Historia

Volver a contar la revolución cubana

Ernesto Che Guevara y Fidel Castro en 1961.

Cuando se conoció la noticia de la muerte de Fidel Castro, el pasado 25 de noviembre, las editoriales se pusieron en marcha. A los buzones de las secciones de Cultura, poco afectadas a priori por la suerte del dirigente cubano, comenzaron a llegar correos que rezaban algo así como "La editorial X dispone de tres libros sobre Fidel Castro", o "Un novedoso retrato de Fidel Castro". Con la desaparición de uno de los estandartes de la revolución cubana, la historia se prepara para fijar su rostro, para replantearse de nuevo sus logros y sus maldades. No solo las del propio Castro, sino las de todo un proyecto político.

Entre esa amalgama de reediciones y títulos de fondo, hay dos que destacan sobre el resto. En Mi hermano el Che (Alianza) Juan Martín, el menor de los Guevara, reúne los recuerdos compartidos y las cartas de las que supo después, siendo ya adulto. En La autobiografía de Fidel Castro (Stella Maris), el escritor Norberto Fuentes se acerca al cubano desde la ficción, haciéndole escribir unas falsas memorias, con la cercanía que le da haber sido amigo y confidente del mandatario. 

Juan Martín Guevara es el único de la familia que acepta hablar, y, aunque no lo hace por primera vez, sí lo hace ahora con mayor extensión y sirviendo solo a su discurso. La razón: "Sus cinco hijos lo conocieron poco. Mi hermana Celia y mi hermano Roberto se niegan en redondo a hablar. Mi hermana Ana María murió de cáncer, como mi madre. Y yo tengo 72 años. No me queda tiempo que perder". Cuando el Che entró en La Habana, triunfante sobre Fulgencio Batista, Juan Martín era un adolescente de 15 años, los mismos que se llevaba con el hermano mayor. Y, sin embargo, se hace testigo casi obligado del revolucionario. 

La tarea le llegó, con cierta urgencia, cuando viajó a La Higuera, la "aldea perdida del sur de Bolivia" donde fusilaron a su hermano el 9 de octubre de 1967. Por entonces su familia ignoraba dónde se encontraba, porque había salido de Cuba en absoluto secreto. Allí, en el barranco en el que el Gobierno boliviano apresó al guerrillero, se le acercó una turista japonesa al grito de "El hermano del Che, el hermano del Che". Poco antes, un guía turístico le había pedido dinero a cambio de llevarle al lugar exacto en el que su hermano había sido detenido. "Me sentí indignado", cuenta, "El Che representaba precisamente lo contrario del lucro vil". Su propósito: "Hay que apearlo del pedestal, darle vida de nuevo a la estatua de bronce para perpetuar su mensaje. El Che habría detestado el estatus de ídolo". 

El pequeño Guevara, superviviente a su hermano mayor y a más de ocho años de cárcel bajo el yugo de la dictadura argentina, trata de hacerlo subrayando su apego a la familia, la relación que no dejó de tener con ella, la añoranza del hijo por parte de la madre y viceversa, su admiración de adolescente. Lo demás, los documentos, las cartas recogidas en el libro, no es nuevo, aunque toma otros matices si se observa bajo esta luz familiar. Está aquella carta que dirige a su madre en 1956 cuando esta le reprocha que vaya a liberar Cuba, aquel país al que no debe nada: 

"No soy Cristo ni filántropo, vieja, soy todo lo contrario de un Cristo. (...) No solo no soy moderado, sino que trataré de no serlo nunca, y cuando reconozca en mí que la llama sagrada ha dejado lugar a una tímida lucecita votiva, lo menos que pudiera hacer es ponerme a vomitar sobre mi propia mierda. En cuanto a tu llamado al moderado egoísmo, es decir, al individualismo ramplón y miedoso, a las virtudes de X.X., debo decirte que hice mucho por liquidarlo".  

Fue la primera vez que, en una carta a su familia, firmaba como "el Che". 

Si en torno a Guevara, siempre joven, a quien la muerte le quitó la posibilidad de fracasar o de traicionar sus ideales, se ha ido creando un halo de veneración y respeto, la longevidad de Fidel Castro ha creado otro tipo de discurso, uno satírico y ambiguo. Son las armas de Norberto Fuentes, escritor cubano que vive actualmente en Estados Unidos, fue amigo del dirigente y ha tenido acceso no solo a ciertos episodios de la política interior cubana, sino al pensamiento, las filias y las fobias de Castro. En 1989, cuando trataba de salir de la isla, fue detenido y posteriarmente liberado por mediadicón de Gabriel García Márquez, entre otros. Ahí se acabó la amistad. 

El escritor defiende que, aunque La autobiografía del Fidel Castro es una falsa autobiografía —es decir, un relato en que el biografiado es transformado en narrador sin su consentimiento—, hay poco en ella de ficción: "La fabulación es el posicionarme yo desde el puesto de mando de Fidel. La intimidad en la revolución es subyacente, es secreta, pero los acontecimientos son factuales", dice por teléfono desde Miami. En estás 665 páginas de largo relato en primera persona, Fidel maldice, escupe, se indigna y celebra. ¿Incluso ahora, después de tantos años alejado del personaje, cree que su interpretación de estas reacciones son certeras? "Dicen que el arte del historiador es saber componer los episodios de una manera convincente. Y el arte del novelista es otro, componer a partir de una recreación", contesta. Y recuerda Memorias de Adriano, de Marguerite Yourcenar, biografía de ficción del emperador romano.

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Confiesa que su relación con Fidel fue nula durante los últimos años. Cuenta Fuentes que cuando se publicó la biografía, en 2007, el dirigente publicó poco más tarde un comentario en algún medio que aludía vagamente a su propuesta. "Fidel es un hombre muy mal interpretado", asegura, "Los retos intelectuales le encantaban, porque le ponían a trabajar. Él estaba preocupado cuando el libro iba a salir. Llamaban de la embajada a Destino [la editorial original] para saber cuándo salía el primer tomo". Y de todas formas, dice, Castro ha sido su propio biógrafo: "Le encantaba editar. Si alguien ha escrito su autobiografía de ficción, es él. Porque la historia es una realidad editada, ¿o no lo es?".

Ciertamente, la historia sigue siendo editada. En The New York Times, el mexicano Enrique Krauze hacía memoria —"la verdad sobre las condiciones dentro de la isla desgastó el prestigio de la Revolución que, sin embargo, como su Comandante, se resistió a morir", defiende—, y en El Mundo, Nuria López se preguntaba qué iba a quedar de todo aquello, más allá de las pegatinas del Che exhibidas por unos niños peruanos que ignoran el nombre del guerrillero. Sirvan de ejemplo. 

 

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