Cultura

De aprender a saber leer

Campaña de alfabetización en Cuba,1961.

Aprendió a leer a los cinco años. Y, tras la pausa de casi toda una vida, aquel logro temprano se le reveló como “lo más importante que me ha pasado”. “Casi 70 años después recuerdo con nitidez esa magia de traducir las palabras en imágenes", sentenció Mario Vargas Llosa en 2010, durante su discurso de aceptación del Premio Nobel.

Y el escritor no está solo: para muchos resulta tan increíble como fascinante ese aún misterioso proceso por el cual unas grafías, meras líneas rectas y curvas dispuestas de uno u otro modo sobre un soporte, se transforman en la mente en objetos tangibles, en sensaciones palpables e incluso ideas complejas.

Llegar a ese momento de creación desde lo escrito, sin embargo, no resulta para todos igual de sencillo, ni de gratificante. “Para mí, leer era morir un poco”, recuerda sobre su iniciación a la lectura a edad infantil Agnès Desarthe, parafraseando con sorna el conocido poema de Edmond Haraucourt Rondel del adiós, que arranca con aquel Partir, c'est mourir un peu (Partir, es morir un poco).

La novelista francesa, autora de títulos como Un secreto sin importancia, acaba de publicar en español su divertido ensayo Cómo aprendí a leer (Periférica), en el que, en un trayecto por las diferentes etapas de su vida, desgrana lo que ha supuesto para ella el acto de leer. De maquiavélica forma de tortura impuesta por sus padres y maestros, con el tiempo este se convirtió no solo en un deleite, sino en su fuente de ingresos y su motivación existencial, siendo como es escritora y traductora, ambos procesos indisociables de la actividad lectora.

“Leo sin dificultad, rápido y bien, tanto en voz alta como en voz baja”, rememora en el libro, aún en el capítulo sobre su niñez. “Pero falta un eslabón entre el recorrido de mis ojos sobre la página y el de mi imaginación”. Leer, en efecto, no es sinónimo de saber leer. Tampoco de querer. Entre el uno y el otro hay un enorme salto cualitativo, un abismo cuyo puente lo tienden la fantasía y la creatividad, la capacidad –trabajable- de figurar la abstracción.

Si el ensayo de Desarthe trata sobre esta cuestión, una exposición, abierta hoy mismo y hasta el 11 de enero, pone el peso sobre el otro lado de la balanza. Con el nombre casi calcado de Cómo aprendimos a leer, la madrileña Casa del Lector, con el comisariado de Agustín Escolano, director del Centro Internacional de la Cultura Escolar, ha querido indagar a través de una selección de 120 carteles y otros tantos manuales en el “proceso ritual” por el que se constituyen los sujetos lectores.

En cinco secciones diferenciadas, la muestra realiza un recorrido cronológico, geográfico e incluso político por los métodos y medios utilizados para enseñar a leer tanto a niños como adultos. A pesar de las diferencias lingüísticas, históricas, culturales y de otras muchas índoles con respecto al punto de partida desde el que cada persona se lanza a la piscina de las letras, se revela una primera certeza: todos aprendemos igual.

“Los procesos de iniciación a la lectura son comunes”, señaló Escolano, quien subrayó que incluso en estos tiempos tecnológicos, aunque los soportes han cambiado, la metodología se sigue manteniendo, “al menos por el momento”. Distingue el experto, no obstante, entre leer palabras y leer, a secas. “Ahora estamos inmersos en un nuevo proceso de alfabetización en el lenguaje digital, cuando no hemos concluido la alfabetización literaria”.

Si bien es cierto que no solo se leen textos, sino también señales, códigos, gestos, huellas, indicios... aún existen 800 millones de personas en el mundo que no saben hacer lo primero. 800.000 solo en España, de las que dos tercios son mujeres y, la mayoría, personas de edad avanzada. El proceso, como revela Escolano y la propia exposición, muy probablemente nunca llegue a completarse: “siempre habrá bolsas de población”.

Catecismo testeriano, 1524. Ciudad de México. | CASA DEL LECTOR

De intentar alfabetizar a la mayor cantidad de personas posible a que estas lleven un paso más allá ese aprendizaje, media otro estadio: el de la voluntad y la dedicación. A Agnès Desarthe le costó conjurarlas media vida, hasta bien entrada en la edad adulta, y parte de su carrera de escribidora. Pero dice que le cundió. 

“Ahora que leer se ha convertido en mi ocupación principal, mi obsesión, mi mayor placer, mi recurso más fiable”, concluye la autora, “sé que el oficio que he escogido, el oficio de escribir, ha servido y sirve solo a una causa: acceder por fin a la lectura, que es al mismo tiempo el lugar de la alteridad calmada y el de la resolución, nunca concluida, del enigma que constituye para cada uno su propia historia”.

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