Teatro

Adiós, papá

Fernando Cayo en 'Inconsolable'. de Javier Gomá, dirigida por Ernesto Caballero.

“No estaba preparado para esto, pese a los cincuenta años que acumulo y a contar ya con cierta veteranía en el oficio de vivir”. El filósofo Javier Gomá habla de esa experiencia “personalísima” y a la vez “la más común que existe”. Habla de la muerte del padre. Y quien dice del padre, dice de la madre. No se trata aquí de un masculino neutro: fue su padre quien murió en 2015, y fue en su honor que escribió "Inconsolable", un texto que apareció primero en las páginas del periódico El Mundo y que recogió luego en La imagen de tu vida (Galaxia Gutenberg, 2017), en el que reúne tres ensayos sobre la ejemplaridad. Su duelo retoma ahora cuerpo al subir al escenario del Centro Dramático Nacional con la dirección de Ernesto Caballero y Fernando Cayo en el papel del hijo, solo y huérfano bajo los focos.

Caballero, cabeza también de este centro público dedicado a la producción contemporánea, incluyó la obra de Gomá en el último momento, cuando la programación de la temporada estaba ya más que cerrada. Dio igual. Tras un trabajo de cinco meses que ha incluido desde la reescritura del texto al trabajo actoral, pasando por la escenografía cambiante de Paco Azorín y las luces de Ion Anibal, la última pieza del año estaba lista para subir a escena. Permanecerá allí hasta el 23 de julio.

“Gomá se mantiene en una línea entre lo personal y lo universal. Te da los datos justos para crear un misterio abierto, y ese misterio deja que tú mismo proyectes tus realidades”. Cayo apura un café en una terraza poco antes del estreno, en un descanso del calor estival madrileño. A él le llegó el texto de golpe, sin ese goteo que lo llevó de los periódicos –solo en papel, por cierto– a los escenarios. No lo había leído hasta que Caballero le llamó. En el texto encontró: “[La muerte del padre] no se trata de un mal reparto de cartas que un jugador sin suerte haya de lamentar, sino de las reglas de juego que se aplican a todos los jugadores sin distinción. Idéntica privación nos iguala a todos en un mismo estado de orfandad universal”.

Él, de hecho, ya había experimentado todo aquello: “La muerte de mis padres, la muerte de mi hermano, las diferentes pérdidas de mi vida están ahí. Y están todos los días”. Gomá hacía balance de sus primeros 40 días de duelo –ese tiempo cargado de símbolos: 40 años del vagar del pueblo judío por el desierto–, y Cayo había salido ya de aquel proceso. “Pero sí, lo he vivido, lo viví todo igual. Esa sensación de que tu padre te acompaña, y no como algo imaginado. Un día tienes la conciencia de que tu padre está ahí contigo”. El suyo se ganaba la vida conduciendo, y ahora él se ve echando horas en la carretera entre las giras de sus otras obras en cartel, El príncipe y PáncreasPáncreas. “Cuando viajo en coche, hay veces que lo siento conmigo”, confiesa.

Hasta llegar a esa entente cordiale con la muerte, Gomá pasa por diversas etapas. En Inconsolable hay una tierna reflexión sobre el duelo, sobre el dolor agudo que produce la pérdida de un ser querido, pero también sobre la extraña y frágil tensión que puede producirse entre un padre y un hijo, y sobre la culpa. Y sobre el abismo metafísico que se abre con la muerte:  “Que muera quien te dio vida, como a mí me ha ocurrido, abre los ojos al hecho de que no hay consuelo que dure mucho, que la herida del niño en realidad no curará, al contrario, que gangrenará algún día hasta corromper su cuerpecito y que incluso la madre que lo abraza también está tocada de muerte y morirá, como su hijo”.

Todo esto quería reproducirlo Caballero sobre escena, y a todo esto, envuelto en un lenguaje muy cuidado, más literario que teatral, se ha enfrentado Cayo. Pero objeta: “El territorio de la palabra es el teatro, aunque en los últimos decenios se haya ido contagiando de características de lo audiovisual”. Así que ese lenguaje filosófico, distante del usado por el público, no fue problema. “Javier Gomá escribió el texto con una vocación de... elevación, y eso precisamente fue lo que gustó a Ernesto”, explica. Algo a lo que ya se había enfrentado Cayo con El príncipe, una puesta en escena del texto de Maquiavelo y de Maquiavelo mismo.

Pero si allí se trasladaba al florentino a los años cincuenta, aquí no buscaron naturalismo, por mucho que en el escenario se vea un sillón y unos libros. La obra, dice, es “abstracta”, más ocupada en la emoción y el camino del duelo que en la verosimilitud. Lo deja claro la escenografía de Azorín: un suelo que parece común pero que se va girando y elevando tras el actor. Es eso lo que produce la muerte, ¿no? Que el suelo desaparezca y la vida se invierta. “Sí, es un extrañamiento, y de eso habla también la función. ‘Un cierto extrañamiento es inherente al negocio de la vida”, recita de memoria.

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Cayo asegura que el propósito y el tono de la obra no es lúgubre, por más que haya ese acercamiento a lo que Gomá denomina “la Medusa”, la tristeza sin paliativos, el sinsentido. “Probamos muchas cosas durante esos meses, pero al final vimos que este texto tenía que fluir ligero y luminoso y rápido”, explica. Sin pesos. Como un hombre que le habla a sus amigos –y el actor entra literalmente a escena desde la calle, como si nada–.  Y al final del discurrir de Gomá por el desierto hay, si se quiere, un oasis. Con ese epílogo que es la muerte, la vida del fallecido se completa y se cierra. Lo explica mejor Gomá: “Mientras vivía, lo esencial se mezcló con lo anecdótico de una biografía en marcha. Una vez que la muerte ha detenido ya para siempre el curso imprevisible de su devenir, su imagen se desprende de lo accidental, asume una necesidad retrospectiva y revela su significado verdadero”.

El actor y el filósofo tienen en común también su propia paternidad. “En el texto aparece una de 11 años, la mía ya tiene 12. Y está esa reflexión de qué le voy a dejar, qué recordará de mí cuando yo no esté, si le habré dejado algo que merezca la pena, unos valores, unos principios”. Esa “imagen de tu vida” que Gomá analiza y desentraña. El autor sostiene que “toda nuestra vida se resume en una demorada preparación de la verdad que entregamos a quienes nos sobreviven”. Ante tamaña carga, el actor señala otro punto de lo que denomina una “road movie emocional”. Esa que dice que, ante la muerte, el superviviente –el huéfano– escucha una voz que dice: “Acuérdate de vivir”.

 

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