Documentales

Jóvenes y abandonados

Un fotograma de 'Un sitio donde quedarse'.

Para el 18 cumpleaños, hay quien recibe un coche o una moto, un adelanto de la matrícula de la universidad o, con algo más suerte, la entrada de un piso. Los no agraciados, justo lo contrario: para muchos adolescentes que viven en centros de acogida de menores, el paso a la mayoría de edad significa verse con las maletas en la calle. Literalmente, solos y abandonados. Cada año, esto les ocurre a más de 3.000 jóvenes. Algunos vuelven con los familiares que no pudieron en su día hacerse cargo de ellos, pero difícilmente el rencuentro sale bien. Y al final, por eso o por no tener a nadie a quien recurrir, muchos acaban en la indigencia.

Una de esos adolescentes fue precisamente quien acució el alumbramiento de Un sitio donde quedarse, un documental dirigido por Ana Pérez y Marta Arribas, que se proyecta estos días 28, 29 y 30 en la Cineteca del Matadero de Madrid. El filme compite además en la carrera por el Goya al mejor documental, en la que se deciden los nominados este mismo jueves. Antes, participó en el Festival de Málaga y en Documenta Madrid, y tras su paso por la capital retomará su andadura en el circuito de festivales, así como se proyectará en institutos, universidades o centros sociales.

“Hace años conocimos a una chica de 18 años que vivía en un parque de Madrid en una tienda de campaña”, recuerda Arribas. Como no respondía a lo que se podría considerar, si es que existe tal cosa, el estereotipo de un vagabundo, las cineastas se acercaron a preguntar: les contó que había pasado parte de su infancia y adolescencia en centros de acogida, y que al haber cruzado la frontera de la edad adulta, había terminado en la calle, donde vivía con su novio. “Y aquello se nos quedó grabado”.

Los muchos recortes ejecutados desde aquel encuentro no han hecho sino agravar una situación de por sí quebradiza, con 30.000 niños tutelados por el Estado a día de hoy. De los que ya son mayores, también hay un dato: un 80% de los jóvenes de menos de 20 años que recogen los servicios de emergencias por la calle son extutelados, chicos que al cumplir los años se ven sin trabajo, sin recursos y sin allegados.

Fue el caso de Adrián, quien junto a Samya protagoniza la película. Al dejar de ser menor, tuvo que pasar tres meses durmiendo en las butacas de un centro de emergencia del Samur, que lo recogió durante la “campaña del frío” en invierno. Samya, encima, tiene un quebradero de cabeza añadido: un bebé que, siguiendo el curso establecido de las cosas, se verá abocado a su mismo destino.

“Samya es una chica española de origen magrebí, que vivió con su abuela y sus tíos, que tenía un hogar desestructurado en el que su madre no podía hacerse cargo de ella, y que se queda embarazada”, explica la cineasta, quien también junto a Pérez ha firmado documentales como El Tren de la memoria, sobre la emigración española en los años sesenta. “Después ella entra en un centro para madres solteras, mientras que su niña está en acogida familiar”.

La vida de Adrián tampoco ha sido un camino de rosas. Cuando el Samur le recoge no es más que “un niño con su pijama, en un entorno de vagabundos”, agrega Arribas, que subraya cómo estos dos jóvenes encarnan el perfil tipo de esta problemática: la mitad son españoles y la otra mitad, inmigrantes.

La clave de esta situación reside en buena medida en los recortes a los llamados programas de transición a la vida independiente, que son los destinados -entre otros receptores- a aquellos chicos que ya han traspasado la frontera de los 18 pero aún no están preparados para vivir por su cuenta. Con ese tipo de asistencia, pasan a residir en diferentes fases en un albergue, luego en una pensión y, si todo sale bien y consiguen un trabajo, en un piso compartido.

A proporcionar estos servicios se dedica la asociación Opción 3, cuyo trabajo refleja el documental. “Este es el último recurso", apunta Arribas, "y con tiempo limitado”. Si previo paso de la tijera no sobraban ni el dinero ni las manos, ahora los profesionales se encuentran sobrepasados: “Antes salían tres o cuatro chicos al mes, ahora hay tres a la semana”.

Con estas coyunturas llegan, por añadidura, otras afecciones de índole psicológica. Insertos en un ambiente “de extrarradio y de centro comercial”, los jóvenes vuelcan las frustraciones de sus aspiraciones truncadas en actividades que solo les sirven para caer aún más profundo en el pozo. Su pelea diaria no consiste solo en intentar encontrar un puesto laboral en un entorno desértico: también buscan hacer amigos, disfrutar de pasatiempos y, en definitiva, llevar una vida sin sobresaltos y, sobre todo, bajo techo. 

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Es lo que le ocurre a Adrián, “un chico bloqueado, con falta de estímulos, que se protege contra un entorno hostil en el mundo del consumo”. Aunque casi no tiene dinero, el poco que reúne a base de revender sus posesiones en tiendas de segunda mano, lo usa para comprar aparatos tecnológicos. Y al final, acaba con sofisticados teléfonos, "y casi no tiene nadie a quien llamar”. Con sus “vaivenes emocionales y su falta de autoestima”, Samya tampoco lo tiene mucho mejor.

Que chicos como ellos acaben de "vagabundos precoces"  no tiene de entrada ningún sentido. Que lo hagan después de que el Estado haya invertido miles de euros en su tutela cuando eran menores, hasta 3.000 mensuales, se entiende aún peor. En este ámbito de lo inescrutable, queda narrar una anécdota: a pesar de invertir cada vez menos en ayudas a los jóvenes extutelados, el Gobierno ha concedido una subvención a la película que lo denuncia. "Muy pequeña", matiza la directora, además de procedente de una partida de un ministerio diferente.

Pero quizá, también significativa de un país cada vez más sumido en el despropósito. 

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