Cultura

Lo que nos dice la inadvertida muerte de José María Berzosa

Antoine Perraud (Mediapart)

Murió el 2 de enero y nadie ha dicho ni una palabra, con la única excepción de Jean-Jacques Birgé en su blog, alojado en Mediapart [socio editorial de infoLibre]: "El cineasta José María Berzosa se ha apagado". ¿Por qué volver, un mes más tarde, a la desaparición de un hombre de televisión olvidado por todos? Porque ese borrado amnésico nos habla de nosotros mismos, de nuestro estado mental, cultural y político. 

¿Quién puede imaginar todavía hoy que la televisión francesa de la V República ofrecía el mejor balcón sobre la realidad social, convertida en una verdadera universidad popular? Y esto, gracias a un verdadero Yalta de la pequeña pantalla: la información, completamente en manos del poder; pero la creación, dejada a realizadores casi todos de izquierdas y a menudo comunistas, con una misión de agitación y de diálogo...

En 1967, por ejemplo, un documental de Jacques Krier (1926-2008), Les matinales, que seguía el agitado día a día de las mujeres de la limpieza que tomaban el primer metro para adecentar la Ópera de París, la estación de Saint-lazare, una cafetería o unas oficinas, que hablaba más claro que todos los temas llamados sociales de los informativos desde hacía 50 años. La televisión educaba informando, enseñaba a reflexionar y por lo tanto a rebelarse. 

Era necesario que todo esto se acabara de inmediato después de Mayo del 68: esos extraños puntos de luz serían convertidos en lavacerebros a voluntad, marcados por la publicidad que acababa de introducirse. Y el realizador Marcel Bluwal (nacido en 1925), veterano de aquellos tiempos olvidados, cuenta cómo después de los "acontecimientos" que conmovieron al gaullismo triunfante, un gerifalte de la Oficina de Radiotelevisión Francesa (ORTF) le espetó, sobre su Don Juan con Michel Piccoli y Claude Brasseur, emitido en 1965: "Se acabó, ya sabemos adónde lleva esto...". 

José María Berzosa era la quintaesencia de tal subversión catódica, hoy insospechable. Nacido en 1928 de una familia de la gran burguesía española, abogado de formación, y tras haber abandonado el país en 1956 después de una temporada en los calabozos de Franco por haber participado en una manifestación, prohibida por definición, Berzosa parecía salido de la novela del nobelizable Javier Marías. Era un "antifranquista visceral" y la inquina que reservaba al Caudillo debía engendrar, en 1994, una película en forma de patada en el culo al dictador, 19 años después de la muerte del tan nocivo generalísimo: Franco, un novio de la muerte.

Con su elegancia patricia, su humor arrasador, su ironía indudable, su distancia púdica y su connivencia intelectual con algunos seres elegidos, Berzosa se había refugiado en Francia y se había integrado en el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos antes de convertirse en el ayudante de Luis Buñuel. Rueda su primer filme en 1967, una visita al museo de la policía en compañía de un viejo libertario que renegaba de la armada, las jerarquías y los rangos: ¡el actor Michel Simon! El clímax de este mediometraje está en el gag improvisado del que el cineasta extrae la mejor parte: Michel Simon se deja esposar por un funcionario, que no acierta a dar macha atrás y a devolver por tanto al augusto visitante su libertad de movimiento...

Claude Guisart, de 78 años, antiguo empleado del servicio documental de la ORTF convertido en referencia de la creación en el Instituto Nacional del Audiovisual (Ina), cuando este producía obras maestras emitidas por el ente público, no admite el olvido en el que cayó José María Berzosa: "Su trabajo era ejemplar por la multitud y variedad de temas abordados, pero sobre todo por un estilo, una escritura y un tono únicos. Era inesperado, insólito, insolente y perfectamente irreverente. En un documental sobre Bretaña, que había titulado magníficamente Cosas vistas, oídas o soñadas en Bretaña a partir de las cuales Dios nos guarde de generalizar, había filmado a Jean-Edern Hallier en su casa solariega. El escritor trataba con displicencia a su antiguo administrador. Este intercambio paternalista entre un escritor henchido de su propia importancia y un viejito dominado lo había mandado repetir Berzosa una docena de veces. Y conservó en el montaje al menos ocho tomas. No soportaba la autoridad, pero tenía una verdadera empatía por los humildes". 

Claude Guisard ofrece como prueba la mirada a la vez afilada, compasiva y divertida sobre el Chile de Pinochet, en películas jamás reemitidas tras su estreno, en 1978, que se encontró con presiones ejercidas por la Junta a través del Gobierno sobre el presidente del Ina, el inflexible poeta Pierre Emmanuel: "Berzosa había logrado haber posar a Pinochet y a los generales que le rodeaban en su intimidad familiar, con sus esposas obligadamente admirativas. Uno hablaba de caballos, el otro era retratado en su perrera y desplegaba un amor nada moderado por sus sabuesos, el tercero confiaba a la cámara sus esfuerzos de pintor dominguero. Pero el realizador entreveraba estas escenas kitsch con testimonios impresionantes de madres o de mujeres de desaparecidos". 

"Sabía sacar partido de la vanidad de los demás"

"La Embajada de Chile en París se maravilló con la primera proyección. Los diplomáticos enviados por la Junta estaban orgullosos de la imagen reflejada por el espejo fiel que era a sus ojos José María Berzosa. Cuando leyeron los artículos de la prensa francesa, se desencantaron, se dieron cuenta de que les habían engañado. Intentaron entonces, por todos los medios, impedir la difusión de las otras entregas del documental, pero era demasiado tarde", recuerda la realizadora Françoise Romand, que fue la ayudante de Berzosa, del que seguiría siendo amiga: "Me animó a volar con mis propias alas diciéndome, él, que tenía un lado dandy, siempre con un aspecto tan cuidado, que hacer una película era como elegir la ropa por la mañana...". 

Marcado por su educación con los jesuitas, Berzosa estaba fascinado por la religión, entendida como una forma de broma como ninguna otra. Confesaba a los confesores con una singular maestría. Ya fuera sobre el milagro de Fátima en Portugal, al que se asomó en 1971, o a propósito del largo y tortuoso proceso de beatificación y canonización en el Vaticano —con su tríptico Sobre la santidad (1984), Introitus y Los bienaventurados (Epístola III)

François Romand: "Era muy flexible. Tenía su película en la cabeza —de tal forma que rodaba poco, y lo que rodaba era útil—, pero permanecía disponible para atrapar cualquier imprevisto que surgiera. Su generosidad era total, y se apoyaba sobre una inmensa cultura, pero no dudaba en hacerse depredador cuando llegaba el momento. Conocía el arte de embaucar, incluso a los responsables de emisión, que cedían a sus alambicados motivos para alargar un formato de documental con respecto a la duración inicialmente prevista: ¡José María era muy astuto!". 

Para el realizador Jean-Denis Bonan, que hizo con él su mili televisiva, Berzosa "estaba lleno de contradicciones extraordinarias, hasta el punto de dar la impresión de una dulzura muy violenta. Forjado por su pasión por el surrealismo, borraba con una pericia única las fronteras entre el bien y el mal, lo verdadero y lo falso, el sueño y la realidad. En el fondo era un libertario, un enamorado de la libertad ante todo. ¡Cuidado con los que imponían cadenas intolerables y sometían al mundo! Su insistencia, de una suave crueldad, que hizo encontrar a la esposa de Pinochet un pequeño defecto de nada a su Augusto, brinda una secuencia antológica. La mujer cede y termina por soltar: 'Quizás es un poco autoritario...'. Le decía siempre a José María: 'Una cosa es segura, ¡jamás me dejaré entrevistar por ti!". 

Anne Baudry, montadora, que vio a José María Berzosa hasta los últimos meses de su vida, define así la profunda y transgresora originalidad de este realizador, enterrado en vida por haberse salido de la norma: "Sabía sacar partido admirablemente de la vanidad de los demás. José María les halagaba a muerte para empujar a cada uno, hasta el absurdo, hacia una representación artificiosa de sí mismo. No soportaba las máscaras y nos enseñaba a arrancarlas de un vistazo: esa era su manera de filmar a los poderosos. Siempre les tomaba por sorpresa y a contrapié. Sus preguntas a Pinochet sobre su amor por los libros permitieron que el general se enorgulleciera. Pero cuando llegó el interrogatorio preciso y tenaz sobre las últimas lecturas del jefe de Estado chileno, no había nada: ¡ningún título en su cabeza, quitando Don Quijote y una revista de caza!". 

José María Berzosa parecía buscar las metáforas más implacablemente barrocas para dar cuenta de lo real, destacado por estas astucias estilísticas. En 1973, so pretexto de investigar sobre los propietarios de pinturas del Greco, había filmado más a los poseedores que a las posesiones, ofreciendo un retrato de los grandes escleróticos de España, tan cruel como Goya y tan divertido como Daumier. Aquí, un vídeo del rodaje, que desvela como un esbozo de lo que quería mostrar a pequeñas pinceladas el realizador...

Y después se cerraron las ventanas

José María Berzosa no llegará a los 30 años de felicidad en la televisión francesa, donde se mete también en la ficción (Mourir sage, vivre fou). Se hizo incluso actor para su amigo Raoul Sangla (nacido en 1930) en una adaptación de Los hermanos Karamazov de Dostoievski. Su último gran trabajo digno de tal nombre fue, en 1998, para la colección Un siglo de escritores confiada a Bernard Rapp: un retrato de Rafael Alberti (1902-1999). 

Los problemas empezaron, paradójicamente, con los dos septenios de François Mitterand, como si la izquierda gubernamental presidiera una disolución definitiva de la televisión de calidad, como lo señala el realizador Jean-Denis Bonan: "Habíamos depositado todas nuestras esperanzas en la llegada de la izquierda al poder, antes de descubrir que el director de programas había sido reemplazado por unidades de programas más o menos obsesionadas por la audiencia y que picoteaban nuestra libertad. Berzosa se benefició hasta el final de las pequeñas ventanas en las rejas, sobre todo en France 3. Y después se cerraron las ventanas". 

La montadora Anne Baudry se acuerda de una escena terrible con Thierry Garrel, responsable de la unidad de documentales de Arte, hacia 1990: "Era una película sobre el diablo. Una secuencia estaba condenada a desaparecer, a ojos de quien debía decidir. Jose María se sublevó con todo su ser, sabiendo que por su reacción intrnsigente sería él mismo borrado de Arte, que sería el final de su carrera, pero él era así: no ceder nunca. Protestó, discutió: 'Si mi película hace 10 minutos de más, soy yo quien debe cortarla, por donde yo quiera, no es usted quien debe imponerme una amputación'. Había firmado su sentencia de muerte profesional comportándose como el representante de una generación llamada a desaparecer. Demasiado libre e independiente...". 

Anne Baudry recuerda la fantasía desatada, pero también la de en sus deseos cinematográficos —tenía una admiración sin límite por Tarkovski— de la que hacía gala Berzosa. Rechazaba justificar con argumentos racionales lo que hacía su estilo, sobre todo algunos desajustes buscados entre sonido e imagen (una coche arrancaba, el espectador escuchaba el sonido de un carro de caballos). Poco antes de la privatización de TF1 en 1987, el realizador había presentado ante un consejo —a cuya cabeza estaba el director de la cadena— un documental sobre las salas de cine, una de las cuales estaba regentada por... carmelitas. Anne Baudry no ha olvidado ese momento: "Había un plano secuencia muy largo, de siete minutos, que enseñaba a una religiosa tendiendo la colada. Lo hacía sobre cinco o seis hilos, tan tensos como el director, que se retorcía de impaciencia sobre su silla, antes de soltar: '¡¿No iremos a verlo entero?!'. Berzosa, con un tono frío y sarcástico, replicó: 'Eso, señor, es cuestión de gusto'. Ni hablar de dejarse guiar por criterios estéticos...". 

En una película de 1981, que fue sin duda para el realizador el no va más de su libre carrera, podemos detectar un efecto espejo entre el documentalista y su sujeto, el dibujante subversivo —y un poco machista, sin embargo...—, reconocido pero marginal, Tomi Ungerer. Estos 33 minutos suenan a arte poético y cinematográfico. Su modernidad —quitando algunas formas experimentales anticuadas— salta a los ojos y hace eco a algunos debates muy actuales (el lugar de la religión, de la mujer...). 

En los años 2000, enterrado vivo en Francia, José María Berzosa cayó discretamente en una depresión profunda de la que no quiso hablar a nadie. Claude Guisard, Jean-Denis Bonan, Françoise Romand y Anne Baudry lo juran: no se le percibía ninguna amargura. Paradoja de la historia, fue el país del que había huido, España, quien reconoció tardíamente al antiguo proscrito abolido en París. El realizador fue invitado a festivales como el de Pamplona. El crítico Luis E. Parés debía coordinar en 2012 un pequeño libro sobre los realizadores españoles exiliados en Francia bajo el franquismo, que daba espacio a Berzosa.

He aquí un último extracto de su obra. Nos hace reflexionar sobre una serpiente de mar racista, nacionalista, autoritaria y reaccionaria. Una serpiente de mar dispuesta a reaparecer para contener, someter o tiranizar a los pueblos del planeta. Berzosa, con su mirada experta, la había atrapado en el Chile de Pinochet, pero se la percibe hoy en Polonia, en Jungría, en los Estados Unidos, en Rusia, en Turquía y tutti quanti. En Francia, podría titularse: Philippe Pétain, el regreso. Para el resto del mundo: los asesinos de la libertad están entre nosotros. Berzosa nos propone el mejor antídoto, una inyección de memoria más que necesaria. 

Traducción: Clara Morales

Lee el texto en francés:

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