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Andalucía

Palabras de Luis García Montero en el acto del Día de Andalucía

Señora presidenta de la Junta de Andalucía, señor presidente del Parlamento andaluz, señoras y señores:

Es un orgullo tomar la palabra para agradecer el generoso reconocimiento que nos hace la Junta de Andalucía este 28 de febrero. Como soy poeta y Andalucía es tierra de poetas, sabrán comprenderme si en mi intervención acudo una y otra vez a la herencia que he elegido para buscar una identidad.

Luis Cernuda salió al destierro en febrero de 1938. Durante años vivió en Inglaterra, Escocia y EE.UU. Cuando el exilio lo condujo hasta México, donde vivían Concha Méndez y Manuel Altolaguirre, reencontró algunas cosas importantes: la lengua, la amistad, la lentitud. Pero una de las cosas que más le conmovió fue reconocer la pobreza, la dignidad de la pobreza, que había vivido antes en Andalucía y en otras partes de España. Después de muchos años en sociedades mercantilizadas, hundidas en la prepotencia del consumo, sintió a la gente pobre muy rica en valores humanos. Lo contó en su libro Variaciones sobre tema mexicano (1952), en un poema titulado Lo nuestro. Cernuda se preguntó “¿Riqueza a costa del espíritu? ¿Espíritu a costa de la miseria? Ambos, espíritu y riqueza, parece imposible reunirlos… Oh gente mía, mía con toda su pobreza y su desolación, tan viva, tan entrañablemente viva”.

Recuerdo estas palabras de Cernuda precisamente ahora que los mexicanos sufren el desprecio del presidente de los Estados Unidos. Al pensar en lo nuestro, siempre he considerado que la tarea más importante es asumir el reto que Cernuda consideró imposible: salir de la pobreza sin caer en la prepotencia del lujo, progresar económicamente sin convertir en mercancía todo lo que pensamos, sentimos y tocamos. Buena tarea a la hora de buscar una identidad.

El saber democrático necesita de la ciencia, la técnica y las humanidades. Tan reaccionario es quien desprecia las ciencias y la técnica como quien desprecia el arte y la cultura. Sólo personas formadas en el recuerdo de su historia y en la imaginación moral que permite comprender el dolor ajeno, pueden utilizar la técnica y la ciencia en favor de la dignidad humana. Y de eso se trata.

Mi admirada María Galiana y yo tenemos la suerte de compartir el reconocimiento de hijos predilectos de Andalucía con unas medallas que representan la juventud y la experiencia, la formación y la información, la economía y la solidaridad, el arte, la ciencia y la técnica como elementos hermanos de un patrimonio común. Supongo que eso es lo que significa reunirnos en este escenario a la Asociación de Víctimas de la Talidomida, a la Coordinación Autonómica de Transplantes del Servicio Andaluz de Salud, al Instituto Vicente Espinel, al empresario Manuel Molina, al catedrático de Ciencias de la Computación e Inteligencia Artificial Francisco Herrera Triguero, al periodista Antonio Caño, al doctor en robótica e ingeniero informático Ramón González, a la deportista Lourdes Mohedano, a la escritora e historiadora Antonina Rodrigo, a las músicas de India Martínez, Arcángel, Paco Cepero y Elena Mendoza, a la actriz y profesora María Galiana y a mí, un poeta que se ha dedicado como profesor de literatura a estudiar la obra de poetas andaluces: Gustavo Adolfo Bécquer, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Luis Cernuda y Luis Rosales.

De estos poetas he aprendido a buscar en el Sur una identidad que se niega a la mercantilización y que no pierde nunca el deseo de una relación elegante y llena de sensualidad con la vida. Hace años, paseando por la Bahía de Cádiz, vi cómo la gente daba una ovación espontánea a una puesta de sol. Se celebraba la belleza y el paso natural del tiempo. Como tantos poetas, escribí entonces mi Teoría del Sur.Teoría del Sur.

La reflexión sobre las identidades resulta un ejercicio imprescindible en esta época de globalización. Son, desde luego, una amenaza las identidades rocosas, fundamentalistas, colonizadoras, soberbias, que quieren imponerse como único modo de vida. Hay demasiadas banderas, demasiados credos, demasiados patriotismos, demasiadas costas y fronteras manchadas de sangre. Pero tampoco es muy alentadora la renuncia a una identidad, porque los individuos condenados a la soledad y al vacío son incapaces de habitar la palabra nosotros, y en esa palabra se edifican los valores de la convivencia, los vínculos de la solidaridad. Sin identidad nadie se siente responsable de nadie. Así que tan peligrosa es la soberbia del que se cree con derecho a matar en nombre de su Dios o de su bandera como la indiferencia del que no se conmueve con el hambre de la vecina del cuarto o con el desamparo de la persona que lleva años sin conseguir un trabajo. La ley del yo a lo mío es tan mezquina como la consigna de todos a obedecer mis mandamientos.

Conviene, pues, buscar un nosotros integrador, flexible, abierto, dispuesto al diálogo. Esa es la identidad andaluza en la que confío, la que me han enseñado los poetas del Sur. Famosas se han hecho estas palabras de Federico García Lorca: “Yo creo que el ser de Granada me inclina a la comprensión simpática de los perseguidos. Del gitano, del negro, del judío..., del morisco que todos llevamos dentro. Granada huele a misterio, a cosa que no pudo ser y, sin embargo, es. Que no existe, pero influye. O que influye por no existir...”.Del gitano, del negro, del judío...

Está bien eso de meditar sobre el nosotros en el espacio de lo que es, lo que no es y lo que puede ser, porque las identidades no dogmáticas ofrecen la posibilidad de una memoria no sometida a las alambradas.

Federico García Lorca empezó a meditar sobre estas cosas desde muy joven y por eso acabó componiendo libros como Poeta en Nueva York y el Diván del Tamarit, la gran ciudad del siglo XX y el recuerdo de la poesía andalusí. Ante el espectáculo de la Primera Guerra Mundial, cuando la ciencia y la técnica servían para provocar matanzas modernísimas, escribió en 1917 una denuncia del patriotismo: “Desde la escuela, en vez de enseñarnos a amarnos y a ayudarnos en nuestras miserias, nos enseñan la deplorable historia de nuestros países salpicados de sangre, de odios y nos dicen: Aprended a matar a vuestros enemigos. Mirad. ¿Veis este retrato? Pues es Felipe II, que quemó 8.000 herejes. ¡Admirad a este otro! Es el Cid Campeador, que luchó contra la cruel morisma y que en Valencia asesinó a muchos hombres… Y éste es Santiago, patrón de España, que luchó contra los moros y los exterminó”.

¿Qué educación recibimos? A esa pregunta volveré en un momento, pero antes quiero insistir en la idea de que ampliar la memoria es ampliar el futuro en la apuesta de los que desean edificar una identidad integradora.

Como muchos profesores he repetido cien veces la frase de Montaigne con la que se fundó el ensayo moderno para defender la libertad de pensamiento desde la propia experiencia: “Yo soy la materia de mi propio libro”. ¿Por qué no sentir también como mías estas palabras de Ibn Hazm al final del prólogo de El collar de la paloma?: “Perdóname que no traiga a cuento las historias de los beduinos y de los antiguos, pues sus caminos son muy diferentes a los nuestros. Podría haber usado de las noticias sin número que sobre ellos corren, pero no acostumbro a fatigar más cabalgadura que la mía ni a lucir joyas de prestado”.

Cuando Ibn Hazm se separó de la línea teológica oficial del Califato, sus libros ardieron en una hoguera. Este breve poema suyo me sirve para defender la libertad de expresión, tanto como los versos que escribió mi maestro Rafael Alberti contra la dictadura franquista:

Dejad de prender fuego a pergaminos y papelesy mostrad vuestra ciencia para que se vea quién es el que sabe,y es que aunque queméis el papel nunca quemaréis lo que contiene,puesto que en mi interior lo llevo,viaja siempre conmigo cuando cabalgo,conmigo duerme cuando descansoy en mi tumba será enterrado conmigo.

No estaría de más que a la hora de hablar del pensamiento en nuestra identidad, se recordaran en Andalucía y en España estas palabras escritas aquí por Averroes, en el siglo XII, en su Exposición de la República de Platón: “En estas sociedades nuestras se desconocen las habilidades de las mujeres porque ellas sólo se utilizan para la procreación, estando destinadas al servicio de sus maridos y relegadas al cuidado de la procreación, educación y crianza. Pero esto inutiliza sus otras posibles actividades. Como en dichas comunidades las mujeres no se preparan para ninguna de las virtudes humanas,  sucede que muchas veces se asemejan a las plantas en nuestras sociedades”. No conozco a ningún autor medieval que escribiese en latín o en castellano pensamientos como este para la literatura española.

Y me gusta recordar a la princesa Wallada, nacida en Córdoba en el año 994, poeta que bordaba los propios versos en sus vestidos: “Doy gustosa a mi amante mi mejilla / y doy mis besos para quien los quiera”. Cuando terminaron sus amores con otro gran poeta, Ibn Zaydún, echó en cara su infidelidad de esta manera:

Tu apodo es hexágono, un epítetoque no se apartará de tini siquiera tras la muerte.Eres pederasta, puto, adúltero, cabrón, cornudo y ladrón.

Tenía fuerza la princesa Wallada. Claro que con este tipo de palabras conviene tener más cuidado ahora que antes, porque se están poniendo de moda como seña de identidad en las redes sociales y en los comentarios que convierten los escenarios de la opinión pública en un paisaje degradado. Junto a la mercantilización del tiempo y de las personas como objetos de usar y tirar –objetos sin pasado y sin futuro, sólo instante en la cadena del consumo–, brilla también el orgullo de un nuevo tipo de analfabetismo, un analfabetismo orgulloso de serlo. Y enlazo aquí con la importancia de la educación, aunque por desgracia las agresiones a la educación pública y el dominio de la telebasura están marcando también nuestro modo de vida.

Durante la Guerra Civil, en la revista la Hora de España, don Antonio Machado publicó una carta a David Vigodsky en la que, siguiendo el recuerdo de su padre, Demófilo, hacía esta declaración de amor al pueblo: “En España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo. En los trances duros, los señoritos –nuestros barinasinvocan la patria y la venden; el pueblo no la nombra siquiera, pero la compra con su sangre y la salva. En España, no hay modo de ser persona bien nacida sin amar al pueblo. La demofilia es entre nosotros un deber elementalísimo de gratitud”.

Esta es la base del amor de los poetas andaluces a la cultura popular y al cante jondo, empezando por Gustavo Adolfo Bécquer. Un pueblo cultivado por la verdad de la vida, por la pobreza y la solidaridad de la resistencia, se convertía en refugio de la soberbia de los señoritos. Llevar la cultura a ese pueblo fue la mayor apuesta de la Segunda República, siguiendo la pedagogía de otro andaluz, Francisco Giner de los Ríos y de su Institución Libre de Enseñanza.

Confieso que cuando veo algunos programas de telebasura, cuando observo el modo en el que se remueven de forma calculada los bajos instintos, me entran muchas dudas sobre la posibilidad de que sobreviva la entereza de un pueblo parecido a aquel en el que confiaba Antonio Machado. Las tradiciones del arte popular educan en una relación con la vida de valor sentimental, sensible y experimentada a través de generaciones. La telebasura y los grandes medios de información que están en manos de las élites económicas generan el producto de unas mayorías invitadas a la desmemoria, el racismo, el egoísmo, el miedo, dispuestas pare ser manipuladas por cualquier demagogo de extrema derecha, cualquier iluminado capaz de violar los derechos humanos y de suspender el debate argumentado de la razón pública. Un hijo de emigrantes trata de enemigos a los emigrantes. Lo que ocurre en EE.UU, lo que puede ocurrir en Francia y en otros países de Europa, es una ruidosa señal de alarma. No juguemos con el Nosotros.

Si la democracia se degrada, si la gente pierde la confianza en la justicia, si las instituciones públicas y el derecho son invadidos por la corrupción y el impudor, es posible que el pueblo educado hoy por las grandes cadenas del consumo ponga su indignación en manos muy poco amigas de ese pueblo. Las encuestas sobre la lectura en España resultan desalentadoras no ya porque se lea poco, algo por desgracia tradicional, sino por el orgullo con el que se declara el desprecio por la lectura y la educación, el orgullo de ser analfabetos, de no escuchar, de llenar las redes y las televisiones de basura. Por seguir con Antonio Machado, no nos cansemos de recordar lo que Juan de Mairena enseñó a sus alumnos: para que una sociedad sea libre, no basta con poder decir lo que pensamos, hay también que poder pensar lo que decimos.

Soy consciente de que vivo en un país con un 30 % de la población en peligro de exclusión social, con un empleo tan precario que la mitad de los nuevos contratos firmados no duran más de un mes y con unos salarios tan bajos que no salvan a los trabajadores de la pobreza. Y soy consciente de que esto tiene difícil solución mientras se degrade la cultura popular y se castigue la dignidad del tiempo de ocio con la misma saña que se castiga la del tiempo laboral.

Las instituciones deben trabajar para evitarlo, sabiendo que son ellas la encarnación cotidiana de la virtud pública, del imperio del derecho democrático y de los amparos sociales que aseguran una convivencia justa. La importancia de estos reconocimientos que hoy recibimos no está sólo en el alto valor sentimental de nuestra identidad andaluza, sino también en su carácter institucional, en su dimensión pública. Es una institución, la institución de todos los andaluces y las andaluzas, la Junta de Andalucía, quien los concede. Una institución que conseguimos alcanzar gracias a una esforzada lucha democrática. Las instituciones son el lugar en el que lo privado desemboca en lo público, lo particular en dominio común, lo local en un ámbito de convivencia colectiva. Olvidar el valor de las instituciones es tan peligroso como alejar a las instituciones de la gente que camina y camina por las calles.

Juan Ramón Jiménez se concedió a sí mismo el título de “andaluz universal”. Tenía derecho, porque era un poeta de valor universal y porque la identidad andaluza de calidad, más que encerrarse en el costumbrismo, ha querido siempre transcender las fronteras, articular un compromiso con su tierra, con España y con la Humanidad.

Empecé con Luis Cernuda y quiero concluir también con él, con su amor al Sur, con su identificación con un modo de vida capaz de valorar la belleza de una puesta de sol. Las identidades abiertas viven en el “como si”, en el “pudiera ser”, no en el dogma de lo inmutable. La herencia recibida de los mayores, igual que el reconocimiento público, es un legado que nos compromete con el futuro. Hacer de Andalucía una tierra de libertad, integración, igualdad y justicia social es el compromiso más digno que pueden asumir los que se sienten hijas e hijos de Andalucía. Aclarando por cuestión de edad que cada vez valoro más la sabiduría de los cuerpos y de las inteligencias que aprenden a envejecer, repito aquí para terminar esta divagación que Luis Cernuda escribió en 1933, todavía joven:

“Confesaré que sólo encuentro apetecible un edén donde mis ojos vean el mar transparente y la luz radiante de este mundo; donde los cuerpos sean jóvenes, oscuros y ligeros; donde el tiempo se deslice insensiblemente entre las hojas de las palmas y el lánguido aroma de las flores meridionales. Un edén, en suma, que para mí bien pudiera estar situado en Andalucía”.

'Memoria de futuro': Luis García Montero y los nuevos poetas españoles

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Muchas gracias.

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