Literatura

El camino continental

Muchos escritores ingleses han vivido y trabajado en el continente.

La escena es sobradamente conocida: en junio de 1816, cuatro amigos ociaban en una villa a orillas del Lago Leman cuando uno de ellos, de apellido Byron, propuso a modo de divertimento, escribir cuentos de miedo. Era un juego para matar el tiempo, pero lo que allí ocurrió marcó la historia de la literatura, porque de ese reto nacieron dos personajes que aún habitan nuestras pesadillas: El vampiro, de William Polidori, y Frankenstein o el moderno Prometeo, de quien todavía era Mary Wollstonecraft y a quien luego daría su apellido otro de los allí congregados, Percy Bysshe Shelley.

La mansión en la que todo sucedió, Villa Diodati, tenía pedigrí literario: en esa misma residencia se había alojado en 1638 John Milton, y algunos sospechan que allí pudo escribir algunos textos de lo que, pasados los años, llegaría a ser El paraíso perdido.

Suiza nunca ha formado parte de la Unión Europea que el hoy llamado Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda del Norte va a abandonar, pero sirvan esas referencias para subrayar que son muchos los escritores de las islas que han vivido y trabajado en el continente, con gran provecho para ellos y para la literatura. Con UE o sin ella, la literatura británica en general (si es que tal cosa existe: Ian McEwan sostiene que no), y la inglesa en particular es, en buena parte, continental.

Viajeros impenitentes

Los escritores ingleses se han demostrado siempre trotamundos pertinaces, y en no pocas ocasiones han acabado residiendo cerca del Mediterráneo. Es decir, han sido visitantes ocasionales o permanentes transterrados.

En su Introducción a la Literatura Inglesa, Borges evoca a Geoffrey Chaucer, que "fue paje, soldado, cortesano, diputado, miembro de lo que hoy llamaríamos Servicio Secreto, diplomático en los Países Bajos y en Italia y, finalmente, vista de aduana"; a John Donne (1573-1631), quien "presenció y acaso participó en el saqueo de Cádiz por los corsarios del conde de Essex; viajó tres años por España e Italia; o a Robert Browning (1812-1889), que "vivió mucho en Italia y se apasionó por su libertad", y llegó a decir: "Italia fue mi universidad".

Ya hemos mencionado a George Gordon Byron, que viajó por España, Portugal, Grecia, Turquía, Alemania, Suiza e Italia, "quiso participar en la guerra de la independencia de Grecia; murió de fiebre en Missolonghi el día 19 de abril de 1824" y "para los griegos es aún un héroe nacional" (dice Borges). Y a Shelley, quien tras su paso por Ginebra se instaló en Italia donde murió antes de cumplir los 30, cuando su bote naufragó por culpa de una tormenta. Tampoco olvidamos a D.H. Lawrence: tras la primera guerra mundial se entregó a un salvaje peregrinar que le llevó a Australia, Estados Unidos, Francia y Sri Lanka, antes de asentarse, él también, en la bota itálica. "Para nosotros —escribió—, ir a Italia y penetrar en Italia es como un acto de autodescubrimiento más fascinante: retroceder, retroceder por las antiguas formas del tiempo. Despiertan en nosotros acordes extraños y maravillosos, que vibran de nuevo después de muchos cientos de años de completo olvido".

El emigrar de otros fue más bien un huir. Tras ser juzgado y condenado, Oscar Wilde (nacido en Irlanda) cumplió dos años de cárcel aderezados con trabajos forzados en su país y tras ser puesto en libertad, partió a Francia, donde escribió La balada de la cárcel de Reading. Murió en París, en el Hôtel d'Alsace, y está enterrado en el cementerio Père Lachaise. Su epitafio es un verso de su Balada:

And alien tears will fill for himPity's long-broken urn,For his mourner will be outcast men,And outcasts always mourn.

"Lágrimas extrañas llenarán para él / esa urna de piedad tanto tiempo destrozada. / Quienes por él están desconsolados serán parias / y los parias jamás hallan consuelo".

Francia fue también tierra de acogida para Graham Greene, quien en 1967 llegó a Antibes (Costa Azul)  porque "quería huir de la niebla británica" (aunque murió en la suiza Vevey, a donde se trasladó para ser atendido de la enfermedad que padecía). Para Lawrence Durrell, autor de El cuarteto de Alejandría, que odiaba lo que bautizó como "the British death" (la muerte británica) y era de la opinión de que "todo el mundo detesta a su propio país y a sus compatriotas, si es un artista de cualquier tipo". Para Anthony Burgess, que abandonó Gran Bretaña (demasiados impuestos) y tras viajar por media Europa en una autocaravana, se instaló primero en Malta (demasiado católicos), luego en Italia (demasiado mafiosos) y finalmente en Mónaco (el paraíso, al parecer). También para John Berger, quien cruzó el canal tras recibir el premio Booker con un discurso en el que criticó a la compañía que había instaurado el galardón por sus relaciones comerciales en Indias Occidentales y anunció que donaría la mitad del dinero obtenido a los Panteras Negras. Berger, hay que precisarlo, no se consideraba un exiliado: "Fue una elección —declararía después—. Nunca he tenido la nostalgia o el sufrimiento que acompaña al exilio, ni siquiera un eco de esa experiencia".

(Paréntesis. Podríamos también hablar de Joyce o Beckett ["prefiero Francia en Guerra a Irlanda en paz"], que también forman parte de la amplia nómina de expats, pero puesto que hablamos de "literatura inglesa", no en inglés, nos limitaremos a citarlos.)

El camino inglés

Dice Luis F.Díaz Larios que el paisaje arqueológico de Iberia satisfacía todas las expectativas de los viajeros románticos "porque fundía historia y exotismo, tiempo y espacio, plasmados en monumentos más o menos abandonados cuando no en franca ruina, con la pretensión de suscitar  melancolía, nostalgia o, como diría Byron, un state of consciousness".

Muchos de esos peregrinos accedían a España desde Gibraltar y, tras hacer noche en Gaucín, llegaban a Ronda antes de continuar hacia otros puntos de Andalucía. "El camino inglés", llamaban a la ruta. Como apunta Jerónimo Páez, artífice de la Fundación El Legado Andalusí, "imaginaban mundos que no existían, mientras escapaban del suyo propio, prosaico y poco atractivo". Cierto es que crearon "todo tipo de tópicos y, con frecuencia, sus propios prejuicios les hicieron ver una España que poco tenía que ver con la realidad", pero también es verdad que "describieron con acierto nuestras tradiciones, nuestros modos de vida, las diferentes comarcas y regiones, lo popular y el color local. En ocasiones, sus análisis del sistema político o de las peculiaridades de la vida española sirvieron para conocer 'los males de España' y raro el que no alabó la fuerza, el orgullo y la dignidad que rezumaba el pueblo llano, a pesar de los muchos años de decadencia y mal gobierno".

Una de las razones de ese trasiego fue la Guerra de la Independencia, que contribuyó a despertar el interés hacia lo español. "Durante la guerra, algunos militares o agentes ingleses y franceses compaginaron la dedicación bélica con el ejercicio de la curiosidad viajera", dice Nicolás Ortega Cantero, y cita a Edward Hawke Locker, cuyas Vistas de España (1824) dan cuenta "gráfica y literaria de los recorridos que hizo en el otoño de 1813, al tiempo que cumplía su misión de entregar a Wellington mensajes confidenciales". Luego llegarían George Borrow, "Don Jorgito el inglés", autor de La Biblia en España y Richard Ford, que firmó un insustituible Manual de Viajeros sobre España.

Otra guerra, la civil del siglo XX, provocó una segunda oleada que ha merecido muchos análisis y estudios. Una vez más, no estaba integrada únicamente por ingleses, pero alguno que sí lo era dejó huella indeleble: George Orwell (en el mundo, Eric Arthur Blair). "Prefería ser extranjero en España que en cualquier otro país. ¡Qué fácil es hacer amigos en España! Al cabo de un día o dos, ya había veinte milicianos que me llamaban por mi nombre de pila, me enseñaban toda clase de trucos y me abrumaban con su hospitalidad", escribió en Homenaje a Cataluña. "A los españoles se les dan bien muchas cosas, pero no combatir. A todos los extranjeros les horroriza su ineficacia y, sobre todo, su desesperante falta de puntualidad. Lo quiera o no, un extranjero siempre acabará aprendiendo la palabra mañana. Siempre que es humanamente posible, los asuntos de hoy se posponen a mañana. Tan evidente es que los propios españoles bromean con ello. En España, desde una batalla a una comida, nunca ocurre a la hora acordada".

La experiencia española fue decisiva para Orwell, pero efímera. Otros. sin embargo, vinieron para quedarse.

Robert Graves abandonó Inglaterra buscando un lugar donde "la ciudad fuera todavía ciudad y el campo, campo" y, siguiendo el consejo de Gertrude Stein, se instaló en Mallorca, una decisión que encuentra explicación en una colección de textos escritos mayoritariamente entre 1953 y 1958, y publicados años más tarde bajo el título Por qué vivo en Mallorca.

La novela, para el que trabaja

La novela, para el que trabaja

Gerald Brenan, afirma Michael Jacobs, repetía que "había venido a España porque era un país que había permanecido neutral en la Primera Guerra Mundial, un país barato, en el que él podría sobrevivir con su pensión y también un país con un clima mucho mejor que el de Gran Bretaña".

Y, más recientemente, Chris Stewart, primer batería del grupo Genesis, que acabó en un cortijo de las Alpujarras granadinas y lo contó en Driving among lemons. An optimistic in Andalucía (Entre limones), inopinado best-seller mundial. "Los británicos siempre se han sentido fascinados por España y, en especial, por Andalucía —dice—. Desde la época de los romanos nadie ha invadido Gran Bretaña. Sin embargo, muchísimas culturas invadieron o pasaron por España y dejaron aquí su huella".

Y por Europa entera, cabe añadir. Y con UE o sin ella, seguirá habiéndolo.

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