Cine

'Zama': sobre la espera y contra la esperanza

Don Diego de Zama espera, en el Paraguay colonial del siglo XVIII, a que cambie su suerte. Fue corregidor, con todo un territorio a su cargo, pero hoy es solo asesor letrado, otro funcionario más al mando de la Corona española. Su caída en desgracia tiene poco que ver con su conducta —aunque Zama no es, ni mucho menos, un santo— y más con su procedencia: la metrópolis ha ordenado que su antiguo puesto solo lo ocupen españoles, y él es un criollo fascinado con la vieja Europa. Alejado de su mujer e hijos y en un punto recóndito de la provincia, Don Diego espera una orden del monarca que, reconociendo sus méritos, le envíe al esplendor de Buenos Aires, de Perú o incluso de España. 

Esto planteaba el argentino Antonio di Benedetto en Zama, su novela publicada en 1956 (y reeditada ahora por el sello Adriana Hidalgo), y eso recupera la cineasta Lucrecia Martel 30 años después del fallecimiento del escritor. Zama es una película de ritmos lentos, marca de la creadora desde su debut, La ciénaga (2001), que abriría la senda de quien es hoy considerada como una de las mejores directoras latinoamericanas en activo. Pero esta vez lo ha sido también en su producción: la película llega nueve años después de La mujer sin cabezaLa mujer sin cabeza, el anterior de su filmografía. En medio, el proyecto fallido de llevar al cine el cómic El eternauta, de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López, un largo penar para lograr reunir la financiación y una postproducción interrumpida por la enfermedad de la cineasta —un cáncer del que habla con cierta reserva—. La espera ha merecido la pena: pasó por Venecia —fuera, incomprensiblemente, de competición—, ganó el premio del jurado en Sevilla y está nominada a mejor película iberoamericana en los Goya

"Visto de afuera, parece que uno tendría que filmar películas", dice, extrañada, durante la promoción del filme, que se estrena en España el 19 de enero, "pero para mí nunca ha sido una compulsión, así que filmo cuando me parece que tengo algo para filmar". Y es cierto que la preproducción de la película fue dura. Para reunir los 2,8 millones de euros de financiación (3,5 millones de dólares), la directora tuvo que reunir a más de 30 productores, entre ellos los hermanos Agustín y Pedro Almodóvar. A bordo, actores como Daniel Giménez Cacho en el papel del corregidor y Lola Dueñas en el papel de una rica española. Pero, en cualquier caso, ¿no son demasiados, nueve años de silencio? Responde sin dudas aparentes desde detrás de sus gafas ahumadas: "No sentí que había abandonado tanto el cine. Nunca yo llego a rodar tan seguido como para considerarme una profesional, siempre me considero una amateuramateur".

Martel se sumergió en Zama, clásico contemporáneo de la literatura argentina, durante un viaje por el río Paraná en 2010. "La novela está construida como un soliloquio", explica, "y quizás a alguna gente que cree que las novelas fáciles de llevar al cine son las de argumento esta les puede haber parecido imposible". Inadaptable. Todo el libro está narrado por la particular voz del corregidor, que parece interpretar la realidad a favor de sus propias ensoñaciones; los dos primeros tercios están conducidos por amores frustrados, una creciente pobreza y actos de violencia no del todo claros. Al fondo, la espera: a Zama no le sucede nada, o más bien no le sucede lo que le tiene que suceder. 

Pero no se trata, asegura la cineasta, de "convertir una novela en una película", lo que califica de "idiotez". "Otra cosa es cuando una novela te toma de tal manera que te parece que hay algo de lo que te generó que lo podés transmitir, y vas a usar hechos de la novela y otros para hacerlo, que no es el argumento, sino algo sobre la vida, sobre la historia de la humanidad". ¿Qué es ese algo en Zama? Di Benedetto dedica su libro a "las víctimas de la espera". Y la espera es, por una parte, la gran herramienta de Martel para que se produzca la "revelación" —no porque la tenga, precisa, sino porque la busca— "un esfuerzo en gran parte condenado al fracaso, porque ese chispazo a veces no sucede, a veces es un segundo, y a veces no te das cuenta de que pasó". Pero la espera es también la esperanza. 

En enero de 2017, el premio Nobel sudafricano J. M. Coetzee dedicaba un largo artículo a Zama y a Di Benedetto en The New York Review of Books con ocasión de la primera traducción al inglés de la obra. "El sueño de recuperar el Edén, de comenzar de nuevo, animó la conquista europea del nuevo Mundo desde los tiempos de Colón", escribía. "Como Zama en su salvaje puerto fluvial, el inmigrante se encuentra a sí mismo arrojado en un lugar que es cualquier cosa menos edénico y del que no existe una salida obvia". Lo que convierte al corregidor en un ser oscuro no es la pérdida de la esperanza, sino su empeño en aferrarse a la idea cada vez más improbable de un ascenso, de un reconocimiento social, de un encuentro sexual perfecto, de un poder inasible. 

Lo explica Martel, quizás más claramente: "El personaje de Zama es antijudeocristiano. La gran esperanza que trae el mensaje de la Iglesia católica es que algo de tu esfuerzo o de tu sufrimiento va a tener un sentido al final. Poner la zanahoria tan lejos es lo que hace que se desvalorice la experiencia del día a día. Si no hubiese eso en nuestra cultura, si no tuviese ningún sentido sufrir, estaríamos desesperados por terminar con el hambre, con las prisiones, con la gente a la que le faltan cosas, y a quienes les sobran se la sacaríamos. La esperanza justifica un montón de cosas". Es mejor, afirma, no tener esperanza. No aceptar la espera. 

Eso no significa, al menos en su caso, tirar la toalla. Martel no se muerde la lengua al hablar, por ejemplo, del machismo en el cine: "Hay una matriz cultural que llevamos tanto tiempo en ella que está naturalizada, que casi no se ve. Esa matriz cultural es la que avala la violencia de género, los abusos, los abusos de poder también en otros sentidos, ciertas ideas sobre la riqueza". Y esa "matriz cultural que ha puesto al hombre en mejor lugar" acaba siendo elegida por otros hombres en festivales, y ese cine "performa la sociedad", y... No cree que se vaya a parar la rueda mañana, ni que las películas cambien el mundo. Pero se planta: "En lo que sí me siento comprometida es en la violencia de género. No podemos esperar porque no va a quedar una mujer viva".

Hablando de festivales: ay de quien diga que las películas de Lucrecia Martel son "de festival". "Si hay algún lugar donde no me gusta estar son los festivales", asegura, con una libertad envidiable y sin pensar un segundo en los responsables de certámenes como los de Venecia, Toronto, Nueva York o Sevilla, por los que ha pasado Zama. "Son aburridos, todo el mundo está nervioso, no hay tiempo para ver nada, hay mucha gente, es caro, tenés que vestir bien… Sirve para la película, claro. ¿A quién no le gusta comer? Pero, ¿a cuánta gente le gusta ir al supermercado?". Y no le hagas hablar de la Academia de Hollywood, que la incluyó en 2016 entre los 683 artistas invitados a formar parte de ella. "¿Vos pensás que me mandaron un mail para preguntarme si me interesaba, o explicándome cuáles iban a ser mis obligaciones o que hay que pagar 600 dólares que ni en pedo pago para ser miembro de la Academia? ¿600 dólares anuales para estar en un lugar que para mí es el nido... no digo del mal, pero sí de cosas que no me interesan?". Por si alguien lo dudaba: no aceptó. 

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