Cine

El despertar del hambre también produce monstruos

Un fotograma de 'Boy eating the bird's food'.

Por una u otra razón, poco importa cuál, la vida te empuja de bruces contra el duro asfalto de la realidad. Por imposibilidad, por incapacidad o por la simple y llana mala suerte del contexto que te toca en suerte, no consigues levantarte. Y lo único que puedes hacer es arrastrarte. Reptar sobre ese asfalto de punzante realidad. Si trasladamos estas ideas abstractas a la muy concreta actualidad de la Grecia de la gran crisis, el resultado es Boy eating the bird's food (El chico que come alpiste), película dirigida por Ektoras Lygizos de estreno este viernes en cines. 

El personaje principal, Yorgo, es un chaval de 22 años que progresivamente lo va perdiendo todo, hasta quedarse solo con su hermosa voz de contratenor. Sin trabajo y sin dinero, sabe lo que significa tener que comerse el alpiste de su pájaro, la más preciada posesión que lleva consigo cuando terminan por desahuciarle, y junto a él, coprotagonista del filme. En el proceso de desintegración de su mundo, una existencia consumida por la afilada y sobrecogedora sensación de hambre, el chico no solo ve disiparse lo material: con sus pertenencias se va por el desagüe su dignidad, que se esfuma a la misma velocidad de vértigo que su cordura.

Inspirada lejanamente en la obra del escritor noruego Knut HamsunHambre (1890), en la que el autor creó un relato autobiográfico en torno a las vicisitudes que le llevaron a no tener qué llevarse a la boca y de ahí a la enajenación, la película -ganadora del Giraldillo de plata en el Festival de Cine Europeo de Sevilla 2012- utiliza los pocos recursos con los que cuenta para generar una atmósfera de desasosiego y perdición mental y de doloroso declive físico. La clave no reside tanto en cómo ha llegado Yorgo a esa situación, sino la situación en sí misma: no sabemos de dónde viene y solo podemos intuir a dónde va, bien a la destrucción o a la redención.

En ese periodo intermedio de transición hacia la absoluta miseria no se nos cuenta nada del contexto de profunda crisis que se vive en Grecia, se da por entendido. Tampoco se juzga al chaval por sus cada vez más extremas acciones, solo se atestiguan. Al estar grabada con un presupuesto bajo, la cinta es además bastante parca en personajes, en línea con la tendencia del llamado Nuevo cine griego, con excelentes directores como el ateniense Yorgos Lanthimos, autor de Canino o Alps. Cámara en mano, cada escena es una especie de mirada trémula sobre la nuca del protagonista, cada vez más agitada y confusa.

Guiado por una especie de sentimiento de orgullo, quizá apuntalado por su claro talento musical, el chico se va aislando cada vez más en su cáscara, rechazando toda ayuda que le pueda llegar. Sobre esa cuestión, la del don del arte echado a perder, el director –y también camarógrafo de la película- apuntó en una entrevista con la web Fantomfilm que se trata de “un reflejo de mis propios miedos, el empezar a sentirte inútil al vivir en una sociedad que no paga por el arte ni a los artistas”.

Lygizos, también dramaturgo, sabe bien de lo que habla en un país en el que, como en España, la cultura ocupa una espacio cada vez más reducido en la lista de prioridades de los gobernantes. Aunque para él, Grecia es también su “principal fuente de inspiración: su forma de vida, sus problemas, su gente, mis recuerdos, mi vida diaria aquí. Ahora mismo no me puedo imaginar viviendo y trabajando permanente fuera. Aunque aquí todo es muy duro, incluso a veces descorazonador, no deja de ser mi entorno y mi principal fuente de inspiración sobre las cosas que quiero contar y expresar”.

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