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Literatura

Rusia según Alexiévich

La escritora Svetlana Alexiévich, en Madrid.

Svetlana Alexiévich (Ivano-Frankivsk, Bielorrusia, 1948) habla en un tono monocorde, prestando relativa atención a las preguntas de su interlocutor. En parte, porque lleva varios días sometida al mismo calvario —sobre todo para ella, que vivía en su casa de Minsk, ignorada por la mayoría, hasta que fue señalada con el último Nobel de Literatura—: charlas, fotos, entrevistas. Empezó los festivales Literal y Kosmopolis en Barcelona, y el martes abría la jornada con un coloquio en el Instituto Aspen —acompañada por Pilar Bonet, corresponsal en Moscú para El País—, que encadenaría por la tarde con un encuentro en la Fundación Telefónica. Todo eso, después de pasar por la feria Internacional del Libro de Bogotá y de una gira por Estados Unidos. 

Quizás por eso llegaba a Madrid con poco tiempo para lo superfluo. Y en esa categoría entra casi todo lo que se aleja del gran tema de su obra: la descomposición del imperio soviético y su transformación en potencia capitalista, con el trauma histórico y generacional que supuso el proceso. Habla de ello en calidad de autora de El fin del homo sovieticus (2013, publicado por Acantilado), el título que aborda más frontalmente el tema, recopilando las opiniones y experiencias de decenas de ex ciudadanos soviéticos, así como de Voces de Chenóbil (1997, ahora enDebolsillo), sobre la catástrofe nuclear, y La guerra no tiene rostro de mujer (1985, en Debate), sobre la participación de las combatientes en el Ejército Rojo. Pero también en calidad de periodista y de ciudadana: "En Rusia y Bielorrusia, mis dos patrias, las cosas no van bien", decía al comienzo de su coloquio en el Instituto Aspen.

Aunque Putin es un sonido recurrente en su boca, su preocupación va más allá de las políticas del presidente ruso. "Hablamos de Putin, pero Putin está en cada persona que le apoya, con sus rencores y su complejo de inferioridad. Es un Putin colectivo", se lamenta. No pensaban en el actual "capitalismo oligárquico" ruso quienes salieron "a las plazas exigiendo libertad" frente al poder soviético, recordaba la periodista. Lo sabe porque ella estaba también en las calles: "Cuando recorríamos las plazas en los años noventa, no queríamos que viniera el capitalismo. Lo que nos imaginábamos era un socialismo de rostro humano, con el rostro de los líderes intelectuales de la perestroika". El "socialismo doméstico" que ella profesa y que no encuentra ni en su actual patria, Bielorrusia, ni en la Rusia a la que estuvo unida hasta 1991.

En el discurso de Alexiévich, con el comunismo cayeron los patrones morales exhibidos por los dirigentes y por el pueblo hasta entonces. "Cuando íbamos contra el comunismo, éramos los buenos", recuerda con sorna. Después, la lucha fue más incómoda: "Sin el monstruo del comunismo, tenemos que vérnoslas con la naturaleza humana". De ahí su decepción con el "pueblo ruso", al que, explica, se desconocía hasta entonces, oculto como estaba detrás del discurso unívoco del sistema soviético. "El pueblo se lanzó a por la tarta de la nueva Rusia", explica, "Los de arriba, desde luego, lo hicieron, pero los de abajo querían al menos un pedazo". Cobró más importancia para el pueblo, en su opinión, "viajar a Egipto, comprar ropa nueva, disfrutar de lo material, todo de cuanto había sido privado", antes que asegurar la igualdad. Y fue precisamente esto, relata, lo que evitó una probable guerra civil tras la caída del régimen: "La gente estaba tan ansiosa de lo material que eso nos salvó del fanatismo de las ideas". 

Si en Barcelona defendió que los seres humanos "no estamos preparados para el comunismo", aunque "no podemos decir que sea una idea mala", en Madrid añadió que la sociedad rusa no lo está para el capitalismo: "La filosofía igualitarista es fuerte en la generación en torno a los sesenta. La gente no está preparada para que haya alguien rico y alguien pobre". Achaca la "histeria militarista" de Putin al desencanto de un pueblo que buscaba un cambio político y se topó con las oligarquías capitalistas. No es, defiende, el delirio de un solo gobernante. Sus acciones tienen un apoyo real entre los ciudadanos. "Los jóvenes dicen 'No queremos vivir en un país humillado, queremos vivir en una potencia", cuenta esta periodista que construye sus obras realizando centenares de entrevistas y que, por tanto, está en contacto con la calle. Una de las últimas fue a una profesora que se quejaba de la dureza de la vida. "¿Por qué crees que la vida es dura?", le preguntó Alexiévich. "Porque Europa y América nos quieren dar un escarmiento", contestó ella. 

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Es comprensible que su relación con el poder no sea la mejor: el presidente bielorruso, Alexandr Lukashenko, la felicitó tras recibir el Nobel, pero la escritora espera aún la llamada de Putin. Tampoco lo es su relación con la élite intelectual rusa, a la que acusa de estar al servicio del presidente. Los medios, cuenta, publicaron una lista de las personas de confianza de Putin, en la que aparecían numerosos creadores. ¿Las razones para ceder? Para ella, la voluntad de preservar un negocio o el trabajo de un hijo. "La prueba del dólar ha sido más fuerte que la de la represión. Cuando la gente iba al gulag, no tenía nada que perder excepto sus ideas", defendía.

Pero tampoco la relación con sus compatriotas es perfecta. "Me han acusado de ser premiada por calumniar al pueblo ruso, pero no ha habido un Nobel [ruso] aceptado por el pueblo, excepto [Mijaíl] Shólojov... Pero él era soviético", explicó, acusando al escritor de ser un "Nobel del aparato". Y eso que se ha dedicado a "escribir la historia del hombre rojo", "aquello que la gran historia quiere omitir, el sentimiento humano", para lo que ha creado incluso un género para hacerlo: la novela de voces, que considera enmarcada en la literatura más que en el periodismo. "Me dicen que mis libros están llenos de horror, pero yo no quiero cargarlos de horror, sino de espíritu. Saber qué nos permite ser humanos en medio del horror", precisa. 

Quien haya leído las primeras páginas de Voces de Chernóbil, en las que se describe la agonía de uno de los bomberos enviados a la zona del desastre vista desde los ojos de su esposa embarazada, quizás discrepe. Quizás también lo haga ella misma. Ahora está escribiendo un nuevo libro, pero este va sobre amor. Habrá que esperar para saber si en él pesa más el horror o el espíritu. 

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