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'La guerra más larga de la historia'

Portada de La guerra más larga de la historia.

Lola Venegas, Margó Venegas e Isabel M. Reverte

infoLibre publica un extracto de La guerra más larga de la historia (Espasa), de Lola Venegas, Margó Venegas e Isabel M. Reverte. En el ensayo, las autoras construyen un recorrido por las distintas violencias culturales, físicas y sexuales y estructurales que han sufrido las mujeres a lo largo de la historia... y que siguen sufriendo. "Este libro es una forma de decir que las feministas no nos estamos inventando nada, este libro es una recopilación de injusticias y de violencias", decían las también activistas feministas en una entrevista con este periódico. 

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El trabajo invisible de las mujeres

  Doy total preferencia a las mujeres casadas […] son esmeradas ydóciles […] y están obligadas a llegar hasta el límite de sus fuerzaspara hacer frente a las necesidades de la vida.

(Declaraciones de un patrono inglés, 1844)

En un consciente ejercicio de ocultación, la expresión «incorporación de la mujer al trabajo» sugiere que, hasta mediados del siglo xx, la mujer se había limitado a realizar las labores domésticas o, si se prefiere, «las propias de su sexo». Es simplemente una falsedad que elimina, de un plumazo, las actividades productivas realizadas por las mujeres durante siglos.

El ejercicio de ocultación no es nuevo. Como se ha visto en otros capítulos de este libro, la eliminación de lo que han hecho las mujeres es una constante en la Historia, en la Ciencia, en el Arte…, en cualquier disciplina. Ocultación pero también devaluación, que, además, interpreta los trabajos realizados tras los muros del hogar como algo que no es trabajo.

Pero lo cierto es que campesinas y mujeres de las clases trabajadoras han realizado siempre multitud de tareas decisivas para la supervivencia de sus familias.

 

La mayoría de las mujeres de la Antigüedad trabajaron la tierra. La suya, o la de otros como jornaleras, y se les pagaba un menor salario aunque realizaran el mismo trabajo que los hombres. En el siglo VIII a. C., el poeta Hesíodo aconsejaba a un granjero despedir a los hombres durante el invierno y contratar a una mujer sin hijos. Eran más baratas.

Durante siglos, las campesinas han arado, estercolado, segado y trillado. Han recogido leña, sacado agua de los pozos, cultivado el huerto; han cuidado de los animales…, y de los hijos, de los enfermos, y de los ancianos; han cocinado, lavado, encalado los muros. Han llevado quesos, verduras y ganado a los mercados; han hilado y tejido las ropas de la familia o las que podían vender a otros. Cuando la economía familiar lo demandaba, se emplearon como jornaleras o como lavanderas. No fueron una minoría: hasta finales del siglo XVIII, el 90 % de las europeas vivían en el campo, y vivían también de lo que pudieran obtener de la tierra. Aún hoy, casi la mitad de la población mundial vive fuera de las ciudades y el trabajo en los campos recae en su mayor parte sobre los brazos de las mujeres.

En las ciudades griegas y romanas, las mujeres de las clases bajas se ocupaban del hogar y realizaban otras muchas tareas: vendían alimentos y ropas en las calles; se empleaban como nodrizas y eran también parteras. Desde las primeras culturas de las que se tienen noticias, tejer era una tarea que asumían todas las mujeres, incluso las de clase alta. Se consideraba el trabajo más honrado y adecuado para las jóvenes y las esposas «respetables».

En las ciudades de los siglos XII a XVII, las mujeres, que emigraban en masa desde los pueblos vecinos, participaron en muchos y muy diferentes trabajos. Se habían asociado a los gremios de artesanos y constituido otros exclusivamente femeninos; trabajaban como sirvientas en las casas de los ricos o en la venta ambulante; hacían trabajos manuales, hilaban y tejían a destajo para los pequeños comerciantes textiles o trabajaban en las tierras extramuros de los ciudadanos más prósperos. Está bien documentada la participación de las mujeres en las obras públicas y en la construcción de muchas catedrales, como las de Burgos, Toledo o León. Su trabajo más frecuente era el acarreo de materiales —ladrillos, piedra o madera— desde los talleres a las obras. Aunque realizaban labores similares a las de los peones menos cualificados, cobraban por ellas la mitad del salario. Hubo también argamaseras, carpinteras y vidrieras, y, aunque escasas, maestras de obras, como una tal Grunnilda, que aparece citada en relación con la catedral de Norwich (1256), o Sabina von Steinbach, que al parecer trabajó como maestra en la catedral de Estrasburgo y fue probablemente la autora de alguna de las estatuas que adornan el pórtico (1318).

La presencia de mujeres era habitual en las canteras, pero también, por ejemplo, en los puertos, descargando el cereal de los barcos o manipulando los pescados, como en las almadrabas gaditanas, para su exportación a otros mercados.

Encontramos muchas mujeres en los gremios artesanos. Desde el siglo xii accedieron a estas asociaciones bien casándose con un joven oficial, bien aprendiendo un oficio desde su infancia. Se admitieron mujeres en muchos gremios y algunos de estos eran exclusivamente femeninos. Bordadoras, sombrereras, lenceras, etc., se organizaron en gremios para defender mejor sus intereses. Los oficios asociados al trabajo de la seda

acapararon buena parte de las actividades productivas de maestras y aprendizas.

Como recuerda la historiadora Joan W. Scott,

 

… en el periodo previo a la industrialización, las mujeres ya trabajaban regularmente fuera de sus casas. Casadas y solteras vendían bienes en los mercados, se ganaban su dinero como pequeñas comerciantes y buhoneras, se empleaban fuera de la casa como trabajadoras eventuales, niñeras o lavanderas y trabajaban en talleres de alfarería, de seda, de encaje, de confección de ropa, de productos de metal, quincallería, paño tejido o percal estampado. Si el trabajo entraba en conflicto con el cuidado de los hijos, las madres, antes que dejar el empleo, preferían enviar a sus críos a nodrizas u otras personas que se hicieran cargo de ellos

Más adelante, y empujadas por la necesidad de mano de obra que exigía la Revolución Industrial, las mujeres de la clase trabajadora se incorporaron masivamente a los talleres y las fábricas, especialmente en el sector textil. Aceptaban los trabajos menos prestigiosos y los peor pagados y ganaban «entre la mitad y los dos tercios de lo que se les pagaba a los hombres por el mismo trabajo» 3. Así había sido siempre y así seguiría siendo.

En las fábricas, los patronos explotaron la necesidad de las mujeres, solteras o casadas, de ganar dinero. Eran más baratas y más dóciles, especialmente si tenían hijos, y aceptaban largas jornadas y horarios que los hombres rechazaban. En 1844, una investigación parlamentaria recogió los testimonios de inspectores y patronos ingleses. Según los primeros, «la inmensa mayoría de las personas empleadas para trabajar de noche y durante largos periodos de tiempo durante el día son mujeres; su trabajo es más barato». Un patrono reconocía: «Doy total preferencia a las mujeres casadas […] son esmeradas y dóciles […] y están obligadas a llegar hasta el límite de sus fuerzas para hacer frente a las necesidades de la vida». 

A los hombres les costó aceptar que las mujeres trabajaran en las fábricas: los delegados de la Asociación Internacional de Trabajadores (Primera Internacional, 1866), comunistas, socialistas y anarquistas, pidieron salarios más altos para los hombres y que las mujeres volvieran a sus hogares.

No volvieron y protagonizaron, además, algunas de las huelgas más famosas de la Historia. Como la que realizaron en 1909 miles de mujeres del textil en Nueva York o como la huelga de Pan y Rosas (1912) en Lawrence, Massachusetts, en la que las trabajadoras, jóvenes y emigrantes, exigieron mejores salarios y mejores condiciones de vida. Un año antes, el 25 de marzo de 1911, un incendio en la fábrica textil Triangle Shirtwaist causó la muerte de 146 trabajadoras, atrapadas tras las puertas cerradas con llave y fuera del alcance de las escaleras de los bomberos. Su tragedia se recuerda, cada 8 de marzo, en el Día de la Mujer Trabajadora.

Para las casadas con hijos a su cargo, las labores de costura en casa eran la principal actividad remunerada. También en este caso los precios que se pagaban, a tanto por pieza hecha, eran miserables. Trabajaban con frecuencia 16 horas al día, y aun así, lograban, difícilmente, subsistir.

Parece que esa casi súbita «incorporación al trabajo» de la que se habla más arriba, ha sido en realidad una constante en las vidas de las mujeres.

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El discurrir del siglo xx trajo otros escenarios que perviven aún en nuestros días. Pero las viejas discriminaciones —salarios más bajos, techos que taponan su promoción, feminización y devaluación de profesiones, asunción casi en exclusiva de las tareas domésticas— siguieron, y siguen aún, definiendo el trabajo de las mujeres.

Como recuerdan recientes informes de la Unesco, en muchas regiones del mundo, en comparación con los hombres, las mujeres tienen más probabilidades de encontrarse y permanecer en situación de desempleo, tienen menos oportunidades de participar en la fuerza de trabajo y, cuando lo hacen, suelen verse obligadas a aceptar empleos de peor calidad.

 

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