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Literatura

Detrás de muchos grandes escritores hay una gran mujer

Margaret Keane pintaba los cuadros, pero era su marido quien se llevaba la fama.

En estos días, las salas de cine españolas proyectan Big Eyes. Tim Burton nos lleva a los años 50 y 60 del siglo XX, cuando el pintor Walter Keane revolucionó la comercialización y accesibilidad del arte popular con sus enigmáticas pinturas de niños abandonados con grandes ojos. Sin embargo, la obra de Keane no fue creada por él, sino por su esposa, Margaret. Ella era la artista, él se llevaba el crédito.

También en estos días, Club Editor ha anunciado la recuperación, allá para Sant Jordi, de un título de Caterina Albert, "la narradora más inventiva y más libre de la literatura catalana, y podría haber sido una gran figura de la literatura universal si su idioma de creación fuera otro ―dice la editora María Bohigas―. No tenerle miedo a ningún miedo, no respetar ningún tabú podría ser el lema de su obra, que tiene al subconsciente como gran protagonista. Lo extraordinario de Un film (3000 metres), que ésa es la novela repescada, es que la autora se sumerge en "un tema que la fascinó y que nunca pudo siquiera vislumbrar desde L'Escala, donde llevaba una vida decentísima de ama de casa: los bajos fondos en una gran ciudad".

Ah, ¿que no conocen Caterina Albert? Será porque su nom de plume es Víctor Català.

Mi obra es tu obra

Como Margaret Keane, María Lejárraga dejó que su marido le robara su obra. Era esposa del "autor" y productor teatral Gregorio Martínez Sierra, con el agravante de que el farsante tenía un lío con Catalina Bárcena, la actriz que subía a las tablas esos textos que su amante firmó, pero nunca escribió.

Es una peripecia enredada, en palabras de la periodista y novelista Eva Díaz Pérez, "la crónica de un expolio literario y de una biografía llena de complejidades psicológicas, pues de otra forma es difícil entender que una mujer comprometida con la independencia femenina como Lejárraga optara por el camino de la sumisión, del silencio y la invisibilidad, por borrarse como autora".

Sólo se rebeló contra su destino cuando la hija que Martínez Sierra tuvo con Bárcenas reclamó los derechos de autor de las obras de su padre. María "vivía desde hace tiempo olvidada en el exilio en Buenos Aires, donde murió en 1974 a los cien años. Fue entonces cuando ella escribió unas memorias, Gregorio y yo. Medio siglo de colaboración, en las que desvelaba en parte aquella arquitectura del engaño. Sin embargo, no ajustaba cuentas sobre la autoría de las obras, pero era evidente la verdad que desvelaba".

Algo similar le ocurrió a la francesa Colette quien, como recordó Luis Antonio de Villena en un artículo, "empezó haciendo de negro de su primer marido, Willy (un célebre periodista y bon vivant de la época) al publicar en 1895 Claudine à l'école, confesiones de una muchachita perversa, cuyo éxito daría pie a una serie y a la moda Claudine [...] Tras el éxito de la serie ―inicialmente firmada sólo Willy― apareció su mujer, bien conocida en el mundo de la noche y de los cabarés, y los libros empezaron a firmarse por Colette Willy. Cuando se separase de él (del bueno y explotador de Willy) aparecería, al fin, Colette a secas...".

Víctor por Victoria

La mentada Caterina Albert, nacida en 1866, adoptó el seudónimo masculino a raíz del escándalo que provocó con La infanticida, texto en el que una joven campesina que decide matar a su hija, pues teme la reacción de su padre si éste llega a enterarse de que ha sido deshonrada. Los conservadores de su tiempo lo consideraron impropio de una mujer y ella se protegió utilizando el nombre de uno de sus personajes.

Años antes, Leopoldo Alas Clarín había escrito: "No es posible negarle a la mujer su derecho de escribir; es más, yo soy tan liberal como los que se lo conceden aun sin permiso del marido (yo me he de casar con una literata), pero ese derecho solo se ejercita con una condición: la de perder el sexo".

Es la cita que encabeza un texto publicado en la revista Argus por José Ismael Gutiérrez, Profesor Titular de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria.

Gutiérrez entiende este fenómeno "como una estrategia invocada por algunas escritoras del pasado no solo para encubrir componentes vergonzosos de su feminidad, sino para abrazar una alteridad que les proveía reconocimiento, lo que se tradujo en un modus operandi que condicionó el tono y el contenido de sus obras y su misma actitud ante la escritura". Pero apunta que "conecta también con ese ideal de androginia que obsesionó al ambiente intelectual hegemónico durante casi toda la centuria antepasada" y entrañó "una masculinización de la escritura".

Cita además a María Dolores García Ramos quien, al aludir a Isabelle Eberhardt, que se escondió detrás de nombres masculinos como Nicolas Podolinsky o Si Mahmoud Essadi, comenta que "[s]i dar nombre a una criatura equivale a asignarle una definición social muy precisa, indicarle lo que es, así como lo que tiene que ser [...], entonces, la adopción por parte de un adulto de un nombre reservado a un sexo distinto del suyo debería interpretarse como una trasgresión deliberada, como el rechazo a un rol de género impuesto".

Algunos nombres de grandes escritores...

... esconden a grandes escritoras.

George Eliot era el seudónimo de Mary Ann Evans, quien optó por un nombre masculino para asegurarse de que sus relatos y novelas eran tomados en serio, ya que las mujeres estaban asociadas a obritas románticas menores.

Su tocaya George Sand (Aurore Dupin) relató en Mi vida una conversación mantenida con su suegra, a baronesa de Dudevant:

―Pero, ¿es cierto que tiene la intención de imprimir libros?

―Sí, señora.

―¡Vaya! ―exclamó―, ¡qué idea tan extraña!

―Sí, señora.

―Es algo bello y bueno; pero espero que su nombre no figurará sobre las tapas de los libros impresos

―¡Oh!, nada de eso señora, no hay peligro.

Fuera la autora consciente o no, en opinión del profesor Gutiérrez el disfraz le permitió "ganar una posición de inmunidad frente a los reticentes comentaristas enemigos de la literatura femenina"; "socavar la identidad sexual y los destinos de género en la ficción o volcar ideales socialistas que una mujer de su tiempo y de su clase social no podía articular sin que su honor sufriese algún descalabro"; "amplificar el orbe de una personalidad monolítica constreñida por el peso de los dictámenes externos sobre el género y el sexo"; y, por último, aliarse "con una concepción transgenérica del escritor como depositario de significantes masculinos y femeninos capaces de cristalizar en su escritura y de dialogar con fluidez".

Un tercer ejemplo entre otros muchos posibles es el de Cecilia Böhl de Faber, Fernán Caballero. Sucedió, como explica María del Carmen Simón Palmer, investigadora científica del Instituto de Filología del CSIC, que su tercer marido, Antonio Arrom de Ayala, se empeñó en publicar La gaviota en París, pero luego le convencieron de que debía hacerse en Madrid, a lo que ella se negó... hasta que él le indicó que lo hiciera con seudónimo.

"En este apuro ―es ahora la propia escritora quien habla―, cogí unos periódicos que había sobre la mesa para buscar un nombre cualquiera que pudiese evitar al mío propio el salir a la vergüenza pública, y encontré la relación de un asesinato cometido en un pueblecillo de la Mancha llamado Fernán Caballero [...] Gustóme este nombre, por su sabor antiguo y caballeresco, y sin titubear un momento lo envié a Madrid, trocando para el público mis modestas faldas de Cecilia por los castizos calzones de Fernán Caballero."

Hay más, y Simón Palmer cita a algunas: Josefa Pujol, "elogiada incluso por Menéndez Pelayo", fue durante años Evelio del Monte; Rosa Martínez Lacosta decidió llamarse Krause al tratar temas filosóficos; Matilde Cherner eligió ser conocida como Rafael Luna. Del estudio de esas vidas colige "que uno de los motivos principales de esta falsa identidad es su relación familiar con hombres de letras, unas veces por temor a perjudicarles en su prestigio, otras por defender su originalidad y en algún caso para que no se hicieran comparaciones malévolas".

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Protegerse, pues. Algo que algunos creadores siguen sintiendo como una necesidad. Le sucedió al argelino Mohammed Moulessehoul, militar, que empezó firmando sus obras con su nombre verdadero hasta que el ejército emitió una orden que obligaba a pasar por la censura todo lo que sus miembros escribían. Entonces decidió rebautizarse utilizando dos nombres propios de su mujer: Yasmina Khadra.

Hace algunos años, en una entrevista concedida a El País, le preguntaron si estaba dispuesto a renunciar a ese seudónimo. “No tiene sentido cambiar de nombre cuando se tienen siete millones de lectores”, respondió. “Hasta mi mujer me llama Yasmina, claro que cuando se enfada me dice Mohammed”.

Una pequeña venganza para tantas creadoras que tuvieron que renunciar a su identidad.

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