Cultura

El arte, un campo de batalla bajo el régimen de Putin

El presidente ruso, Vladimir Putin.

Agathe Duparc (Mediapart)

El miércoles 29 de noviembre de 2017, una noticia llegó a las principales agencias rusas: Vladimir Putin, cuya agenda está siempre sobrecargada, iba a "encontrar tiempo" ese mismo día para ver la nueva película de Djakhongir Faïziev, La leyenda de Kovrolat, la última gran producción cinematográfica nacional, que cuenta las hazañas, en el siglo XIII, de un joven caballero que levanta una armada con el fin de desafiar al invasor mongol. El relato se extrae del Cuento de la destrucción de Riazan, recopilación de manuscritos de los siglos XVI y XVII. El presidente salió encantado: una obra "impresionante que va derecha al corazón", comentó. 

Así funciona el gusto anunciado y reivindicado del poder ruso por los taquillazos patrióticos y, en general, por todas las "creaciones" que tratan la historia de la Gran Rusia, con sus héroes, sus victorias, sus santos y sus mártires. Ya se trate de cine, de teatro o de literatura, "el régimen da prioridad a una lectura clásica de Rusia y de lo rusolo ruso: celebración del pasado y del folclore nacional, de la gran potencia rusa, soviética o imperial. Todos los temas son autorizados en la medida en que sean convencionales y no iconoclastas, en la medida en que busquen suscitar la unidad nacional y no crear divisiones, en la medida en que no copien a las modas llamadas occidentales", explica Marlène Laruelle, investigadora en la Universidad George Washington, en Washington, que ha estudiado la construcción de la ideología oficial, "formulada alrededor de algunos conceptos clave pero vagos: valores conservadores y antioccidentalismo en el sentido de antiamericanismo y antiliberalismo". 

Todos aquellos que han ido a Rusia en los últimos años, sobre todo tras la anexión de Crimea en marzo de 2014, han regresado impresionados. Las librerías están llenas de obras sobre la Segunda Guerra Mundial —la "gran guerra patriótica"—, la época zarista, la Iglesia ortodoxa y la grandeza renovada de la Rusia contemporánea bajo Vladimir Putin. Los autores clásicos como Alexander Pushkin han sido prácticamente canonizados. Los think tank próximos al Kremlin han sacado de los cajones a los filósofos rusos de los siglos XIX y XX, eslavófilos, euroasistas y conservadores, como Iván Ilyin, convertido en una de las referencias del presidente Putin, como lo mostró Michel Eltchaninoff en su ensayo En la cabeza de Vladimir Putin.  

Aunque poca gente piense que el presidente ruso ha leído una sola línea de estos autores, son ya el objeto de coloquios y publicaciones regulares, tendentes a demostrar que Rusia se ha convertido en el líder de las fuerzas conservadoras en Europa. 

Con ocasión de la celebración del centenario de la Revolución de octubre, en las cadenas de televisión oficiales, en los talk-shows, en las telenovelas y los documentales, hemos visto establecerse un relato: la revolución presentada como un "golpe de Estado" fomentada por individuos más bien lamentables, "pero que terminó por triunfar, cuando a partir de los años 1922-1923 se constituyó un Estado real y poderoso, la URSS, una especie de resurgir de la Gran Rusia", explica Jean-Robert Raviot, profesor en la Universidad de Nanterre (París) y especialista en la Rusia contemporánea.   

En su primera estancia en Rusia, este investigador decidió ir al VDNKH, la antigua exposición de los logros de la economía nacional de la URSS, donde se puede admirar aún la monumental estatua de la koljosiana y del obrero blandiendo la hoz y el martillo. Este lugar mítico había caído en la decrepitud hacia los años noventa, pero hoy está en marcha un programa de renovación. 

En el pabellón número 57 (antiguo pabellón de los "productos de gran consumo"), un largo edificio negro enteramente reconstruido alberga hoy el parque histórico multimedia Rusia-Mi historia, dividido en cuatro grandes períodos: la Rus y la dinastía de los ruríkidas, la Rusia imperial de los Romanov, el período que va de la Revolución a la Segunda Guerra Mundial, y de 1945 a nuestros días. 

En sus 27.000 metros cuadrados las distintas salas proponen paneles holográficos, mapas interactivos, proyecciones cinematográficas en 3D e instalaciones sonoras acompañadas por citas de los "grandes hombres rusos", entre los que se encuentran Pushkin y Putin. Se explica en ellos que el zar Iván el Terrible fue víctima de una "guerra de información" llevada a cabo por extranjeros a fin de presentarlo bajo una sombra de crueldad, o que los decembristas colaboraron con servicios secretos extranjeros. Todo esto choca a los historiadores. El pasado diciembre, la sociedad histórica rusa independiente VIO dirigió una protesta al Ministerio de Educación denunciando la "falta monstruosa de profesionalismo histórico" de la exposición. 

Es el presidente quien se encuentra en el origen de este concepto de parque histórico. En 2015, inauguró el espacio, en presencia de Cirilo, el patriarca de Moscú y de todas las Rusias, y de monseñor Tíjon (Shevkunov), influyente secretario del Consejo del Patriarca para la cultura que sería, según los rumores, su guía espiritual. 

Desde entonces, esta exposición se ha reproducido en más de 15 ciudades: Ufa, Samara, Ekaterimburgo, etc. Los rusos parecen estar como locos con ella. El coste total del proyecto, financiado en parte por el gigante Gazprom, llega a los diez mil millones de rublos. "Es la reescritura oficial de la historia por parte del régimen. En resumen, se llora a los zares y se glorifica a la URSS. En la exposición, hay ciertamente una sala sobre las purgas, pero la idea que domina es que Rusia siempre encuentra una salida. Esto es señal de la existencia de una verdadera política cultural, con directivas que salen directamente del Kremlin", subraya Jean-Robert Raviot. 

En enero de 2012, Vladimir Putin había presumido de los méritos de una "terapia cultural sutil", es decir, de una manera de promover la nueva ideología de Estado "sin violentar demasiado a una sociedad fragmentada, recelosa ante cualquier nuevo adoctrinamiento, y sin tener que volver a invertir en la coerción de masas", analiza Marlène Laruelle. Esta terapia reside según ella "en la saturación del espacio mediático por los discursos oficiales, a fin de marginalizar las opiniones contestatarias, y en un delicado juego entre lo implícito y lo explícito". 

Explosión artística marginal contra cultura patriótica de masas

Junto a este decorado patriótico y esta cultura oficial promovida por el Kremlin y encarnada en la figura de Vladimir Medinski, ministro de Cultura, la vida artística sigue siendo, sin embargo, floreciente. Moscú, San Petersburgo y todas las grandes ciudades rusas tienen sus teatros que programan puestas en escena audaces y a veces ultracontemporáneas. Se han abierto por todas partes espacios de arte contemporáneo y laboratorios experimentales. Como por ejemplo en Siberia, en el antiguo Museo Lenin de Krasnoyarsk, en Kazán en el Tatarstán, donde el centro cultural Smena, fundado por un grupo de jóvenes intelectuales, organiza dos veces al año unos salones del libro muy conocidos en el país. Se puede encontrar en ellos toda la producción de las pequeñas editoriales independientes. 

"La cultura undergroundsigue existiendo con el mismo entusiasmo y la misma energía que durante la URSS. Lo que choca es el compromiso en los proyectos culturales. Libros de todo tipo son publicados con pequeños presupuestos, poesía sonora, etc.", asegura Jean-Philippe Jaccard, traductor de varios autores, entre ellos Daniil Harms, un poeta del absurdo de principios de la Revolución rusa. 

En Ginebra, donde enseña literatura rusa, Jaccard recibe regularmente a artistas y hombres de la cultura del panorama ruso independiente. Los intercambios son ricos y apasionantes. "Gran parte de los pintores, poetas y escritores viven su vida como quieren y son perfectamente libres. Siempre y cuando se queden en una cierta marginalidad, no interesan al poder", estima. 

Sin embargo, "se ha producido efectivamente un giro y no tiene nada que ver con lo que ocurría hace diez años", reconoce. "Desde la llegada de Vladimir Medinski, hay un discurso muy estructurado que se puede situar en la continuidad de los comunistas, de los patriotas, de los eslavófilos, con la idea de que el orden moral está derrumbándose en Occidente y que Rusia debe jugar un nuevo papel". 

así, desde hace algunos años estallan, en intervalos regulares, polémicas de las que se hacen eco los medios oficiales. La última conduce a la prohibición, a final de enero de 2018, de la difusión en Rusia de La muerte de Stalin, una comedia británica que había levantado una ola de protestas. Una petición había sido firmada por personalidades rusas, entre ellas el cineasta Nikita Mijalkov, afirmando que esta película burlesca era un insulto y que escupía sobre los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.  

 

Ultraortodoxos rusos se manifiestan contra el filme 'Mathilde'. / MEDIAPART

En otoño de 2017, fue Mathilde quien provocó el escándalo. Nadie esperaba que Mathilde, la superproducción de Alexei Uchitel, un cineasta cercano al poder —formó parte, en 2014, de los firmantes de una petición a favor de la anexión de Crimea— fuera a desatar tantas pasiones. Este bodrio sentimental, que costó 25 millones de dólares, cuenta la relación de Nicolás II y la bailarina polaca Mathilde  Kschessinska. Se financió en un 30% por los fondos de ayuda al cine y su guion había recibido el visto bueno del Ministerio de Cultura, como se acostumbra.  

Pero incluso antes de su estreno, la diputada del partido en el poder Rusia Unida, Natalia Poklónskaya (antigua fiscal general de Crimea tras la anexión), se apoderó del asunto, diciendo actuar a petición de los ciudadanos rusos. Se dirigió en 43 ocasiones a la Fiscalía para que se pusieran en marcha proverki (diligencias) y que la película fuera prohibida. Se basaba, en particular, en el artículo 148 del código penal ruso que hace referencia a la ofensa de los sentimientos religiosos —adoptada en julio de 2013 en la estela del escándalo de las Pussy Riot—, afirmando que el actor principal, un alemán, había participado en una película porno y no creía en dios. 

Los ultraortodoxos protestaron en todas partes, se incendiaron vehículos y los miembros el grupúsculo Svetaya Rus ("Santa Rusia") amenazaron con incendiar las salas que programaran la obra satánica. El asunto se apaciguó un poco con su detención. Si la Iglesia oficial condenó estos actos de violencia, también dijo todo lo que pensaba de una película que no respetaba "la verdad histórica" y que presentaba al zar, canonizado con su familia en el 2000, como un personaje superficial y pueril. 

Alzándose siempre por encima de los mortales, Vladimir Putin medió explicando que "Rusia era un país grande y complejo" y que "la diputada Poklónskaya tenía también derecho a tener su punto de vista", reiterando su apoyo al director, calificado de "patriota y persona de gran talento". 

A principios de diciembre de 2017, fue el festival independiente de películas documentales Artdocfest el que estuvo en el punto de mira en Moscú. Activistas del movimiento nacionalista SERB interrumpieron la proyección de una película sobre la guerra en Donbáss —El vuelo de una bala, de Beata Bubenets— juzgado como antirruso. Los organizadores prefirieron retirar del programa otro documental sobre Ucrania, La guerra en nombre de la paz, de Evgueni Titarenko, acusado por un diputado cercano a Putin de haber militado en batallones "fascistas" pro-Kiev. Bajo demanda del Ministerio de la Cultura, la Fiscalía anunció la apertura de una investigación preliminar en nombre de la ley y contra el extremismo. 

El teatro tampoco se ha librado. Al contrario. A finales de 2014, el director del teatro de la ópera y del ballet de Novosibirsk, Boris Mezdritch, que cometió el error de programar una versión demasiado osada del TannhäuserTannhäuser de Richard Wagner. Se veía en ella a Tannhäuser transformado en un director de cine que rueda una película erótica sobre un Jesucristo confrontado a los placeres de la carne en la gruta de Venus. Asqueado por el cartel, y sin haber visto el espectáculo, el metropolita (prelado ortodoxo) de Novosibirsk y de Berdsk interpuso una queja a la Fiscalía, juzgando que "la puesta en escena atacaba deliberadamente a los símbolos religiosos". La investigación no llegó a nada, pero en marzo de 2015 el director del teatro fue reemplazado por Vladimir Medinski, y el espectáculo fue desprogramado. 

En Moscú, el teatro del MKHAT de Oleg Tabanov, que representaba una obra que ponía en escena a un Cristo con rasgos de mujer, recibió, en la primavera de 2015, del regalo de una cabeza de cerdo depositada ante su puerta por miembros de Bojia Volia ("Voluntad de Dios", un movimiento ultraortodoxo que se presenta como "de derecha, provida, antihomosexuales, proarmas, creacionista y anticomunista", invitándose regularmente a representaciones y exposiciones. 

Al verano siguiente, este movimiento la emprendió con una exposición de esculturas juzgadas blasfemas en el gran museo moscovita del Manège. "Todos estos supuestos activistas saben que la ley actual [las leyes adoptadas desde 2013 sobre la 'propaganda homosexual', las 'ofensas a los sentimientos religiosos' o 'contra el extremismo'] les ofrece una casi impunidad cuando se trata de agredir a los que trabajan y son talentosos", constata Olga Fedianina, crítica de teatro para el periódico Kommersant

El caso Serebrennikov enciende al mundo del teatro

Con el caso Kirill Serebrennikov se ha entrado en una nueva etapa. Desde agosto de 2017, el famoso director moscovita, responsable del Centro Gogol, es perseguido y puesto bajo arresto domiciliario por haber desviado, junto a cuatro supuestos cómplices, 122 millones de rublos de fondos públicos (alrededor de 1,8 millones de euros). Los investigadores aseguran que el dinero asignado entre 2011 y 2014 al Studio 7, su antigua compañía de teatro, para el desarrollo y la popularización del arte contemporáneo, no fue utilizado según lo previsto. Según ellos, su Sueño de una noche de verano no habría visto nunca la luz. Una absurdez, ya que la pieza se representó durante cuatro años. 

 

El director ruso de teatro Kirill Serebrennikov. / MEDIAPART

Hasta aquí, el directos, cuyos espectáculos encantan a la élite moscovita más moderna y adineradas, había conseguido no mojarse demasiado. Mientras los conservadores y la Iglesia ortodoxa no habían dejado de ofuscarse por ello. En 2015, Arte sin fronteras, una fundación que agrupa a patriotas pro Kremlin, había denunciado, en una exposición en Moscú titulada Los bajos fondos, apoyadas de fotos escandalosas, una serie de obras de teatro —entre ellas, las se Serebrennikov—, acusadas de promover "un lenguaje basura, comportamientos amorales y pornográficos". En cada una de ellas se indicaba el montante de las subvenciones estatales recibidas. Se enviaron también denuncias, seguidas de controles a menudo burlescos, como esos largos cuestionarios de la Fiscalía dirigidos entre otros al Centro Meyerhold de Moscú preguntando si tal o cual espectáculo hacía "apología de conductas inmorales". O esas inspecciones sorpresa de los bomberos o de los servicios de higiene. 

Serebrennikov, homosexual declarado, cercano a ciertos oligarcas, como Roman Abramovitch, nunca ha pertenecido a la categoría de opositores. En 2011, llevó a escena un libro escrito bajo seudónimo por Vladislav Surkov, uno de los jefes de la administración presidencial. Durante mucho tiempo fue el protegido de Sergei Kapkov, jefe del departamento de Cultura de Moscú que gestionaba la creación contemporánea. Y fue cuando este último fue reemplazado en 2015 por un funcionario más conservador cuando empezó a cambiar el viento. 

"La cultura y el arte se han convertido en territorios donde es muy fácil comportarse de manera espectacular", estima Olga Fedianina. "Es una manera para distintas personalidades políticas en diferentes niveles de cumplir sus ambiciones y de demostrar a la opinión pública su pseudopatriotismo y su pseudoespiritualidad". El caso Serebrennikov hizo reaccionar a numerosos directores, entre ellos, algunos que hasta el momento apoyaban a Vladimir Putin. 

El gran actor Alexander Kaliaguin, presidente del Sindicato de Directores de Teatro, denunció "una campaña muy bien pensada para desacreditar la esfera cultural" a algunos meses de las presidenciales de marzo de 2018, que ganaría sin sorpresas Vladimir Putin. 

Más allá de las posturas ideológicas, la cuestión de la financiación se encuentra en el corazón del problema. Unos 700 teatros de todo el país viven y dependen exclusivamente de fondos estatales, con todo tipo de cargas administrativas y un funcionamiento muy poco transparente. La financiación privada, aportada por mecenas y oligarcas, es débil y cambiante, al azar de las circunstancias políticas. El Centro Gogol de Serebrennikov se beneficiaba hasta 2015 del sostén de Alpha-Bank, antes de que este fuera obligado por funcionarios del Kremlin a poner fin a esta cooperación, dejando al teatro con un déficit importante. 

Además de los subsidios del Ministerio de Cultura, el presidente Putin concede cada año, desde 2003, a los mayores centros culturales del país, becas que permiten ofrecer salarios decentes. En 2016, 83 establecimientos culturales (a la cabeza, teatros y conservatorios) recibieron 5.300 millones de rublos (76 millones de euros), cuyo reparto fue fijado por el Gobierno. En 2017, el total ha alcanzado casi los 7.000 millones (100 millones de euros) y está previsto que pase a 8.000 millones en 2018. 

La ONG Transparencia Internacional publicó una investigación sobre los "conflictos de intereses" en el seno de los mayores teatros subvencionados en Moscú. En 2016, 12.500 millones de rublos (180 millones de euros) fueron entregados por el departamento de Cultura de la capital a un centenar de obras, principalmente para ayudarlas a mantener las entradas a precios asequibles. Estas ayudas representaban entre el 50% y el 90% de los presupuestos. 

Transparencia Internacional pudo demostrar que 14 grandes directores de teatro —entre los cuales se encontraba Kirill Serebrennikov— habían utilizado una parte de estos fondos para proporcionarse un "salario doble", firmando contratos con sociedades privadas que ellos controlaban. Esta situación era perfectamente tolerada por el ministro de Cultura, y fue incluso objeto de acuerdos. La ONG estima que estas prácticas opacas ton instrumentos en las manos del poder para hacer presión, llegado el momento, sobre ciertos teatros. 

Transparencia Internacional explicó que la investigación se había llevado a cabo en 2016, mucho antes de que estallara el caso Serebrennikov. Pero en los círculos teatrales muchos están convencidos de que fue encargada por las altas instancias, y se teme que desate una nueva oleada de controles. 

Vladimir Medinski, alias Propagandon

"Estamos absolutamente indefensos y nos lo demuestran todo el tiempo", dice Vera Biron, vicedirectora del Museo Dostoievski de San Petersburgo y directora del pequeño teatro FMD-Teatr, ligado a él. Los espacios, financiados por los Fondos de los amigos del Museo Dostoiesvki, no reciben ningún subsidio del Estado. Vera Biron se siente libre por ello, recordando las famosas palabras de Lenin: "No soy muy bueno en lo que concierne al arte... Para mí, el arte es algo así como un apéndice intelectual inútil, y cuando haya jugado el rol propagandístico que nos es indispensable, clic, clac: lo extirparemos. Por su inutilidad". 

"Durante este tiempo, el poder nos ha permitido, a nosotros los intelectuales, jugar con el arte. Hay una euforia alrededor de la idea de una Rusia independiente, de un arte independiente. Pero poco a poco se ha comenzado a limpiar la libertad", apunta, "No se puede hablar de censura, sino de una 'distribución específica de los fondos': a quienes se comportan bien, una cucharada más; a los que no trabajan sobre el patriotismo, lo ruso y la ortodoxia, un poco menos, con la perspectiva de que muran de hambre". 

Según Zoia Svetova, periodista y militante por los derechos humanos, "mucha gente del teatro viven en la incertidumbre total. Temen la adopción de una nueva ley sobre la 'educación patriótica', que debe ser votada en la Duma en 2018". 

 

Una escena de 'La guerra se acerca' en el Teatr.doc. / ANDREY VERSHINEV

Zoia Svetova acaba de participar en un espectáculo montado por Teatr.doc, un colectivo de espectáculo en vivo sin ninguna ayuda del Estado que alquila un sótano cerca de la estación de Kursk, en Moscú. Desde su creación en 2002, se ha programado un vasto repertorio de obras que ligan el teatro documental y la sátira, sobre los temas calientes del momento (la homosexualidad, la guerra en Ucrania, Pussy Riot, presos polítivos, etc.). Una de sus últimas creaciones, titulada Cuando llegamos al poder, pone en escena la era post-Putin y las primeras medidas tomadas por un Gobierno compuesto de humanistas y defensores de los derechos humanos... Una utopía feliz, después de que Putin fuera reelegido el domingo 18 de marzo. 

"La atmósfera es extremadamente creativa", asegura Elena Gremina, una de las fundadoras del centro, diciéndose sin embargo muy inquieta por el caso Serebrennikov. "El poder no lo hace todo él solo, y se ha mandado una señal a los funcionarios, a los órganos de seguridad y a los extremistas: pueden atacar al arte y al teatro contemporáneo en cuanto se sientan insultados". El colectivo está acostumbrado a los problemas. 

En 2014, en pleno fervor patriótico alrededor de Crimea, Teatr.doc perdió su sede tras proyectar una película sobre Ucrania dentro de un espectáculo. El Ayuntamiento de Moscú presionó a los propietarios para que no renovaran el contrato. Pero se encontraron otros sótanos, y el espectáculo BerlusPutin se encontró, a su vez, en el punto de mira de las autoridades. Policías y agentes del FSB se invitaron a ver esta sátira que cuenta el nacimiento de un monstruo: el cerebro de Berlusconi acoplado al cuerpo de Putin como resultado de un atentado terrorista. 

En la primavera del 2014, el ministro Medinski había detallado su visión del mundo cuando presentaba ante la administración presidencial su proyecto sobre las "bases de la nueva política cultural de Estado". Un texto que finalmente dio lugar a un dictado presidencial en diciembre de 2014, cuando se preparaba (y se prepara) una nueva ley sobre la cultura. "Quizás veamos a Rusia en el rol de la cultura europea, de los valores cristianos y de la civilización auténticamente europea", avanzaba Medinski en el diario Kommersant, insistiendo sobre el hecho de que el país tenía el deber de defenderse culturalmente contra "esta 'anti-Europa' para que al menos [en Ruisa] se preserve un Shakespeare sin pedofilia y un Principito sin 'plástica' homosexual". "Debemos que pasar de un apoyo al arte 'de moda', 'elitista' e inevitablemente provocador a un apoyo al arte de talento y portador de sentido social", decía, asegurando que la libertad de creación será preservada, ya que está "garantizada por la Constitución". 

"Pero si ustedes quieren hacer propaganda, en el teatro o en el cine, por ejemplo, de la perversidad y de la extrañeza, de la subcultura marginal de los discípulos de Breivik o la de los fumadores de opio, de fenómenos que contradicen directamente los valores tradicionales de nuestra sociedad, se lo ruego, háganlo con su propio dinero y no con el de los contribuyentes", prevenía. 

 

Vladimir Medinski, ministro ruso de Cultura. / MEDIAPART

Propagandon (sobrenombre con el que se adorna al ministro) intervenía en noviembre de 2017 en la apertura del sexto Foro cultural de San Petersburgo, una feria que se derrumba bajo la financiación estatal y privada, y que proponía este año varios coloquios y exposiciones alrededor de la Revolución de 1917, mezclando manifestaciones muy ideológicas con eventos artísticos y académicos de buena factura.

Georges Nivat, historiador de las ideas y traductor especialista en el mundo ruso, asistía. "Vladimir Medinski sostiene siempre el mismo discurso, que consiste en decir que si se utiliza el dinero del Estado, hay que observar ciertas grandes líneas y respetar los valores que el poder defiende". Pero es necesario constatar que "esta política es inaplicable, como lo es la famosa ley contra el 'mat' (argot ruso)", añade el universitario, que se dice "cansado del complejo de victimización" que se expresa hoy en Rusia y alarmado por ciertas polémicas odiosas. 

El peso de la Iglesia ortodoxa y de monseñor Tíjon

En el verano de 2014, Vladimir Medinski hizo aprobar una ley que prohibía a los escritores, a los cineastas y a los directores de teatro usar expresiones obscenas. Afortunadamente, pocos artistas la respetan. "Esto conduce a cosas más bien cómicas: ciertas obras de la disidencia, convertidas en verdaderos clásicos, como Moscú-sur-Vodka, de Venedikt Erofeev, son ahora vendidos en librerías envueltos en celofán con la etiqueta 'Prohibido a menores de 18 años", señala Georges Nivat, que insiste en el hecho de que Medinski no es, felizmente, el único en actuar en el ámbito de la cultura. 

Autor de un best-seller que trata los "mitos negativos" sobre Rusia, el ministro de Cultura es un fanático del concepto de rusofobia. En 2011, presentó una tesis en Historia sobre La problemática de la objetividad en la cobertura de la historia rusa de la segunda mitad del siglo XV al siglo XVII. Apoyándose en los relatos de viajeros occidentales de la época, quería enseñar que estos últimos estaban instrumentalizados políticamente y buscaban empañar la imagen de Rusia. 

En abril de 2016, tres historiadores, profesores de universidad, se dirigieron al Ministerio de Educación y de Ciencia para exigir que se le retirara su grado de doctor en historia. Subrayaron sistemáticamente las aberraciones contenidas en "un texto que no puede ser considerado relevante en la investigación histórica, trufada de errores factuales inimaginables", y sus verdaderas herejías metodológicas, como el hecho de no haberse apoyado siempre en los textos originales. Una veintena de universitarios se unieron a ellos, pero la ministra de Educación rechazó acceder a su solicitud. 

El ministro de Cultura se muestra cada vez más a menudo junto a ciertos dignatarios ortodoxos, como el famoso monseñor Tíjon (Shevkunov). Antiguo diplomático de la VGIK, la gran escuela de cine soviético en Moscú, Tíjon ha sido durante mucho tiempo el archimandrita (el superior) del monasterio Sretensky, situado a dos pasos de la Lubianka (la sede del FSB en Moscú), y donde algunos de los próximos a Putin van a rezar. Ha conservado sólidos lazos en el seno de los órganos de seguridad. Después fue elevado al rango de vicario de la diócesis de Moscú, con el título de obispo de Yegorevsk. 

Sobre todo, es secretario general del Consejo del Patriarca para la cultura —un órgano creado en 2016— y miembro del Consejo sobre la cultura del presidente, y tiene algo que decir sobre todos los espectáculos, todas las exposiciones, todas las películas. Según algunos rumores, es él quien, tras una conversación privada, habría empujado a Vladimir Putin a atacar a Serebrennikov, cuyo filme El discípulo, que cuenta la deriva de un joven talibán ortodoxo, había detestado. 

Con el escándalo ligado a Tannhäuser, monseñor Tíjon explicaba que lo blasfemo se había convertido en algo muy frecuente en el arte contemporáneo, y que había que encontrar "un mecanismo para defender a las obras clásicas contra la vivisección artística". 

 

Monseñor Tíjon (Shevkunov), obispo de Yegorevsk y guía espiritual de Putin. / MEDIAPART

Dicho y hecho. Al menos sobre el papel. Al final de junio de 2017, el tándem Medinski-Tíjon lanzó una iniciativa común bautizada como "Unión Pushkin", que recoge fondos culturales y de sindicatos de creadores. Su objetivo es hacer que las obras clásicas rusas sean adaptadas con más frecuencia al cine y al teatro, respetando los "valores tradicionales de base": amor a los otros y a la patria, libertad, coraje y, por supuesto, fe en dios. Hay previstas subvenciones para los jóvenes directores de los teatros de provincias y se anima a los pintores a realizar obras basadas en cuentos populares. 

"Mucha gente de mi generación encontró a dios y fue a la iglesia gracias a la literatura rusa", respondió Tíjon cuando se le preguntó por qué la Iglesia se implicaba tanto en el asunto. Esta concepción de una cultura tradicional y consensuada está en marcha en el exterior del país. 

Maxime Audinet, autor de una tesis sobre las mutaciones del soft power ruso a partir de los años 2000, estudió la "diplomacia cultural" llevada a cabo por el Kremlin. Un centenar de centros culturales rusos están hoy en activo en 48 países, "donde se encuentra a personalidades que ya estaban ahí en los tiempos de la URSS, en las estructuras de la SSOD (el Sindicato de Sociedades de Amistades Soviéticas)", cuenta el investigador. Todo, encabezado por la fundación Russkiy Mir, que se presenta como una organización no gubernamental sin ánimo de lucro, aunque haya sido creada por dictado de Vladimir Putin en 2007 y reciba cada año 500 millones de rublos de financiación estatal. Vladimir Medinski y Sergei Lavrov, ministro de Asuntos Exteriores, son miembros de su consejo de administración y de vigilancia. 

"En estos centros culturales rusos, además del estudio de la lengua, se hace ante todo promoción de una cultura muy ideologizada, envejecida, destinada en primer lugar a la diáspora y poco abierta a otras culturas, al contrario que otras estructuras como el British Council o el Goethe Institut", explica Maxime Audinet. "Es algo mucho más apolillado que lo que ocurre desde el punto de vista mediático con las agencias de prensa Sputnki y RT (Rusia Today)", juzga. 

Más de dos tercios de estas estructuras están implantadas en campos universitarios en los que las autoridades rusas donan una "biblioteca del mundo ruso": 500 libros escogidos, con una sobreabundancia de obras históricas, patrióticas y ortodoxas, con , como bonus, el álbum de las mejores fotos del presidente Putin

  Traducción: Clara Morales

'Días sin final': por los senderos de la guerra y del amor

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