LA PORTADA DE MAÑANA
Ver
Especulación en el infierno: los intermediarios inflan los precios en medio del caos y la muerte de Gaza

Literatura

El fantasma de Philip Roth

Philp Roth, cuentan, vive obsesionado con la llamada desde Suecia que le anuncie el Nobel

Manuel Arias

Philip Roth ha cumplido 80 años, vive desde hace un tiempo en una aislada cabaña de Connecticut y dice haber abandonado una ficción novelesca sobre cuyo futuro expresa las dudas propias de quien ya no tiene tiempo por delante, sino solamente por detrás. Dicho de otro modo: sale Philip Roth, entra su fantasma.

Muchos novelistas y no pocos hombres matarían, sin embargo, por dejar atrás una vida tan rica como la suya: escritor mil veces premiado y reverenciado por la crítica, activo participante en los debates intelectuales de su época, protagonista de una vida personal a la vez turbulenta y atractiva. Paradójicamente, este gigante de las letras americanas mataría a su vez, según todos los indicios, por recibir el Premio Nobel. Y en este detalle aparentemente menor, en este comprensible capricho, está el autor entero; para bien y para mal.

Roth es un escritor razonablemente popular, bien conocido en España. Nacido en Newark, New Jersey, en 1933, en el seno de una familia de comerciantes judíos, nuestro autor estudió en la oscura Universidad de Bucknell antes de hacer un posgrado en la de Chicago, donde conoció a su mentor literario, Saul Bellow, y a la que sería su primera mujer, Margaret Martinson, de la que pronto se divorciaría. Después de servir dos años en el ejército americano –un tipo de formación personal ausente en el currículum de cualquier novelista joven contemporáneo– y de publicar relatos en revistas diversas, honrando con ello una tradición norteamericana todavía viva, Roth se estrenó como escritor con Goodbye Columbus, colección de historias cortas galardonada con el National Book Award en 1960. Y desde ahí, hacia arriba.

Fue dos años después cuando saltó a la fama literaria, tras la publicación de El lamento de Portnoy, una novela feroz sobre la infancia y vida amorosa de su inmaduro protagonista, que destacaba por la explicitud de sus escenas eróticas y por un humor descarnado no exento de cierta rigidez. Porque el humor de Roth no es el humor de Bellow; de hecho, la naturaleza del humor del primero constituye un cierto lastre para su narrativa, porque, careciendo de la generosidad humanista de Bellow, hacen traslucir un ser humano desde luego interesante, pero quizá no muy soportable. Su ironía carece de liviandad, su humor es malhumorado, la voz narrativa parece marcada por un exceso de autoconciencia trágica. A cambio, Roth está dotado para la sátira y la parodia, géneros a la vez clásicos y posmodernos que él combina en títulos como La pandilla u Operación Shylock. Recordemos el dictum de Nabokov: “La sátira es una lección, la parodia es un juego”. A menudo, Roth nos entrega un juego que contiene una lección.

No obstante, esta dimensión lúdica dista mucho de ser liviana; en ella, Roth se embarca en uno de sus ejercicios favoritos, que es el desdibujamiento de las fronteras entre realidad y ficción, o, si se quiere, entre el narrador y sus narraciones. Esto es especialmente evidente en las brillantes Operación Shylock y La contravida, pero puede aplicarse a todas las novelas del llamado ciclo Zuckermann, nombre del alter ego del autor, que opera como narrador de vidas ajenas y ocasional protagonista. Esta presencia novelesca sirve como truco literario, como mecanismo de distanciamiento, incluso como desdoblamiento de la voz del autor, que con ello se enmarca en la mejor tradición modernista que exige sospechar del narrador. A su vez, sin embargo, dice mucho de la persona Roth, ya que, ¿puede una vanidad como la suya limitarse a narrar vidas ajenas sin asomarse a la narración misma? No, la tentación es demasiado grande. Paradójicamente, una de sus mejores obras, Patrimonio, trata de sí mismo mediante la figura de su padre, pero lo hace con el respeto debido, sin necesidad de enmascaramiento alguno, sin trampantojos.

Esa vanidad se traduce también en una sana ambición literaria. En ese aspecto, Roth es un autor profundamente norteamericano, que se mide de continuo con la tradición literaria de su país y adopta como suyo el mismo programa de reflexión nacional que Don Delillo defendiera como destino inevitable de quienes viven en un país que produce una historia más sorprendente que cualquier ficción. Pero allí donde Delillo o Doctorow trabajan a partir de episodios históricos concretos, Roth hace como Bellow y se centra en las historias personales que corren paralelas a la gran historia y se ven sacudidas por ella, como en el caso del conmovedor desencuentro –a la vez personal y generacional– entre padre e hija en Pastoral americana o la crónica subterránea de su matrimonio y ruptura con Claire Bloom que es Me casé con un comunista. Y si coquetea con la realidad histórica, Roth, más grande que la historia, se inventa una ucronía en la que un candidato antisemita gana la presidencia del gobierno norteamericano (La conjura contra América) o se ocupa de una epidemia de polio acontecida en 1944 en su Newark natal (Némesis).

Así que, en todo momento, Roth se mide con la gran tradición de su país, en la que desea ocupar un lugar de honor. Es verdad que lo hace algo irónicamente, pero también con mortal seriedad. Recordemos que publica en 1973 una obra significativamente titulada La gran novela americana, que su magnífica La mancha humana se mide con la Luz de agosto de William Faulkner al tratar el problema de la mezcla racial, o que su retiro en la cabaña no deja de representar un destino típicamente americano, que arranca al menos en Thoreau y se prolonga hasta Unabomber. Naturalmente, Roth va a menudo a New York a tomarse un café, y habría que comprobar cuántos días completos pasa en la cabaña. Y también cuántos los pasa preguntándose por su Premio Nobel. ¿Por qué la obsesión? Es difícil imaginar a Bellow, no digamos a Vonnegut, tan preocupados por un premio cuya relevancia pública es muy inferior a su pedigrí artístico; sobre esto, véanse Jacinto Benavente o Wole Soyinka. Pero tal vez sea más correcto decir que la obsesión es la misma en todos los casos y Roth no se preocupa de enmascararla: quiere que el reconocimiento sea total, absoluto, indiscutible.

Philip Roth, "fuera de los disfraces"

Philip Roth, "fuera de los disfraces"

Sus últimas, breves y menos logradas novelas han marcado un giro introspectivo en el que la cercanía de la muerte y el problema de una sexualidad ahora impotente constituyen los temas esenciales. En realidad, son asuntos sobre los que Roth había escrito ya sus mejores páginas, en especial en la que acaso sea, junto a Pastoral americana, su mejor novela, El teatro de Sabbath, donde el personaje del mismo nombre se enfrenta a la muerte mientras continúa la voraz búsqueda de satisfacción sexual que ha marcado su vida. Se trata de una novela controvertida, donde quizá se ponga de manifiesto –que Simone de Beauvoir me perdone– que Roth es un escritor profundamente masculino, en el sentido de explorar problemas muy particularmente masculinos desde un punto de vista intransferible. Tras su belicosa separación, la actriz británica Claire Bloom publicó un libro de memorias donde acusaba a Roth de querer controlarla y de estar aquejado de un insuperable complejo ante el poder sexual de las mujeres. Es posible. Si es así, esa obsesión nos ha proporcionado en El teatro de Sabbath una novela única, la más oblicuamente cercana a Bellow en la itinerancia existencial de su protagonista y en la apertura dramática de su desarrollo. La voracidad del escritor y el varón se confunden; ambas, por lo demás, terminan igual: en ningún sitio.

Por otro lado, se diría que Roth sólo puede estar casado consigo mismo. Ahora, a los 80 años, quiere estar solo. Y si puede ser que, cuando suene el teléfono, sea porque lo llamen desde Suecia. Deseémosle suerte y sigámos leyéndolo.

 

Más sobre este tema
stats