Literatura

Ana María la fantástica

Ana María Matute, en su juventud.

La rara letra K, esa anomalía en el idioma castellano, se ha quedado sola. Se ha marchado su representante, su igual, Ana María Matute, que desde 1998 descansaba en ese sillón de la Real Academia Española. Como su asiento, con su letra, las muchas que juntó la autora para engendrar formas e ideas, vivencias, fueron también singulares. Extraordinarias. Como un viento huracanado que revuelve una habitación estanca, metáfora posible de una creación literaria nacional que, contracorriente de otras de fuera, no dejaba pasar el aire de la fantasía narrativa, que ella elevó a las alturas con su Olvidado rey Gudú (1996), su mayor obra.

Inspirado por la literatura artúrica, la de los caballeros medievales y el Santo Grial, la de los reinos antagónicos, los hechiceros y también las guerras cruentas, más que por los universos tolkienianos con los que ha sido comparado, aquel rey Gudú que imaginó a sus 70 años, habiendo cultivado la fantasía solo como salpicadura de algunos cuentos anteriores, fue aquella una “gran novela, largamente esperada, que tardó muchos años escribir, y que fue algo inesperado en su obra y en la literatura española”.

Lo cuenta Silvia Sesé, editora en Destino, con quien publicó numerosos libros y lo seguirá haciendo, más allá de la muerte, con su última novela, prácticamente terminada a pesar de los achaques de cuerpo anciano. Demonios familiares, que verá la luz tal y como se convino con ella el 23 de septiembre,está ambientada, aunque sin versar sobre ella, en la Guerra Civil, esa que a ella le tocó sufrir en su infancia, y que de su pluma protagoniza una joven castellana enfrentada a las contradicciones de sus propios sentimientos. “Pero Olvidado rey Gudú seguirá siendo muy importante”, remacha la editora, “porque es una novela que todavía tiene mucho que decir”.

Ingresada en los anales de la historia literaria solo por aquel título, devoto también de “las sagas nórdicas, y de sus mitos”, catapultada más allá con prácticamente todos los premios posibles, del Nadal al Planeta, pasando por el Nacional de Literatura, el Nacional de las Letras o el de la Crítica y terminando en el Cervantes y su propuesta para el Nobel, Matute no encontró sin embargo reto igual que el de escribir para niños, como niña que era. “La infancia es el periodo más largo de la vida”, dijo una vez, joven aún entonces y siempre bajo el disfraz de las arrugas y, a la postre, bajo el manto de la muerte. Maravillada por la mente pueril, que se esforzó en conservar para sí hasta el final, a sus 88 años, creo fábulas a la manera de Andersen, de los Hermanos Grimm, de Lewis Carroll, a quienes reconocía como sus más antiguos héroes literarios.

(El infantil) “es el género más importante, y el más difícil también”, apuntó en una entrevista la escritora barcelonesa, hija de un catalán y una castellana, segunda de cinco hermanos que, juntos, conformaban una típica familia burguesa. “Su literatura infantil es muy Matute, pero entiende que la percepción del niño es diferente a la del adulto. Es la autora que hace normal lo extraordinario”, añade Sesé. Con sus niños raros, sus niños que ven y oyen lo que para los demás pasa desapercibido, esos niños que han sufrido pero que son también fuertes, impulsivos, logró conectar íntimamente con los otros, los de más allá de las páginas, y así hacerse una más de ellos.

Ana María Matute: se cierra el círculo

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También porque de ella como niña permanecían en obras como El paraíso en Navidad o Solo un pie descalzo, esta con la que se alzó con el Premio Nacional de Literatura Infantil en 1984, retazos atesorados de su propia infancia en la memoria. Escritora en castellano por hablarle su madre en este idioma, narradora como ella misma confesó desde los cinco años, lectora incluso antes, Matute nunca olvidó aquella edad del asombro infinito, ese que en sus años adultos se tradujo en más de un sinsabor que la llevó incluso a la depresión. Jamás pudo desprenderse del recuerdo de su particular paraíso, la casa de vacaciones familiares en La Rioja, que también ambientó su libro de relatos Historias de la Artámila (1961), ni de anécdotas como la de aquella cocinera que les ponía a los hermanos las croquetas en la boca, ardiendo, y las así dejó plasmadas en sus muchos cuentos y relatos infantiles, recogidos en una treintena de libros.

Pero que amara ese universo candoroso, que cultivara sus fábulas e invenciones, nunca quiso significar ingenuidad o simpleza, ni en el ámbito de su vida privada ni en las cargas de profundidad de su obra. "La literatura no debe ser inocente, y quien no inventa no vive", dijo frente a una sala de jóvenes aspirantes a escritores en una de sus últimas intervenciones públicas. "Escribir es encender una lucecita en la oscuridad". De ahí, de ser una niña con cuerpo de adulto, con maneras de adulto, con reflexiones de adulto, que cuenten las leyendas cómo enseguida se lanzaba la escritora a apurar un vaso hasta arriba de whisky en sus muchas reuniones informales con amigos, en las que gustaba hablar vivamente de literatura pero también de andanzas y correrías, de amores y de rumores. 

“Ana María se parecía mucho a su literatura”, recuerda a modo de semblanza su editora. “Era imaginativa, muy divertida, muy buena persona, delicada. Además de ser muy femenina, siempre tenía mucho cuidado con la gente, cuidado de no herirla, tenía mucha empatía. Era una mujer extraordinaria, muy lúcida y segura de su arte. Estaba totalmente dedicada a la literatura, y además de escritora era una gran lectora. Tanto como para decir que, quizá, era casi inútil para todo lo demás”.

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