos que no están de acuerdo contigo. Una indicación es que, aunque la injusticia se pueda sentir tan grave, nadie es condenado por injusticia. Esto no es motivo para una condena penal. Podríamos apegarnos a lo «legal» e «ilegal», en una concepción formalista o positivista. Aunque no podemos saber lo que es justo e injusto, podemos estar de acuerdo en lo que es legal e ilegal en una sociedad dada en un momento determinado.

Desde que leí esto no he podido desechar -como fue mi impulso inicial- esta reflexión con el expediente fácil de que se trata de una visión conservadora o demasiado positivista de la justicia. La ausencia de esta idea en las canciones, pero también en la mentalidad común de la gente, impide descartarlo sin más. El hueso más duro de roer es responder a mi sentimiento íntimo de que es más bien verdad lo contrario, porque, aunque el sentimiento de injusticia se nos hace pasar por un sentimiento moral o trascendente, con todos los peligros que eso acarrea, hay algo que lo vuelve tremendamente sólido y real: el testimonio de los millones de personas que han puesto en juego su comodidad, su imagen o prestigio, su propia vida por restituir la igualdad rota, por distribuir las cosas dando a cada uno lo suyo…

La desigualdad y la injusticia, pues, se hacen pasar continuamente como realidad natural con la que debemos convivir y de la que solo nos caben remiendos y parcheos. Amartya Sen, citando las fuentes indias que conoce en profundidad -lo recordábamos en 2012- la llama la «justicia de los peces» según la cual el pez grande se come siempre al más pequeño. También recordábamos entonces otro intento por demostrar este fatalismo de la injusticia, el de John Rawls. Rawls, el gran teórico de la «república de propietarios», solo contemplaba la justicia, en su poli ideal, según el «principio de la diferencia», una especie de algoritmo matemático de proporciones adaptado a las distintas circunstancias concretas. Este principio o regla dorada (que resultará familiar a los lectores porque algunas empresas con «conciencia social» lo ponen en práctica con los salarios de sus empleados) evitaría que la injusticia no sobrepasara nunca un punto medio de una gráfica entre los que más y los que menos tienen…

Tanta insistencia, desde luego, que se hace pasar por saber común, en la inexistencia del sentimiento de injusticia, o en la necesidad de expulsarla de nuestro vocabulario, como quieren los autores del libro que ha motivado este artículo, hace sospechar de sus buenas intenciones. Tal vez solo nos quede, para acabar, el deseo de que, si algún compositor de canciones lee esto, hable de la injusticia en su próximo tema. Aunque mucho menos fama y dinero con él, habrá colaborado en la lucha más antigua y noble del mundo, la que más sufrimiento y vidas se ha cobrado, la que pretende restituir a cada uno lo suyo...

Manuel Jiménez Friaza es socio de infoLibre

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