Cataluña

Si declaras la independencia, te echo los tanques

La nueva ley de Seguridad perseguirá casos que atenten contra el “interés nacional”

Emmanuel Rodríguez

Huele a pólvora electoral. El 2 de noviembre nos desayunábamos con una declaración de “protoindependencia” que completaba, apenas unos días después, el “Visca la República catalana” de la nueva presidenta del Parlament. Si se permite la anotación: Forcadell es un espécimen político peculiar, ha conseguido rejuvenecer aprox 20 años, desde que pasara de triste funcionaria de “política lingüística” a personalidad relevantísima de la política catalana. El caso es que sin dejar tiempo de descanso, el mismísimo presidente del Gobierno nos apelaba ese mismo día con la contundencia propia de un jefe de Estado: “Emplearé todos los medios a mi alcance para impedir la secesión de Cataluña”. A buen seguro los grandes gestos seguirán durante estas semanas.

A ver: lo de estos días es un paripé, un sainete, género por otra parte típicamente hispano. El problema es que a fuerza de repetirse puede que los actores se hayan convencido de su papel. Recapitulemos. El problema catalán (o si se prefiere el problema español) no debiera haber ido más allá de una negociación entre élites. Una renovación del pacto secular que llevaría al Gobierno español a ceder en los términos de la tradicional triada del conservadurismo catalán: pasta, patria y lengua. O si se quiere traducir a lenguaje más técnico: concierto fiscal, reconocimiento de la nación catalana y blindaje de competencias, para que jamás, jamás, se repitiera lo de la ley Wert. Sería algo así como volver al Estatut de 2006, poco más.

En condiciones normales y tirados los órdagos pertinentes, Gobierno y Govern acabarían por reunirse, alcanzando los acuerdos necesarios. Sellados en despacho, se convocarían después sendos actos solemnes. Así, los de Mas llamarían al poble catalán (uno y único) para anunciar a gritos que la soberanía de la nación está garantizada. Al mismo tiempo, los de Rajoy, acompañados por Artur, reivindicarían la unidad de la España reinventada con un nuevo acuerdo de concordia nacional/plurinacional. Resultado: 30 años más de paz cementerial a uno y otro lado del Ebro. Conviene no olvidar que este es el final más probable del enésimo capítulo de la histórica tensión Catalunya-España.

El problema es que no estamos en condiciones normales. De hecho, la actual crisis orgánica del régimen español nos plantea algunas preguntas teóricas importantes: ¿hasta qué punto alcanza la autonomía de la clase política respecto de los poderes reales del país, esto es, las oligarquías económicas, Europa, los poderes financieros? O dicho de otro modo: ¿hasta dónde puede llegar la audacia —o, lo que es muy parecido, la ceguera— de los hombres de Estado? Quizás no haga falta decirlo, el sainete se sostiene sólo porque en realidad se juega poco. Sin el marco europeo, sin la profunda interdependencia de ambos territorios y sin los límites obvios al enfrentamiento militar y civil, el asunto se hubiera marchitado hace ya mucho tiempo.

Empecemos pues por lo obvio. La declaración institucional, como todo el intento de Convergència de encabezar el Procés, proviene de la crisis, pero no tanto de la sociedad catalana, cuanto de la suya, la propia. Hablamos de la creciente dificultad de CDC para mantener la hegemonía política que ha ejercido en Catalunya desde 1980. Un dominio, propio de cortijo, que ha mantenido hasta antes de ayer, salvo durante aquel periodo que gobernó el tripartit y en el que como dijo Thatcher respecto a los laboristas: su mayor triunfo fue que la oposición no hiciera más política que la que Pujol había inventado. Sin la crisis del sistema de partidos y sin la crisis económica —los recortes— difícilmente hubiera existido una Convergència procesista. Por resumir mucho: los convergentes han apostado por el soberanismo menos por convicción que por esconder su 3%, en aras de poder seguir reivindicando la propiedad de la finca.

La cuestión es que para hacerlo han tenido que cabalgar un caballo difícil y algo desbocado, el malestar de las clases medias catalanas expresado en forma de soberanismo. Y lo han hecho de la única forma que saben hacerlo: recurriendo a todas las artes dramáticas y oratorias de la representación nacional. Seguro que muchos habrán reparado en el parecido oratorio de De Gaulle y Artur Mas o, como dice ya parte del periodismo hagiográfico, en el Artur dispuesto —sólo aparentemente— a ir hasta el final en el proceso de independencia, aunque sea a costa de su propia cabeza, como hiciera el viejo Companys.

Inciso: Companys fue uno de los líderes históricos de Esquerra. Declaró el Estat catalá dentro de la “República Federal” en octubre del 34, a la vez que la Revolución de Asturias, siendo encarcelado por el Tribunal Constitucional de entonces bajo el gobierno de la CEDA. En 1940 fue deportado por Francia a España, donde fue ajusticiado sin miramientos por la dictadura de Franco. Aunque ahora no merezca la pena discutir la mitificación de la figura de Companys, no deja de sorprender que tantos quieran equiparar al líder republicano con este hijo de la alta burguesía catalana, aprendiz de siciliano en el clan Pujol y viajante de coche oficial desde 1987. Parodias de la comparación histórica.

Igualmente, pero de forma menos dramática, más como de andar por casa, al otro lado del Ebro, Rajoy y PP se enfrentan también a su inmenso 3%, así como a la sombra cada vez más larga de su sustituto: el partido catalán no catalanista: Ciudadanos. Pocas armas políticas más allá de la unidad patria le quedan a Rajoy. Por eso, balbuceante, no deja de moverse entre un “plato es un plato” y aquello de que España es “la nación más antigua de Europa”. Alguien debiera explicarle que no existen naciones, ninguna, antes del siglo XIX.

El resultado de este tráfico de declaraciones es un comercio electoral peligroso, hecho de grandes gestos que se van agotando paso a paso. Naturalmente, entre ambas mafias, para conseguir el imprescindible dramatismo del enfrentamiento, se recurre a la razón de Estado (el existente o el por crear). Estado, soberanía, nación son llevados al paroxismo de lo que en el fondo no deja de ser un contrasentido por parte de dos partidos tan cleptocráticos que sólo pueden tener comparación con la de la Rusia postsoviética de Yeltsin. Sea como sea, el asunto va adquiriendo ese punto en el que la vuelta a atrás se va quedando cada vez más lejos. Quizás baste ya sólo con encausar a Mas por desobediencia y no por corrupción, o con suspender la autonomía (vía artículo 155), para que el procés tome un curso irreversible.

Debilitadas pues las dos derechas y según parece obligadas al mutuo enfrentamiento, sólo el reemplazo de élites podría ser el prólogo a la “nueva solución de Estado”. En eso andan Sánchez y socialistas hablando de Estado federal, pero con tan poco fuste como un 13% de voto en Cataluña. Y en eso andarán los de la “nueva política” (Colau e Iglesias) si las cosas van como apuntan. Al menos históricamente, haciendo Estado y haciéndose Estado es como la izquierda resuelve las tareas que sólo debían competir a sus adversarios.

¿Caben otras soluciones que no pasen por asumir esa “responsabilidad de Estado” que esgrimen con cinismo los mismos que le sacan tanta tajada? Puede, si se invierte el problema; si se lleva más allá de los clásicos términos de la legitimidad democrática de cualquier territorio para definir su querencia o no por el Estado propio. En ese caso, no se trataría de buscar más solución al problema español (o catalán), sino de admitir por fin la separación. En las condiciones actuales parece que sería suficiente con dejar a los actores a su propia inercia. En lugar de una España tendríamos dos, tres o cuatro, con todos los vicios de siempre; o por ser más claros, un puñado de nuevas provincias europeas algo más impotentes que su matriz original. No obstante, y sin necesidad de aceptar el esquema tercerinternacionalista en el que la resolución de las contradicciones nacionales (la revolución burguesa) da lugar a la agudización de las contradicciones sociales (la revolución socialista), lo cierto es que la(s) separación(es) podría traernos algunas ventajas imprevistas.

Al este de los Monegros, Cataluña sería ya ingobernable sobre las bases del catalanismo político, y su sempiterno lamento de la España incivilizada y atrasada. Pasados los fastos del primer año, la ilusión del un sol poble comenzaría a resquebrajarse tan pronto como estallase ese complejo hojaldrado social y económico que es la metrópoli barcelonesa y que ya palpita al mismo ritmo al que se incrementa uno de los índices de desigualdad más elevados de Europa. La única condición que cabría poner es que las llamadas de auxilio que las élites catalanas acostumbran a lanzar cuando se ven en apuros en ca nostra no encuentren eco alguno al otro lado del Ebro. No hace falta ni una CNT, basta con que la larga crisis que se viene encima haga su trabajo.

Mientras, en el otro lado, en la Espanya petita, la separación mostraría a la oligarquía de siempre su incapacidad (una vez más) para gobernar “su” país. Seguramente, nos ofrecerían una escenificación enésima del trauma nacional, tan patética y tanto más paródica que la de 1898, que se trataría de solucionar con un regeneracionismo autoritario, a lo Macías Picavea, más impotente aún que el de entonces. En esta España menguada, bastaría también con sustraerse al drama, y devolvérselo bien empaquetado dentro de una bandera cadavérica a sus legítimos dueños. En el mejor escenario seríamos testigos de la autoabolición de las dos derechas.

Confirmadas las dos o tres nuevas Españas con sus respectivos Estados, se podría abrir paso, por fin, a una época paradójica: la del reconocimiento de que el tiempo de los Estados-nación ya pasó. Y así existiría al menos la posibilidad de darse de bruces, ¡caramba!, con la Unión Europea, la única instancia que hoy por hoy tiene atribuciones de Estado: la de decidir sobre la excepción (como en esta crisis). Recuérdese que la UE determina dos tercios de las legislaciones nacionales además de imponer con rango de norma constitucional los severos límites a la inflación y al gasto. También sería el momento, ¡caramba!, de pensar el poder en una clave distinta, no soberanista, sin esas muletillas empleadas hasta el aburrimiento en este último año y medio de discurso y ensayo de lo “nacional popular” en España, Grecia, Catalunya y algunos otros países.

Curiosamente, este ejercicio de historia-ficción pero cada vez más real, de multiplicación de Estados-nación cada vez más impotentes, nos empuja a afrontar el problema del poder y de la democracia, desde un punto de vista simétrico y contrario al del mando neoliberal; y por eso eficaz. No la reivindicación de la soberanía nacional encerrada en una parcela pequeña del circuito de producción global, cuanto el establecimiento de contrapoderes parciales en cada punto de esa cadena. No la imposible segregación soberana dentro de la división internacional del trabajo, cuanto el ataque a los poderes financieros y la redistribución de la riqueza real. No la Europa de los pueblos y sus correspondientes Estados soberanos que imagina la izquierda, cuanto esas metrópolis complejas hechas de diversidades cada vez más inclasificables (de clase, lengua, identidad, nacionalidad, forma de vida) que componen la Europa real.

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Como en una vuelta a los orígenes, caso de que esta vía se hiciera real, podríamos estar mucho más cerca de ese viejo proyecto socialista que, en palabras de Marx, consiste en dar sepultura al “Estado parásito, que se nutre a expensas de la sociedad y entorpece su libre movimiento”.

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