Cultura

No es infelicidad, es desigualdad

Un hombre pide limosna en la calle.

"Quienes viven en sociedades en las que existen mayores diferencias de ingresos entre ricos y pobres sufren una variedad de problemas sociosanitarios más amplia que quienes viven en sociedades más igualitarias". Eso defendían los epidemiólogos británicos Richard Wilkinson y Kate Pickett en su libro Desigualdad: un análisis de la (in)felicidad colectiva (The spirit level en el inglés original), publicado en 2009. El volumen vendió 150.000 copias solo en inglés, despertó las alabanzas y las críticas desde distintos puntos del espectro político, y, quizás lo más relevante, empujó —habría que sumar la preocupación general por la desigualdad generada por la crisis— a psicólogos y epidemiólogos a realizar más investigaciones sobre esta correlación.

En parte por eso vuelven los autores a la carga: en Igualdad. Cómo las sociedades más igualitarias mejoran el bienestar colectivo (recién traducido al castellano por el sello Capitán Swing), suman a los estudios que ya barajaban en el anterior título, otros realizados desde entonces y hasta 2017. Apoyándose en el primer volumen, ahora se permiten dar un paso más allá y plantearse no solo si la desigualdad afecta o no al bienestar mental de los ciudadanos, sino cómo lo hace. Los investigadores concluyen que los problemas sociosanitarios —que incluyen factores tan distintos como la esperanza de vida, la enfermedad mental, la mortalidad infantil, las tasas de encarcelamiento o la movilidad social— "vienen determinados por el estrés social que producen las diferencias de estatus". Este estrés, elaboran a lo largo del libro, empeora cuanto más baja sea la posición en la escala social y mayores sean las diferencias entre uno y otro extremo de dicha escala. 

 

El mayor indicio que encuentran los autores de que la desigualdad afecta negativamente a la salud mental y social de los ciudadanos es lo que llaman "la epidemia de la ansiedad". Igualdad da datos impresionantes, como que el número de quienes padecen trastornos de ansiedad social ha pasado en Estados Unidos del 2% al 12% en las tres últimas décadas, basándose en datos de tres trabajos distintos sobre la materia. Otro estudio en ese mismo país hacía un análisis comparativo de la enfermedad mental y concluía que "en promedio, los niños estadounidenses de la década de 1980 afirmaban haber tenifo más ansiedad que los pacientes de psiquiatría infantil de 1950". Los autores esbozan la hipótesis de que esta ansiedad está relacionada con el "estrés social", que vendría a ser una "ansiedad por el estatus", una especie de miedo al desprecio de los demás en base a los ingresos o la jerarquía laboral. "Cuanto más jerárquica [que hacen equivaler a más desigual] es la sociedad más se refuerza la idea de que el rango social depende de diferencias intrínsecas a la valía personal", defienden, "y más crece por tanto la inseguridad sobre la propia valía". 

A partir de un estudio realizado en 2014, a partir de las encuestas realizadas a 35.634 adultos de 31 países para la Encuesta Europea de Calidad de Vida de 2007, Wilkinson y Pickett establecen una correlación entre "ansiedad por el estatus", deciles por ingresos y desigualdad. A más pobreza, observaban, mayor ansiedad se presentaba. Pero sucedía otra cosa: las sociedades más desiguales presentaban más "ansiedad por el estatus" que las sociedades menos desiguales tanto en los más ricos como entre los más pobres. Es decir, aquellos que tenían mayores ingresos en sociedades desiguales —lo que significa que, comparativamente, eran más ricos— sentían más ansiedad que sus homólogos de sociedades menos desiguales. Entre los países ricos, se da una mayor prevalencia de la enfermedad mental en los territorios más desiguales (Estados Unidos, Reino Unido, Australia) que en los menos desiguales "Japón, Bélgica, Países Bajos). Es por evidencias como esta que estos epidemiólogos insisten en que es la desigualdad, y no la pobreza, lo que resulta clave al estudiar estos poblemas sociosanitarios. 

Wilkinson y Pickett defienden que lo que más afecta a la salud mental de los ciudadanos no es tener poco, sino tener menos que el resto. En este sentido, los autores señalan que la exclusión social suele medirse no en términos absolutos, sino de manera relativa. Los pobres españoles tienen más medios a su disposición que los pobres ugandeses, pero ambos son considerados pobres. En 2013, explican, un equipo internacional realizó entrevistas a personas pobres de 7 países —incluidas Uganda y España—. Aunque la vida material de unos y otros difería enormemente —en la india, los pobres viven en cabañas con suelo de barro y techo de uralita; en noruega, viven en apartamentos con agua corriente y calefacción—, sus sentimientos eran parecidos: "Todos los encuestados despreciaban la pobreza y con frecuencia se despreciaban a sí mismos por ser pobres". Ese desprecio llevaba, en todos los países, a cosecuencias parecidas: "aislamiento, desesperación, depresión, pensamientos de suicidio y, en general, limitaba la eficacia personal". 

Aun así, los estudios detectan una desigualdad dependiente del estatus social —los autores no hablan de clase— dentro de una misma sociedad desigual. En Inglaterra, cuentan, un estudio reveló en 2007 que las personas cuyos ingresos familiares estaban en el 20% más bajo tenían más probabilidades de sufrir un "trastorno mental común" que quienes estaban en el 20% más alto. Una de las explicaciones que dan a esto es el "sistema de comportamiento de dominio", SCD por sus siglas en inglés, Dominance Behavioral System. Este sistema, que tiene una base biológica según los psicólogos, determina cómo nos comportamos con quienes identificamos como superiores o inferiores, y nos sitúa en una posición concreta. En sociedades desiguales, las relaciones de sumisión y dominio se hacen más extremas: quienes se inclinan hacia el dominio, explican, serán más agresivos y tendrán "una percepción desmedida del poder personal", lo que lleva a comportamientos narcisistas y obsesivos. La ansiedad y la depresión, cuentan, se relacionan con la subordinación, una subordinación de la que es más difícil escapar en las sociedades más desiguales. Un estudio realizado en 1996 detectaba mayores niveles de fibriógeno, un factor de coagulación de la sangre relacionado con el estrés, en los funcionarios británicos que estaban en escalafones inferiores de la jerarquía administrativa. 

Radiografía de la pobreza poscrisis en España: mujer con estudios y trabajo

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La variedad de aspectos distintos sobre los que afecta la desigualdad social, como recogen Wilkinson y Pickett, es tan amplia que el libro resulta abrumador. El "estrés social" afecta a la ansiedad y al estrés diagnosticados y no diagnosticados, a la depresión, a la salud física, a la disfunción social, a la cohesión relacional de la sociedad, a los comportamientos autolesivos, a la prevalencia de la esquizofrenia, a la "vanidad", a la adicción al juego o a las compras...  Quizás por eso los autores hayan decidido curarse en salud, e inician esta nueva obra respondiendo a una de las críticas más extendidas contra la anterior: que su teoría quiere ser una "teoría del todo" que busca dar explicación a tantos fenómenos que acaba estirando la evidencia científica existente para poder hacelo. "El objeto concreto de nuestra investigación", contestan los autores, "eran los problemas que tienen un gradiente social, es decir, aquellos que se vuelven más comunes en cada peldaño inferior de la escala social". La desigualdad, continúan, "altera el impacto global de la mayoría de los problemas derivados de determinantes sociales". 

Pero la relación entre desigualdad y malestar está todavía lejos de ser una idea extendida, al menos en el ámbito político. El volumen recoge un discurso pronunciado por Borin Johnson, exalcalde de Londres, en homenaje a Margaret Thatcher —que, presumiblemente, de haber estado viva habría cargado contra las teorías de Wilkinson y Pickett—. En él, el ministro de Asuntos Exteriores de Theresa May, educado en Eton y Oxford, observaba que la desigualdad "es esencial para despertar la envidia y permitirnos estar a la altura del vecino; es, como la codicia, un valioso estímulo de la actividad económica". Los epidemiólogos no se centran en estudiar si efectivamente la desigualdad estimula la economía. Lo que sí hace, defienden, es estimular la infelicidad. 

 

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