Teatro

Pérez-Reverte en escena

Jordi Rebellón en 'El pintor de batallas'.

Cuando baja el telón de El pintor de batallas en el teatro Calderón de Valladolid, y después de los aplausos de rigor a la compañía, el director, Antonio Álamo, señala a un hombre sentado en el patio de butacas. El hombre es Arturo Pérez-Reverte, exreportero de guerra y escritor, y este es el estreno de la primera adaptación teatral de su obra. Hasta entonces no había leído el guión ni asistido a ningún ensayo ni participado de manera alguna en el proceso creativo, y descubría el resultado final al mismo tiempo que el resto de espectadores. Aun así, la noche giraba en torno a él.

No es extraño. Si bien pueden verse rasgos del polémico autor en muchos de sus héroes repletos de testosterona y honor, desde la publicación de la novela en 2006 ha dejado bien claro que se trata de un texto muy pegado a su vida. Incluso más que Territorio comanche (1994), en la que narraba heroicidades y mezquindades del oficio de periodista de guerra. “Cuando muera, lo que quedará de mí a la gente que me ha querido será esta novela. El resto han sido libros para comer. El ajuste de cuentas de Faulques es un ajuste conmigo mismo”, volvía a repetir en una rueda de prensa poco antes del estreno —al que este medio viajó invitado por la producción—.

El pintor de batallas es, ciertamente, una obra singular en su producción. Y ahora todavía más, ya que se convierte en la primera de las suyas en ser llevada a los escenarios. No es una novela de aventuras y acción como las que acostumbra —sirva como ejemplo la saga de Alatriste, pero también la historia de espías que publica este mismo mes—, sino un texto en el que, como confesaba su autor en su lanzamiento hace ya diez años, “no pasa gran cosa”. En ella, Andrés Faulques (Jordi Rebellón), un antiguo fotorreportero de guerra que se retiró hace años a una torre en la que ha cambiado el carrete por los pinceles, se enfrenta a uno de sus modelos, Ivo Markovic (Alberto Jiménez), un soldado croata que está dispuesto a asesinarle.

La novela se sostenía sobre el diálogo entre los dos personajes y las evocaciones que ambos hacen de los años de guerra. Lo primero es lo que invitó a Álamo a intentar llevar a escena la obra; lo segundo, supone el núcleo del desafío escénico. El director se sirve del inmenso mural sobre la guerra en el que trabaja Faulques para controlar el ritmo de la obra: los dibujos del artista Ángel Haro, proyectados sobre la escenografía de Curt Allen Wilmer, van tomando presencia sobre las cabezas de los dos actores a la misma velocidad que el proceso de catarsis de Faulques.

El primer escollo a salvar era, sin embargo, conseguir los derechos. Dos lo habían intentado con anterioridad sin que Pérez-Reverte diera su brazo a torcer y la negociación, en este caso, se alargó durante un año. El proyecto ha tomado vuelo: coproducido por el Calderón de Valladolid, con ayudas del Ministerio de Cultura, y la distribuidora Emilia Yagüe, se convertirá en una de las grandes apuestas de los Teatros del Canal (gestionados por la Comunidad de Madrid) el próximo marzo. Hasta entonces, les espera una gira por distintas ciudades españolas. 

El parecido entre el personaje de Rebellón y las maneras espartanas y altivas aunque amables de Pérez-Reverte —al menos de su personaje público— son obvias. Pero tampoco es esto nada nuevo, como aclaraba el autor: “Es mi único libro autobiográfico. Faulques no soy yo, pero su mirada sí es la mía. Le he prestado mis lecturas, mis libros, mis experiencias”. En un enfrentamiento verbal que dura varios días —reducido, en la versión teatral, a uno solo—, Faulques debe responder de sus acciones como un convidado de piedra de la guerra de Yugoslavia.

El juicio es triple: el del juez Markovic, que decidirá si vive o muere; el del juez Faulques, que se dará o no la absolución; e, inevitablemente, el del juez lector, que deberá dirimir a su vez si el personaje, y con él el autor, han cumplido con su expiación. El escritor se otorgó una sentencia positiva a sí mismo… o al menos mitigó su propia culpa: “Gracias a haberlo escrito, tengo una cierta serenidad. Sigo despertándome por las noches pensando en aquello. Pero estoy con fantasmas pacíficos que ni me insultan ni me agreden”.

El planeta de los premios

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La puesta en escena de una novela confesional tiene, sin embargo, un efecto muy curioso. Como el mismo autor reconocía —“Los ilustrados decían que el teatro era la forma de cambiar el mundo”—, el teatro tiene una dimensión social y colectiva que lo convierte en foro, en parlamento e incluso en patíbulo. Así que la adaptación teatral es una especie de reapertura del juicio. Y, además, Faulques y Pérez-Reverte comparten, en palabras del escritor, "un 90%" de los recuerdos que aparecen en escena —incluidas las opiniones sobre Goya y Picasso, a quien reprocha no haber pisado nunca una guerra—. De forma que el juicio al personaje se transmuta inevitablemente en juicio al autor. 

"Ver cuanto vio no le hizo más solidario, ni más compasivo"

. Es uno de los reproches de Markovic a Faulques, en cuya indiferencia ve el origen de sus males. Este se defiende argumentando que "asumir las cosas no significa que uno apruebe cómo son", que el mal está en todas partes y en todos, que la humanidad está condenada a la barbarie, que desde la guerra de Troya "todos los sitios son el mismo sitio". Markovic tiene un veredicto, y el público debe también deliberar el suyo. 

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