Cultura

Cuando los libros se queman, algo nuestro se quema

La quema de libros más conocida es la ocurrida en la Bebelplatz de Berlín el 10 de mayo de 1933.

Hubo un tiempo en el que se trató de concienciar a los españoles sobre las consecuencias de sus comportamientos con este eslogan: "Cuando un monte se quema, algo suyo se quema". La maledicencia popular, siempre al quite, añadió una coletilla: "algo tuyo se quema, señor conde", a modo de estrambote sociopolítico. Pero, la idea caló… la prueba es que aún recordamos el consejo del conejo Fidel.

Tanto, que regresó a mi cabeza cuando, hace unos días, leí la noticia: "Un sacerdote polaco quema libros de Harry Potter y después se disculpa". Lo hizo en domingo, en público y tras la misa: organizó una pira con libros de Harry Potter y de la saga Crepúsculo, más otros objetos, "mágicos". Luego, es verdad, se disculpó: "El hecho de quemar libros y otros objetos fue desafortunado", no pretendía (aseguró) "burlarse de ningún grupo social o religión", ni actuar "contra los libros como tal o contra la cultura".

¡Inocente! El bienintencionado cura quemó libros a tontilocas, sin tener en cuenta lo que ese acto evoca; olvidando la advertencia de John Milton: "El que mata a un hombre, mata a un ser de razón, imagen de Dios; pero quien destruye un libro, mata la razón misma, mata la imagen de Dios"; y desoyendo a Heinrich Heine: "Ahí donde se queman libros, se acaba quemando también seres humanos".

Una arraigada traición

Con fuego o mediante el uso de otras herramientas, la devastación de bibliotecas es un clásico que tiene obras que las documentan (por ejemplo, Libros en llamas: Historia de la interminable destrucción de bibliotecas) e incluso entrada propia en Wikipedia.

Hay casos célebres: la política de "quema de libros y sepultura de intelectuales" implantada por el emperador chino Qin Shi Huang en el 213 a. C., con la que aspiraba a borrar el rastro de sus opositores y a descabezar (literal: casi medio centenar de eruditos fueron enterrados dejando sus cabezas al aire y posteriormente decapitados); o la pérdida, aún no aclarada, de la biblioteca de Alejandría, víctima de un incendio en época de César, de la hostilidad de los cristianos o de la furia de los conquistadores musulmanes

También se sabe que, en enero de 1601, el día 14 y por orden de Clemente VII, fueron incineradas 24 carretas de libros hebreos en la Plaza de San Pedro. Ese mismo Papa (tal vez un pirómano no diagnosticado) había ordenado ya que Giordano Bruno fuera juzgado, proceso que acabó con la muerte del hereje en la hoguera.

Pero, sin duda, la quema de libros más conocida es la ocurrida en la Bebelplatz de Berlín el 10 de mayo de 1933, una gigantesca pira en la que ardieron miles de ejemplares de obras antialemanas, libros ―entre otros― de Marx o Freud. También de Heine, el hombre que había avisado de que donde se queman libros, se queman seres humanos, un vaticinio que ese día estaba a punto de cumplirse. Actualmente, en el centro de la plaza hay una losa de cristal que cubre una estantería vacía del tamaño que debían ocupar los libros convertidos en ceniza aquella noche aciaga.

El repaso nos llevaría mucho tiempo, seguro que todos recordamos otros sucesos: la destrucción de libros (y de personas) en la Revolución Cultural (1966-1976) de Mao Zedong; la quema (1981) de la Biblioteca Pública de Jaffna de Sri Lanka, donde se guardaban incontables manuscritos que atestiguaban de la presencia de los tamiles en Sri Lanka; la combustión (1989) de ejemplares de Los versos satánicos, de Salman Rushdie, que alguno ha querido repetir 30 años después

El contrapunto optimista, y heroico, lo ponen valientes como Abdel Kader Haidara, que a principios de esta década arriesgó su vida para salvar los tesoros de la biblioteca de Tombuctú; o el monje benedictino Columba Stewart, que tras años transitando por los Balcanes y Oriente Medio para proteger documentos, encabeza hoy un proyecto que aspira a digitalizar los manuscritos amenazados en el mundo entero.

El bibliocausto español 

España, aún no citada, también ha protagonizado casos vergonzosos. Por no irnos mucho más lejos, podemos recuperar el auto de fe de octubre de 1861 en Barcelona, el último que se hizo en España.

Nos dejamos guiar por el escritor barcelonés Xavier Thero. Maurice Lachâtre, editor francés exiliado en Barcelona por publicar obras prohibidas, regentaba en la ciudad condal una pequeña bisutería en cuya trastienda comerciaba con volúmenes clandestinos. El día 9 esperaba ansioso un paquete. Pero, cuando los libros llegaron a la aduana, el arzobispo los confiscó y decidió abrir un proceso inquisitorial: "Sacaron 300 libros de las cajas y, en medio de los gritos de la gente, empezaron a quemarlos en una hoguera en el Parque de la Ciutadella". ¡Qué obsesión!

Pero fue durante y después de la Guerra Civil cuando España vivió lo que algunos no dudan en llamar "el bibliocausto".

A ojos de los sublevados, el país estaba infestado de libros antiespañoles, que destilaban un veneno capaz de emponzoñar el alma popular. Leemos a Rafael Abella (La vida cotidiana durante la guerra civil. La España nacional): la implantación de la censura de libros "tuvo características inicialmente draconianas en expurgo de bibliotecas públicas y privadas y retirada de la venta de toda la literatura conceptuada de pornográfica, de marxista, de ácrata o de disolvente, término en el que incluía lo que era de matiz contrario a la línea del Movimiento. Desde Nakens a Martín de Lucenay, desde Belda a Kropotkin, se quemaron en grandes piras que, a modo de autos de fe, convirtieron en humo un montón de letra impresa considerada nefasta ―y, en ciertos casos, con razón―, para los españoles. Y digo en ciertos casos porque al socaire de esta depuración se destruyeron muchos libros de editoriales tachadas de peligrosas ―Cenit, Oriente, Ulises, España― y otros tantos editados por Biblioteca Nueva, por Pueyo y por Espasa-Calpe. Entidades significadas en lo literario más que en lo social".

Abundan los testimonios, como los que se recogen en este trabajo académico y en otros estudios universitarios o periodísticos, y explican lo ocurrido por toda la geografía española. Aquí, apenas dos botones que valen de muestra.

El 1 de agosto de 1936, el diario Arriba explicitaba el infinito afecto que los golpistas tenían por la cultura:

 

"¡Camarada! Tienes obligación de perseguir al judaísmo, a la masonería, al marxismo y al separatismo. Destruye y quema sus periódicos, sus libros, sus revistas, sus propagandas. ¡Camaradas! ¡Por Dios y por la patria!"

Ese mismo año, el 26 de septiembre, la edición andaluza de Abc publicó un texto titulado El jefe de Orden Público de Córdoba emprende una enérgica campaña contra los libros pornográficos y revolucionarios en el que se leía:  "En nuestra querida capital, al día siguiente de iniciarse el movimiento del Ejército salvador de España, por bravos muchachos de Falange Española fueron recogidos de kioscos y librerías centenares de ejemplares de esa escoria de la literatura que fueron quemados como merecían. Asimismo, muy recientemente, los valientes y abnegados Requetés realizaron análoga labor, recogiendo también otro gran número de ejemplares de esas malditas lecturas que deben desaparecer para siempre del pueblo español". Esos dos episodios, como los otros muchos documentados en España en ese mismo periodo, y los infinitamente más que recogen los libros de historia en todos los países, en todos los tiempos, vienen a demostrar que siempre ha habido, hay y quizá habrá quien razone como el personaje de Farenheit 451: "un libro es un arma cargada en la casa de al lado. Quémalo. Quita el proyectil del arma. Domina la mente del hombre. ¿Quién sabe cuál podría ser el objetivo del hombre que leyese mucho?".El mundo y su espejo Ocurrió el 29 de abril de 1986, en Los Ángeles, pero en un primer momento, nadie se enteró hasta el día siguiente. "El incendio de la Biblioteca Central no fue un asunto de escasa importancia, no fue como si un cigarrillo hubiese prendido en un contenedor de basura y na-die hubiese dicho nada. Fue un incendio gigantesco y furibundo que ardió durante más de siete horas y que alcanzó temperaturas que rondaron los mil grados centígrados; fue tan brutal que acudieron a sofocarlo prácticamente todos los bomberos de Los Ángeles". Susan Orlean, periodista, no podía entender cómo podía no haber tenido noticia de un acontecimiento de semejante magnitud. Por eso, años después, publicó un libro, La biblioteca en llamas… "El mayor incendio en una biblioteca de Estados Unidos había quedado eclipsado por el accidente nuclear de Chernóbil.  Los libros ardieron mientras la mayoría de nosotros nos preguntábamos si estaríamos a punto de ser testigos del fin del mundo".Hubo un sospechoso, Harry Peak, quien, quizá buscando la notoriedad que no conseguía como actor, había proclamado su culpabilidad; pero nada pudo ser probado.Sé que un accidente, o la acción de un desequilibrado, no son comparables a la persecución política o religiosa. Pero quienes han llegado hasta aquí me permitirán el capricho de acabar con esta evocación, la del día en el que el mundo y su reflejo, la biblioteca, pudieron terminar casi al unísono.pornográficos y revolucionarios

"En nuestra querida capital, al día siguiente de iniciarse el movimiento del Ejército salvador de España, por bravos muchachos de Falange Española fueron recogidos de kioscos y librerías centenares de ejemplares de esa escoria de la literatura que fueron quemados como merecían. Asimismo, muy recientemente, los valientes y abnegados Requetés realizaron análoga labor, recogiendo también otro gran número de ejemplares de esas malditas lecturas que deben desaparecer para siempre del pueblo español".

Farenheit 451un libro es un arma cargada

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