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Cultura

La última lección magistral de Agnès Varda

Agnès por Varda, el último documental de la cineasta francesa, es al mismo tiempo una clase magistral, una retrospectiva, un autorretrato y una despedida. Pretendía serlo, en parte, cuando se estrenó en febrero en la última edición de la Berlinale: la directora anunciaba entonces que dejaba el cine para dedicarse únicamente a las instalaciones artísticas, a las que ya se había entregado en proyectos como Patatutopia,Algunas viudas de Noirmoutier o La tumba de Zgougou. Y es cierto que Varda se despedía, pero lo hacía, sin saberlo, definitivamente: murió en París el 29 de marzo a los 90 años, un mes después de estrenar su última pieza. De esta forma, y aunque ella misma pudo presentar el filme, Agnès por Varda llega a España el próximo viernes —y solo durante una semana— convertida en una obra póstuma.

De alguna forma, el peso y la solemnidad de la muerte chocan con el espíritu ligero, cercano y juguetón de la cineasta. Si Varda, pionera de la nouvelle vague, ha podido ser considerada por algunos, en algún momento, como una autora difícil, esa idea apenas se sostiene ante la manera efervescente y sencilla que tiene ella misma de presentar su trabajo. La estructura de la película es limpia: Varda utiliza sus charlas ante el público, impartidas en un festival, una escuela de cine o un teatro, para conducir la narración, de forma que el espectador se convierte en uno más de los asistentes. Su voz se superpone de tanto en tanto con imágenes de archivo de sus obras, que ilustran su discurso, y de tanto en tanto se suma también la Agnès Varda del pasado, que hablaba ya entonces, más joven pero con el mismo pelo a tazón que es marca de la casa, de su proceso creativo. 

Nos explica, por ejemplo, el miedo que sintió justo antes de adentrarse en su octava década de vida, y cómo eso motivo que se embarcara en la creación de un nuevo filme: "Cuando vi que iba a cumplir 80 años, entré en pánico. Me parecía que la cifra de los 80 era como si estuviera en el frontal de un tren que se me echaba encima, y tenía que hacer una película". Esa película fue Las playas de Agnès, estrenada en 2008, un documental también retrospectivo que resulta un presagio inequívoco de Varda por Agnès. Comparten, incluso, análisis similares de tal o cual pieza anterior, como Cléo de 5 a 7 o Jacquot de Nantes. De hecho, esta película podría funcionar como una segunda parte o una revisión de su predecesora, con la inclusión de su trabajo más reciente entonces, Rostros y lugares, que le valió una nominación al Oscar. 

Pero hay entre ellas dos diferencias sustanciales. En aquella, para que las secciones más explicativas no se redujeran a filmarla a ella como un busto parlante, Varda construía puestas en escena que rayaban el surrealismo: hablaba desde el interior de una ballena de papel maché varada en la playa, desde una orilla hecha de sacos y sacos de arena en la calle parisina donde se encuentra su productora, Ciné Tamaris. En Varda por Agnès, la puesta en escena es sencillísima: las charlas grabadas, montadas con elegancia y creatividad, suponen el grueso del metraje, completado con el inevitable paseo de la cineasta por una de sus queridas playas, otro de sus signos de identidad. Si en aquella, el recorrido al que nos invitaba era principalmente autobiográfico —aunque se tratara de la biografía de una creadora—, aquí se esmera en detallar su proceso creativo, sus mecanismos internos, su estilo autoral o, en sus propias palabras, su "cinescritura". 

Estos dos aspectos son, claro, difícilmente divisibles. Varda habla, por ejemplo, de Jacquot de NantesJacquot de Nantes, el filme que dedicó a su marido, el también cineasta Jacques Demy, poco antes de que este falleciera de sida —la verdadera causa de su muerte, explicada entonces como un cáncer, se reveló en Las playas de Agnès, pero no se menciona en Varda por Agnès—. La cineasta cuenta que su marido tomaba notas sobre sus recuerdos de infancia, notas que estaba demasiado cansado para convertir en guion: Demy le encargó a ella que se ocupara de transformarlo en película. Varda explica que estructuró el filme en tres secciones diferenciadas: por una parte, la reconstrucción, en blanco y negro y con un estilo años treinta, de los recuerdos de Demy; por otra, imágenes de archivo de sus películas, que se ligaban con aquellas con una frase o un gesto; finalmente, unos primerísimos planos del cuerpo del protagonista, envejecido, enfermo y amado. En una entrevista de archivo, le preguntan a la directora si trataba de parar el tiempo con ese filme: "No de parar el tiempo", contesta ella, "sino de estar con el tiempo". 

Aquella película, una de las más celebradas de su carrera, es una muestra de respeto creativo y vital por un artista. Como muchos otros directores, Agnès no ha tenido la suerte de que le realizaran un homenaje similar. Pero, de alguna forma, Agnès por Varda funciona de manera parecida. La cineasta no tiene empacho en señalar sus logros —sus hallazgos estilísticos, la vigencia de sus intereses, su valentía—, pero no resulta tampoco vanidosa. A los 90 años, parece ser consciente de las veleidades del éxito —"Vanitas, vanitatis...", murmura— y de la insignificancia del fracaso. Recuerda, por ejemplo, Las cien y una noches, una película estrenada en 1995, protagonizada por Michel Piccoli y con la intervención de estrellas del celuloide como Marcello Mastroianni, Robert De Niro o Catherine Deneuve. Varda elige centrarse en una anécdota: De Niro se aprendió sus diálogos en francés de manera fonética. "Fue un desastre", dice ella casi divertida sobre el bluf comercial de la cinta, "de hecho, ya no pude hacer más películas de ficción en 35 mm o 16 mm, y eso hasta el final del siglo". Esto último parece tener menos peso que los cómicos esfuerzos de De Niro. Y a otra cosa. 

En 2007, Agnès Varda, estrenó en el mismísimo Panteón parisino su pieza Les Justes (Los justos), un homenaje comisariado por el Gobierno francés hacia los 2.725 ciudadanos que salvaron y escondieron a amigos y vecinos judíos del horror nazi. En ella, la cineasta combinaba recreaciones de aquellos momentos de huida y refugio con imágenes fijas de los actores, que no eran tales, sino personas no profesionales. De esta manera, subrayaba que habían sido hombres y mujeres aparentemente comunes quienes habían realizado aquellos actos heroicos. Desde entonces, Varda bautizó como justos a todos aquellos anónimos que habían aparecido en sus películas. Y no eran pocos. En el documental, recuerda a los protagonistas de Los espigadores y la espigadora, personas que se dedicaban a recoger los desechos de otros, ya fueran restos de comida en un mercado urbano o las patatas descartadas tras la cosecha, olvidadas en los campos. Recuerda a los okupas a quienes se acerca en Paroles de squatters. A los vecinos de la calle Mouffetard y de la calle Daguerre, a quienes inmortaliza de distintas formas. Recuerda a esos extras involuntarios que miraban asombrados a Corinne Marchand en Cléo de 5 a 7

  "Interpreto a una anciana regordeta y parlanchina que cuenta su vida. Sin embargo, son los demás quienes me interesan y a quienes me interesa filmar", dice Varda a la orilla del mar. Quizás por eso Agnès por Varda sea solo un falso autorretrato. Como el juego de espejos utilizado en Jane B. por Agnès V., su innovador documental sobre Jane Birkin, o en Las playas de Agnès, en el que el espejo pivota para mostrar primero el rostro de la cineasta y finalmente el motivo real del plano: aquellos en torno a ella, su eterno objeto de estudio, es decir, los demás. Si Varda es compasiva y cercana con sus protagonistas, en la ficción y sobre todo en el documental, para hablar de ella misma toma distancia, ya sea por medio del humor o por un tono levemente magistral. Apenas habla de sus emociones. Lo que ella sentía ante la creación no hay que buscarlo ni en sus palabras ni en sus documentales autobiográficos. Está en sus películas. Una idea feliz para los espectadores: por mucho que se esforzara en acotar el significado de su propia obra, Agnès Varda todavía no se ha acabado. 

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