Cultura

Basado en trechos reales

Mapa del condado de Yoknapatawpha.

Hubo en Oviedo una emisora llamada Radio Vetusta. Cerró hace ya algunos años. El nombre, sonoro y literario, no parecía augurar nada bueno: la Vetusta de Clarín, la "heroica ciudad" recreada por Leopoldo Alas, era provinciana e hipócrita, estaba presa de las apariencias y corroída por la envidia. Mal presagio para un medio de comunicación…

Pero el atractivo de la etiqueta es innegable, al turista le gusta pisar las calles de Vetusta, dejarse guiar por un plano de la ciudad de La Regenta, y cruzarse con (la estatua de) Ana Ozores en la Plaza de la Catedral.

"Úbeda está en los mapas y Mágina en la literatura", dijo Muñoz Molina cuando explicó por qué en sus novelas llama como llama a su ciudad natal. Algo similar podría haber dicho Clarín, aunque su topónimo tiene mala baba y anuncia la decadencia beatona que la novela denuncia, en tanto que la elección del ubetense es más agradecida, se inspira en la cercana comarca de Sierra Mágina.

Al contrario, La Mancha, tierra real, se nos antoja territorio literario porque Don Quijote la transitó; y la Isla –más bien islote– de Redonda, que aparece en los mapas del Caribe flotando entre Antigua y Montserrat, no es otra cosa para los letraheridos de nuestros lares que el reino literario que la ha hecho popular entre nosotros. Su historia es conocida: adquirida en 1865 por un mercader británico que pidió luego a la reina inglesa ser designado rey, fue su hijo, el escritor en ciernes Matthew Phipps Shiel, quien cambió el criterio de sucesión: los monarcas serían escritores. Pueden leer la historia aquí, y aquí pueden visitar la Galería de retratos de la corte de Redonda, obra del pintor Stephen Chambers. Desde luego, la Redonda que hoy gobierna Javier Marías es más generosa y feraz que el pedrusco anclado en el mar.

Leer es viajar

La literatura universal está sembrada de territorios que son como el país de Nunca Jamás. Que, por cierto, también existe, o de eso presumen en Eilean Shona, una isla privada en un lago que el padre creador de Peter Pan, J.M. Barrie, alquiló en alguna ocasión. "Nunca Jamás encontrado", proclama su página web.

Son regiones por las que uno puede transitar leyendo, y que tienen la ventaja añadida de que cada viajero las imagina como su magín le da a entender.

Macondo es quizá el más célebre de todos ellos. No existe, pero nos parece una población con código postal. De hecho, en 2006 estuvo a punto de tenerlo, si bien la consulta realizada entre los vecinos para añadir al topónimo Aracataca, patria chica de García Márquez, el apellido Macondo no prosperó.

"Casi todos los relatos de García Márquez transcurren en Macondo, un pueblo prototípico, tan inexistente como el faulkneriano condado de Yoknapatawpha o la Santa María de nuestro Onetti, y sin embargo tan profundamente genuino como uno y otra", dijo Mario Benedetti, quien señalaba de esos tres puntos claves de la geografía literaria americana, "tal vez sea Macondo el que mejor se imbrica en un paisaje verosímil, en un alrededor de cosas poco menos que tangibles, en un aire que huele inevitablemente a realidad; no, por supuesto, a la literal, fotográfica, sino a la realidad más honda, casi abismal, que sirve para otorgar definitivo sentido a la primera y embustera versión que suelen proponer las apariencias. En Yoknapatawpha y en Santa María las cosas son meras referencias, a lo sumo cándidos semáforos que regulan el tránsito de los complejos personajes; en Macondo, por el contrario, son prolongaciones, excrecencias, involuntarios anexos de cada ser en particular".

Sobre cómo García Márquez convirtió su Aratacata natal, donde vivió con sus abuelos maternos hasta los ocho años de edad. en Macondo, el propio Gabo lo explicó en Vivir para contarla. Allí donde evoca un viaje en tren, una estación sin pueblo, y una finca bananera "que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética. Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba…" No podía desperdiciar ese hallazgo, y lo usó antes incluso de saber que es el nombre de "un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos" y que en Tanganika "existe la etnia errante de los makondos".

Del mismo modo que Aracataca inspiró Macondo, Lafayette County (Misisipí) alumbró la Yoknapatawpha, de Faulkner, quien atribuyó a esa tierra con 6.298 ciudadanos blancos y 9.315 negros y se arrogó la condición de "único dueño y propietario".

No, yo tampoco sé pronunciarlo, si tienen interés en intentarlo, pueden seguir este cursillo acelerado que el propio autor tuvo la gentileza de darnos. Lo relevante para el lector viajero es que, como dijo el escritor Juan Tébar, "todo Faulkner sucede en Yoknapatawpha, y aquellas páginas que parezcan no suceder allí, realmente sí suceden, porque el condado está hecho de la tierra de su propia tierra (que lo fue también de Sherwood Anderson), y de la sangre de sus propios sueños".

Es tan real, o tan poco, como la Santa María de Juan Carlos Onetti si bien, leemos en El viaje a la ficción. Onetti según Vargas Llosa, de Sabas Martín, "a diferencia de los pobladores del Yoknapatawpha faulkneriano, los que pululan por Santa María saben, o presienten, que son espejismos, creaciones de la fantasía, y es por eso que actúan y sienten como seres hechizados, como presencias sonámbulas marcadas por la irrealidad. De difusa localización, aunque con referentes rastreables de espacios concretos, los perfiles y la cronología de Santa María son cambiantes y difusos. Es, en realidad, una geografía moral que adopta la forma de un lejano puerto fluvial. Es un lugar en el que la esperanza se ha esfumado y donde las gentes se sumen en su mediocridad". Es también el sitio donde la ficción invade la realidad, la coloniza y la subvierte.

Turismo rural

Si hay un autor español que se ha querido faulkneriano, ése es Juan Benet. Tanto que, como explica el especialista en literatura española David K. Herzberger, "sitúa la acción de todas sus novelas en Región, una comarca mítica creada de modo similar al condado Yoknapatawpha de Faulkner. Este universo narrativo privado ―Región― es el símbolo más explícito de la ruina y la desesperación que constituyen el motivo central de cada una de las novelas de Benet".

Aunque la visita en obras anteriores, la demarcación "alcanza pleno desarrollo en Volverás a Región, donde sus peculiaridades geográficas se presentan de forma detallada. Desde cierto punto de vista, Región es la totalidad de personajes, sucesos y temas sociales que, según la visión benetiana, representan la España del siglo XX", dice Herzberger. Pero, ser compendio de todo no le quita personalidad, porque el autor "describe Región y el área de los alrededores con una precisión científica". De hecho, Región aparece descrita con tal detalle, tanto en su formación geográfica como en la geológica que, como afirma Ricardo Gullón, "el lector se precipita al mapa para buscar en él la ciudad y sus alrededores".

Un mapa en el que, a poco que busques, el viajero que lee puede visitar Celama. Es un trayecto de unos 60 kilómetros. Conste que la distancia no la he medido yo, sino el creador de este reino, Luis Mateo Díaz. "Es verdad, porque Región está enclavada al norte de León, donde trabajó Benet. Celama tiene que ver con la comarca real del Páramo leonés", ha dicho Mateo Díaz, que en su obra describe así el paisaje y su paisanaje:

"El orden de lo que pudiera contar tiene un principio en la geografía porque Celama, a pesar de todo, sigue siendo un Territorio, quiero decir que lo que subsiste en ese reino desolado es la demarcación de una tierra situada en el centro de la mitad meridional de la Provincia, una franja perfectamente delimitada del resto de la Meseta por los Valles de los ríos Urgo y Sela. (…) Los habitantes de Celama estaban hechos a la incuria de la sequedad, que era lo que los siglos legaban en la Llanura desolada. De esa incuria provenía su pobreza y en el intento de paliarla había, como siempre sucede, una lucha por la vida que animaba el espíritu con la fortaleza de su decisión, aunque el espíritu tampoco tenía muy claramente definidos sus poderes, porque el espíritu se difumina cuando la voluntad no supera el riesgo de la desgracia y el trabajo”"

Benet y Mateo son, pues, los responsables de dos toponimias inventadas a la par que bien ancladas en la realidad.

De la espera, la memoria y el miedo

De la espera, la memoria y el miedo

El caso de Ramiro Pinilla, otro faulkneriano, es parecido pero diferente. Lo explica en el primer volumen Verdes valles, colinas rojas: "el territorio de esta narración existe, y su nombre, Getxo, también". En efecto, el lector podrá recorrer a lomos de su escritura lugares reales (la playa de Arrigunaga, el restaurante La Venta, el cruce de Cuatro Caminos) pero, de pronto, el Getxo real desaparece para enseñar otro cuyos rincones (el barrio de San Baskardo, el cruce de Laparkobaso) son identificables, aunque se nos presenten bajo seudónimo. El Getxo de Pinilla es verdad sin serlo.

Getxo, le dijo a Enric González, "es un escenario que conozco, que quiero y que se acomoda perfectamente. Puede empalmar. Así como Bilbao y sus calles no pueden empalmar con la prehistoria, Getxo sí puede, porque todo está prácticamente igual. Habrá cuatro casas más, pero la playa está igual y todo eso encaja perfectamente".

Nada tiene pues de raro que se ofrezcan rutas literarias guiadas Ramiro Pinilla. Como de raro no tiene nada que, aprovechando el verano, nos decidamos a viajar allí donde tantos creadores de realidades y espacios nos han querido llevar.

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