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Cine

Armarios de celuloide

Fotograma de 'La gata sobre el tejado de zinc caliente'.

Brick jura que no hay nada “sucio” en su amistad con Skipper en La gata sobre el tejado de zinc caliente. Karen y Martha tratan de librarse del rumor que corre sobre ellas en el colegio de niñas que dirigen en La calumnia. Joan Crawford da vida a una pistolera que “actúa y piensa como un hombre” en Johnny Guitar. Son retazos de un cine armarizado, ejemplos de una homosexualidad entre líneas. Y, más profundamente, símbolos de una cultura que, como campo de batalla de la identidad, solo dejaba existir a la comunidad LGTBQI detrás de la censura y en silencio.

Coincidiendo con la celebración del Orgullo madrileño, el Círculo de Bellas Artes hace un ejercicio de justicia poética y recoge esas y otras películas en el ciclo El celuloide oculto, que gravita en torno al documental del mismo nombre dirigido por Rob Epstein y Jeffrey Friedman en 1995. Ambos recopilan los filmes que han marcado la representación de la homosexualidad, ya sea por mostrar personajes más o menos sutilmente gays, o por haber condicionado la imagen de la comunidad pese a que esta no supusiera el pilar central de la trama. Una voz lo resume en el primer minuto de documental: “Hollywood, ese hacedor de mitos, ha dicho a los heterosexuales qué deben pensar sobre los homosexuales, y a los homosexuales qué pensar sobre sí mismos”.

"Durante el siglo XX, los homosexuales se presentaban como personas torturadas, malas, oscuras, que nunca encontrarían la felicidad", opina Paco Tomás, periodista, guionista y conductor del programa de temática LGTB Wisteria Lane, en Radio 5 (RNE).  Hasta los años 30, el cine de Hollywood utilizaba la homosexualidad, sobre todo la masculina, como elemento cómico. Pero, en 1934, la iglesia presionó a los productores para que pusieran en funcionamiento un código moral de certificación de las películas más duro que el existente. El nuevo Código Hays (así se llamaba el responsable del gremio) prohibía tratar temas como la desnudez, "la salud sexual y las enfermedades venéreas" y "cualquier inferencia de perversión sexual". Aunque estas normas fueron definitivamente eliminadas en 1968, el mayor reproductor de imágenes e identidades de la cultura contemporánea había condenado ya a parte de la sociedad a décadas de invisibilidad.

“Te sientes un fantasma, una presencia que no acaba de existir", dice la guionista Susie Bright en el documental. “Estábamos ávidos de imágenes sobre nosotros mismos”, continúa la directora Jan Oxenberg. Eso explica que la comunidad LGTB se apropiara de títulos muy lejanos, en principio, a la temática de la diversidad sexual. Es el caso de Johnny Guitar (un western con el obligado romance heterosexual, pese al aspecto poco normativo de Crawford), pero también de Ben-Hur o El mago de Oz.

Tomás recuerda que los disturbios de Stonewall, que el Orgullo recuerda cada 28 de junio, se produjeron cuando un grupo de travestis y homosexuales homenajeaba a Judy Garland (Dorothy) tras su fallecimiento. Activismo, cultura y representación unidos desde el inicio. "El colectivo se ha acostumbrado a interpretar los productos culturales buscando un atisbo de representación, en ocasiones incluso señalada por los creadores, entre los que había y hay un gran número de homosexuales", explica el periodista.

Así, Marlene Dietritch en Morocco (1930), vestida con un esmoquin, se convertía en un referente lésbico (beso incluido) pese a su relación con Gary Cooper. Los tiernos ojitos que Mesala hacía a Ben-Hur se revelaban como inequívoco gesto de atracción. Aunque dentro de la troupe hubiera un desigual grado de consciencia sobre la sexualidad de los personajes. Por ejemplo, el actor Farley Granger, protagonista de La soga de Hitchcock, declaraba: “Sabíamos que [los asesinos] eran gays, aunque nadie dijera nada”. Shirley MacLaine, sin embargo, confesaba que ni ella ni Audrey Hepburn habían contemplado la posibilidad de que el gran secreto de sus personajes en La calumnia fuera una relación homosexual: “Básicamente, no sabíamos lo que estábamos haciendo. Audrey y yo nunca hablamos sobre eso. ¿No es asombroso? Es asombroso”.

Lucha cultural

"La cultura tiene el papel de aglutinar las representaciones y ser el portal de entrada al resto de la sociedad", asegura Laura Hernández, responsable de esta área en la Federación de Asociaciones LGTB (FELGTB). La institución celebra durante el Orgullo el festival La Culta, dedicado a la música, el teatro y el audiovisual, que pretende dar espacio a los discursos del colectivo y que "tengan presencia en las instituciones". Las instituciones son, sin embargo, el primer obstáculo a vencer, según la organización, para que la cultura encuentre espacio dentro del día de reivindicación. “Uno de los problemas que tenemos es la financiación, y sobre todo con el Gobierno actual. La cultura debe ir unida al Orgullo, es lo que va a diferenciarlo de cualquier otro acontecimiento festivo, pero necesitamos más medios”, denuncia.

“En el orgullo oficial, no veo la cultura por ningún sitio”, se queja la activista LGTB Diana Vázquez. Ella es miembro del grupo de investigación LGTB del Museo Reina Sofía, y ha asesorado al Círculo de Bellas Artes en la programación del ciclo. Reivindica, frente a la fiesta “capitalista” del MADO (el Orgullo oficial), la agenda del Orgullo crítico, una programación paralela organizada por activistas fuera del barrio de Chueca. “No sé decir que allí utilizamos la cultura con C mayúscula, pero sí un compartir saberes. Cultura y activismo están completamente ligados. Pero lo que nos importa más es llevar la cultura a lo cotidiano, a las representaciones de lo cotidiano, más allá del mercado”, explica.

María Ramos, una de las responsables de la programación del Círculo, trata de resolver la división: “Hemos tratado que estén reflejados los dos Orgullos. Uno reivindicativo, que recuerde la censura y el olvido al que estaban sometidos, y uno más celebratorio y lúdico, con películas como The Rocky Horror Picture Show y Hedwig and the Angry Inch”. Esas películas, producidas en los setenta y los noventa respectivamente, lejos de someterse a la autocensura, reivindican una estética kitsch y representan a colectivos olvidados dentro de la comunidad LGTB: los bisexuales, transexuales e intergénero.

De los márgenes al centro

Uno de los fenómenos (y peligros) de la cultura gay, señalan los entrevistados, es lo fácilmente que ha sido asumida y reproducida por la cultura de masas. La estética camp (teatral, excesiva), adoptada y encumbrada sobre todo por los hombres homosexuales, ha desbordado los límites de la comunidad. El éxito del musical Hairspray, de El mago de Oz, Sonrisas y lágrimas o Madonna ha sido alimentados continuamente por el imaginario y el consumidor LGTB. “El capitalismo se apropia de los significantes y significados, incluyendo el activismo”, advierte Vázquez.

Un claro ejemplo son las proyecciones de cine Sing-Along. Este formato une karaoke y cine para que los espectadores puedan cantar los éxitos de sus musicales favoritos. Aunque en España ha sido recientemente desarrollado por La Tropa Produce (organizan sesiones hasta fin de mes en Madrid, y durante el festival gay Circuit en agosto, en Barcelona), el formato se inventó en el Festival de Cine Gay de Londres. “El musical siempre ha estado asociado a la cultura gay. Pero si esto trasciende ese círculo es por lo divertido que es. La comunidad LGTB, en el ocio, no tiene vergüenza a la hora de divertirse y expresarse”, opina Fernando de Luis-Orueta, uno de los promotores.

Pero no todas las siglas de LGTB (más Q de queer e I de intersexuales) han tenido la misma fortuna al ser representados en la cultura de masas. “El más beneficiado ha sido el colectivo gay. Pero desde el punto de vista lésbico o transexual, casi todo lo publicado se queda en el underground”, asegura Paco Tomás. La labor de Diana Vázquez gravita, en parte, en torno a ese problema: “Si hablamos de cultura LGTB, hablamos de no encajar en la norma, de ofrecer múltiples posibilidades, otro imaginario”.

Tomás añade también que la cultura LGTB no puede considerarse como un todo homogéneo. Al contrario. Por eso, él la ve como una etiqueta que se adopta por su utilidad: “Cuando quiero buscar un libro determinado en una librería, me viene bien que le pongan una etiqueta. Pero la etiqueta LGTB puede ir desde Oscar Wilde a Brokeback Mountain”. Por eso, el escritor pide un mayor reconocimiento del “patrimonio LGTB”: “Hemos vivido en la invisibilidad, y ni siquiera se ha considerado, por ejemplo, que Lorca también es cultura gay”.

La literatura como profanación

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Un cambio de modelo

Tanto Tomás como De Luis-Orueta ven una evolución en la representación del colectivo. Ha quedado atrás la “tragedia colectiva” del sida (aunque sigue tocando con fuerza a la comunidad) y llega el momento de historias “intimistas” o “más pegadas a la pura emoción”. Y, sobre todo, que escapan al sino dibujado hasta hace poco para los homosexuales, bisexuales, transexuales y todo aquel que se saliera de la sexualidad normativa: la infelicidad, el castigo de las sociedad e incluso la muerte.

El personaje de Shirley MacLaine en La calumnia llora amargamente: “Tengo que confesar. ¡Soy culpable!”. “No eres culpable de nada”, responde Audrey Hepburn. Alguien, entre el público, siente una punzada de reconocimiento. MacLaine, décadas más tarde, deja constancia en El celuloide oculto del cambio fundamental en la sociedad: “Si esto hubiera pasado hoy, sería impensable. Ella hubiera luchado”.

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