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Cine

El verdugo, su propia víctima

Una imagen de Carne de perro, con Alejandro Goic.

Alejandro es un alma atormentada. Se le nota desde el primer instante en que la cámara le apunta al rostro circunspecto, grave hasta rayar la enajenación. Es solo a lo largo de la persecución constante y sin tregua a la que le somete el objetivo del director chileno Fernando Guzzoni que uno comprende de dónde proviene ese dolor, que no es desde otro lugar sino su propio ejercicio. Porque Alejandro es un torturador. Retirado, si se quiere, pero a la fuerza. Incapaz de acabar con el recuerdo de aquella vida que llevó durante los años de la dictadura de Pinochet, revierte su aflicción, sus penas y sus frustraciones en los otros. Pero sobre todo, en sí mismo. “Es un hombre con un pasado complejo que hace que su persona se condicione”, explica Guzzoni, que firma con esta Carne de Perro, en cines este viernes, su segundo largo tras La colorina, de 2008. “Un hombre en estado de descomposición de sus afectos, de su sexualidad, de su amor”.

Inspirado por la idea de retratar aquella época de su país para “ayudar a dejar testimonio e invitar a la reflexión”, el joven Guzzoni, nacido en 1983, dio la vuelta al habitual punto de vista sobre los hechos, y en vez de enfocarse en las víctimas, quiso dar protagonismo a los verdugos. “A día de hoy no se han cuantificado en números cuántas de aquellas personas que actuaron como torturadores están libres, pero es alrededor de un 60% de los que lo fueron”, cuenta sobre el germen del proyecto, que recrea una semana en la vida, a sus 55 años, del ejecutor. “Esta represión entre el 73 y el 89 a manos del Estado requirió de la mano de obra de cientos de chilenos, y esta gente hoy tiene un nuevo oficio: es el taxista que te lleva a tu casa, el conserje del hotel donde te alojas….”.

El torturador torturado, lo más destacado de la semana

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Alejandro, no se sabe muy bien lo que hace. Tampoco exactamente cómo ha llegado a donde está, ni lo que sucederá después con él. Construida a base de símbolos, la película resulta más bien la descripción de un sentimiento condensado en el tiempo, de una angustia que se ve reforzada por unos planos cortísimos, una cámara renqueante y una fotografía afligida, que la narración de unos acontecimientos. El agua con la que constantemente se lava el torturador, las banderas que hinca en su tejado, el perro al que castiga para luego, en cierto modo, arrepentirse cuidándolo, todos juegan en favor de, como dice Guzzoni, “una didáctica”. “Sirven para explicar al personaje. El agua, por ejemplo, tiene que ver con la expiación de su culpa, pero es también una analogía sobre cómo operó la tortura”.

La imagen final de este protagonista absoluto, acompañado de unos secundarios de apariciones exiguas pero intensas, no resulta sin embargo condenatoria. Tampoco ensalzadora. “No se humaniza ni se condena de antemano”, admite el cineasta, que se llevó el premio Nuevos directores en la pasada edición del Festival de San Sebastián. “Podría dejarlo como un monstruo, pero podía hacer a la película monotonal. Él es un personaje con una ética propia que no renuncia a sus afectos, y por ello es más tridimensional”. Como alguien que, sin ser nadie, “llegó a sentirse parte de un establishment donde era una parte elemental”, Alejandro busca un nuevo norte primero en lo conocido: en la mujer y en la hija que quedaron atrás. Luego, en lo que siempre queda por conocer: la religión. “Pero no como una redención”, apunta Guzzoni, “sino como una necesidad de vivir al amparo de un dogma”. Su conversión se deduce también sintomática de la oleada evangelista que inunda desde hace años Chile y toda América Latina. “Y además, muchos extorturadores eran evangélicos”.

Para documentarse sobre aquellas prácticas, Guzzoni visitó a abogados que llevan causas contra extorturadores. También recurrió a una asociación de exmilitares. “Les dije que era un investigador, no que estaba haciendo una película. Yo no sé si ellos torturaron, pero formaron parte de todo aquello”, cuenta. “Mi conversación con ellos fue rara, violenta, pero me ayudó a comprender”. Aunque para testimonio, el del actor protagonista, Alejandro Goic, víctima de la represión de la dictadura, que rubrica en esta película su primer papel protagonista. “Su biografía era un tema no menor”, dice Guzzoni, que señala que la acogida del filme en Chile ha sido “muy positiva y generosa”. “Él estuvo a punto de morir, y sus mejores amigos fueron asesinados. No fue fácil. Me dijo una frase terrible, pero conmovedora: que él iba a vivir con la imagen de sus torturadores con más intensidad que la gente que ama”.

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