DESPACHOS DE LETRAS

'Comandante', radiografía de un poder dilapidado

La imagen de la portada del libro.

Antonio G. Maldonado

“Chávez seguía envuelto en el extranjero en una cierta mística, ya fuera en función de la forma de pensar de cada cual, como tirano o como mesías. Imágenes de caricatura. Pero la realidad era más compleja, extraña y fascinante. De ese modo nació la idea de este libro”, confiesa Rory Carroll (1971), corresponsal de The Guardian en Caracas entre 2006 y 2012, en el prólogo de Comandante (Sexto Piso), la biografía que ha dedicado a los catorce años del Gobierno de Chávez, desde su triunfo a finales de 1998 hasta su reciente muerte, el pasado marzo.

En realidad, el libro es mucho más que eso, pues los saltos al pasado, tanto del propio Chávez como de la historia venezolana son constantes, y resulta un cuadro mucho más amplio y jugoso, que contextualiza la llegada del personaje en una historia de desprecio de las élites hacia unas clases populares que crecían exponencialmente en un país que flotaba en petróleo. “Las colinas [de chabolas] conocían el valle [donde vivían los ricos y poderosos] íntimamente, cómo querían que se doblaran las toallas, se exprimiera el zumo o se sazonara el bistec. El valle no sabía nada en absoluto de las colinas”.

En 1998, cuando Chávez ganó las elecciones presidenciales bajo el Movimiento Quinta República, el teniente coronel era conocido en el país por el intento de golpe de Estado que había protagonizado en 1992 contra el Gobierno de Carlos Andrés Pérez. Después de dos años de prisión, le fue concedido un indulto tras el cual comenzó a forjar una imagen poderosa y nueva alejada de las desprestigiadas élites clásicas, lo que acabó por llevarle en volandas a la presidencia de una república carcomida por la corrupción, donde los dos partidos clásicos (AD y Copei) se habían repartido el poder y los privilegios de los petrodólares desde que el país recuperara la democracia en 1958.

Aunque no estaba aún en Caracas cuando la intentona que derrocó a Chávez triunfó por unas horas en 2002, el relato que Carroll hace de esos momentos es clave en el desarrollo de su tesis central. El presidente desconfía desde entonces de todo y de todos, y ya fuera por convicción o por cálculo político, inicia un viraje que le lleva en 2005 a declararse socialista y comenzar una agresiva campaña de nacionalizaciones y ataques contra los medios, a los que Carroll critica con una libertad que, a veces, el gremialismo profesional ha omitido en los relatos que nos han llegado: “Globovisión, RCTV, Venevisión y Televen […] lanzaron un bombardeo implacable contra Chávez, criticando, condenando, exagerando y tergiversando todo lo que decía y hacía”.

No es de extrañar que Chávez se echara a partir de entonces en los brazos de Cuba, cuyo régimen había vivido una situación similar; Fidel Castro sólo se declararía socialista y aliado de la URSS cuando comprobó la hostilidad norteamericana hacia su revolución, (en los primeros años nacionalista e inspirada en Martí), que desembocó en la fallida invasión de bahía de Cochinos. Paradójicamente, ambas circunstancias provocaron el enrocamiento de ambos regímenes y su radicalización, además de la deslegitimación de la oposición.

Pero aquí se acaban las disculpas que Carroll concede a Chávez. Su hipercontrol de todos los resortes del poder, su egocentrismo mesiánico y sus malos modos con los discrepantes e incluso con los ministros menos hábiles, crearon un estado de miedo latente que cercenó cualquier posibilidad de gestión económica exitosa, donde los ministros sopesaban más cómo dirigirse al presidente que los planes de gestión de sus departamentos. “El riesgo, al moverse en ese terreno, era que una adulación demasiado evidente podía sabotear la retórica sobre la igualdad”, escribe Carroll en un libro que es, además, una gran biografía del poder, a la altura del que escribiera David Remnick sobre el declive del poder soviético en La tumba de Lenin.

Por ejemplo, ambos libros son magistrales en sus descripciones del arribismo político practicado por los apparatchiks del régimen, que Carroll divide en tres tipos en el caso venezolano: por un lado los sumisos, que no aportaban ideas ni talento, pero que eran mandados fiables que no hacían preguntas, como Nicolás Maduro, el actual presidente; en segundo lugar estaban los utópicos, que pretendían llevar a cabo los proyectos soñados por el presidente, y que se mantenían preferentemente en elucubraciones teóricas, como Jorge Giordani; y por último, los prácticos, más dinámicos y medradores, muchos de ellos provenientes de las fuerzas armadas, como el actual presidente de la Asamblea Nacional y rival interno de Maduro, Diosdado Cabello.

La gestión económica transcurrió entre un idealismo académico desarrollista representado por uno de los mentores del presidente, el mencionado Giordani, y los intentos de rectificación autoritaria a los que recurría el presidente y su corte de mandados (entre ellos, Nicolás Maduro) para contener sus propios fracasos, como la inflación desbocada del precio de alimentos básicos, el desabastecimiento de determinados productos o la caída en la extracción de petróleo en la estatal PVDSA. “Venezuela tenía demasiado dinero para venirse abajo, pero se descascarillaba, se resentía y se desconchaba en su adinerada disfunción. Era el destino de un sistema dirigido por un político autoritario que resultó ser un administrador desastroso”, dice Carroll. Así, los programas de asistencia sanitaria y educativa resumidos en sus programas Barrio Adentro, que llevaron educación y sanidad a zonas olvidadas históricamente, se fueron degradando hasta la ruina y la irrelevancia.

La enfermedad del presidente no era más que el símbolo de un país enfermo en sus estructuras más básicas, no sólo las económicas, sino también las políticas por las posiciones irreconciliables de los distintos sectores, y las sociales, afectadas por la degradación de los servicios que otrora funcionaron bien y por una violencia desbocada que hizo de Caracas una de las ciudades más violentas del mundo.

El juicio de Carroll salva algunos logros, a los que concede importancia histórica, como la conciencia que ofreció Chávez a los habitantes de los barrios pobres de que eran mayoría y que tenían derecho a una parte de la tarta nacional. Dio poder a las comunidades a través de los consejos comunales, y realizó un esfuerzo sincero por atender con servicios básicos a toda la población excluida de ellos. Pero esa idea se desvaneció por su gestión. Y Carroll es duro con aquellos que ensalzan las intenciones que tuvo el fallecido presidente y no lo juzgan por sus logros.

“Decir alegremente que era la idea lo que contaba, que la revolución estaba en realidad buscando una vía mejor, como hacían algunos apologistas, era eludir la responsabilidad. Venezuela era un país de veintiocho millones de personas, no un laboratorio de ratones”, concluye.

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